Hay, en el departamento de Lavalleja, un lugar que se denomina El Valle del Hilo de la Vida. Interesante nombre, ¿verdad? Se refiere a un lugar en el cual persisten restos de formaciones pétreas construidas por culturas precolombinas, actualmente considerado espacio místico. El hilo de la vida nos une de alguna manera con quienes antes habitaron las tierras que hoy frecuentamos. Salvando las distancias, vivimos el mismo humano fenómeno cuando rescatamos de la memoria, historias de nuestros ancestros que, de no hacerlo, quedarían perdidas en los tiempos, privando a quienes nos suceden del conocimiento necesario para poder saber de dónde vienen. Una vez más, la casualidad me llevó a un encuentro evidentemente no esperado, después del cual, estando solo, me miraba a mí mismo y me decía: ¡Mirá vos! Días atrás, a propósito de una entrevista, concurro a la Escuela Agraria del Rincón del Cerro. Como estaba abierto, entro y recorro su interior hasta ver un pequeño grupo de personas entre las cuales estaba quien me había citado. “Hola, hola, ¿qué tal?”; pregunto por los alumnos y me explican que como hubo alerta roja no concurrieron. Formando parte del mencionado grupo había una persona mayor, entrada en años, la cual al serme presentada me dice su apellido: “Gemelli”, entendí y ahí quedó todo. Finalizada la entrevista, saludo para irme y le pregunto, a esa persona, nuevamente su apellido: Severi, me dice. Inmediatamente surge otra pregunta: “¿Tú tienes bodega?” “Sí claro, allá en Vecinal y Salaverry” “Ahhh, tú eres el de los vinos “Juancito””. “Sí, soy yo” “Mirá vos. Toda la vida oí de la bodega Severi y competí en el comercio con tus vinos, pero nunca te había conocido”. Debo decir, querido lector, que bastó ese chispazo de conocimiento para que, instantáneamente, se derramara en el grupo la dicha de un encuentro entre dos personas que no se conocían físicamente, pero que tuvieron una vida en la cual cada uno compartió con el otro, sin saberlo, similares experiencias. Fue tal mi entusiasmo, que lo invité a disfrutar de una charla en la cual él aportara elementos que contribuyeran a enriquecer El Rescate de la Memoria. Similares historias, matizadas con diferentes anécdotas, es lo que encontramos cuando hurgamos tiempo entre viejos vecinos. En este caso nos vamos a Italia a un pueblo llamado Forli, y nada mejor que sea el mismo Juan quien nos lo cuente. “Sí, mis bisabuelos eran de Forli, y allí nació mi abuelo Doménico Severi, en 1860, quien se casó con Leonilda Magnani y luego de tener dos hijos emigran junto a dos hermanos a Brasil. Tuvieron más hijos, pero perdieron varios en una epidemia de fiebre amarilla quedando sólo con uno brasileño y uno italiano. En esa situación deciden emigrar a Uruguay donde fueron retenidos en cuarentena en la Isla de Flores. Logran instalarse en el departamento de San José, próximo a la capital, en el paraje Picada Varela y es allí que, en 1905, nace mi padre. Explotaban la chacra y criaban animales, comercializando sus productos en la cercana ciudad. Allá por 1914 mi abuelo decide vender y venirse para Montevideo adquiriendo una fracción en un reciente amanzanamiento en la zona del Prado en la actual calle Fernando Otorgués. En ese lugar estuvo con viña y bodega hasta 1929 en que, con 79 años, decide vender y retirarse. Hoy ocupan ese predio los enormes galpones de lo que fue la empresa ONDA”. Juan habla y habla sin parar, como si miedo tuviera de olvidar algo. Yo apunto y apunto también sin parar, porque temo omitir datos. Le ofrezco café, alguna bebida, agua, pero no, prefiere seguir con su relato. “Mi abuelo era ayudado por mi padre en las diarias tareas, hasta que un día le dice: Ya eres grande, eres un hombre y, por lo tanto ¡Arréglate! (dicho en italiano, Arranyate) Con sus trece años sale a buscar empleo y consigue en una hojalatería y sanitaria del mismo barrio (Cuaró y Hermanos Gil). Allí aprende el oficio y logra instalarse por cuenta propia a los 17 años en la calle San Martín. Sintiéndose un hombre (como su padre le había dicho) intenta casarse, pero como su madre no le da el permiso deja todo y se va para la Argentina. Desde allí escribe a su hermano italiano, que estaba viviendo en Italia, contándole sus penas y su deseo de irse a la patria de sus abuelos. En una preciosa carta, que leída hoy tiene plena vigencia (la conservo), recibe el consejo de quedarse en América. (Recordemos que luego estalló la Segunda Guerra Mundial y que mi padre hubiera tenido altas chances de morir). Siguiendo el consejo de su hermano regresa a Montevideo reinstalándose con hojalatería y, ahora sí, se casa con la que a la postre sería mi madre. Con sus juveniles 20 años no lo paraba nadie, trabajaba de día en la empresa que estaba construyendo el Palacio Salvo, y de noche arreglaba los cacharros que mamá recibía durante el día. Una vez me contó una anécdota que lo pinta tal cual era: Como era entendido en hojalatería le dieron como tarea instalar determinados caños. A las pocas horas se presentó con el trabajo terminado, desencadenando la ira del capataz por haberlo hecho tan rápido. Para no quedar en evidencia, aquel capataz, argumentando que el trabajo estaba mal hecho, se lo hizo deshacer y hacer nuevamente. El tiempo va pasando y los retoños van viniendo. Ya con tres hijas compra un solar donde ahora se levanta el monumento a Luis Alberto de Herrera, y es allí donde comienza la historia vinculada al vino y, donde además nazco yo: Juan Washington” Como otras veces me ha pasado en este tipo de charlas, veo en quien cuenta su historia, una actitud que refleja ansiedad, placer, y tal vez agradecimiento. Ansiedad por no olvidar detalle, placer por saber que lo que se escribe trasciende a quien lo transmite, y agradecimiento por la oportunidad que, de alguna manera, le llegó a quien hace el relato. Eso es lo que veo en él, y a su vez se suman en mí similares sentimientos por poder compartir lo que estoy haciendo. Sigamos escuchándolo: “Había en esa época en Montevideo una importante colonia italiana nativa, que trajo de su tierra, la costumbre de consumir vino, y muchos de ellos también de elaborarlo. Vio allí mi padre un mercado interesante, y comenzó a comprar y revender dicho producto. Como el negocio prosperaba se inscribió en el registro de vendedores formalizando una próspera actividad. Tan grande era el entusiasmo, (como en todo lo que hacía) que pensó que mejor que comprarlo sería hacerlo, por lo tanto resuelve construir piletas de ladrillo en el fondo de su casa. Comienza así a elaborar “sangre de Cristo” pero,… ¡en forma clandestina! Otra bodega que ancló en la zona oeste Por 1940 conoce a un señor llamado Pedro Pino (tío abuelo de nuestro querido amigo, cantor de tangos: Nelson Pino) quien vendía su chacra con una pequeña bodega incluida. La misma está ubicada en las actuales Continuación Buffa esq. Salaverry. La compra fue totalmente a crédito, a pagar en mensualidades. Con lo producido en la venta de su casa construye piletas y compra azúcar para la entrante vendimia. Para 1943, (teniendo yo siete años) estaba ya instalada una moderna bodega con nuevas máquinas compradas con crédito del Banco República al 8% anual. Era época de guerra, y la empresa importadora integraba la llamada lista negra, por lo cual el Banco República no otorgaba el crédito y hubo que hacerlo con un revendedor. Viento en popa se compra la quinta de Julieta Fontana de Elhordoy, (abuela del colega bodeguero y arquitecto Walter Elhordoy Pulgar). El negocio era elaborar y vender al por mayor. En 1955 decido yo salir al reparto una vez por semana con la marca “vinos Juancito”. “Decime Juan: ustedes llegaron a casi el millón de litros. ¿Cómo hacían con el azúcar? ¿Dónde la guardaban? “No teníamos depósito, la comprábamos y, cuando llegaba el camión, rápidamente hacíamos el jarabe y lo agregábamos al mosto”. “Pero, ¿y si te paraban en la calle?” “No había problema, porque circulaban con guías dirigidas a diferentes almacenes. Además el lugar era de difícil acceso y yo tenía la orden que, si aparecían los inspectores, había que obstruir el camino atravesando un auto en el mismo. Una vez llegaron justo al terminar de agregar el azúcar y no se dieron cuenta de nada, aunque les llamó la atención que los perros lamían y lamían el piso endulzado con restos del blanco producto”. “Vos también tuviste tu bodeguita. ¿Cómo te defendías?” “Y…, como todos. Mi marca era “Vinos Tradición” “¿Entonces competías con los vinos Juancito de tu padre?” “Nooo…Vendía los dos, y me arreglaba con mi padre” ¿No vendías en el interior?” “Sí, mi padre, pero no íbamos. Lo embarcábamos en el puerto en bordalezas, (pequeño recipiente hecho de madera para contener líquidos, en este caso vino) hasta Paysandú. Parece mentira, suena tan raro eso hoy”. “¿Y las estampillas?” “Ahhh, ¡eso sí que me da risa! Teníamos que rescatar la mayor cantidad posible. Para ello si usábamos goma de pegar se la colocábamos solamente en los ángulos (las estampillas eran rectangulares) que era lo que quedaba pegado; entonces, en la segunda vez mirabas y estaban todas despuntadas. Pero, ¡pegadas con clara de huevo batido! Quedaban pegadas, pero al tocarlas se desprendían enteritas y…a usarlas otra vez”. “Bueno Juan, me da miedo que nuestros lectores se aburran de historias familiares que a su vez, son en general similares. Dejemos lo familiar y si te acuerdas dime alguna anécdota, o algún hecho que te parezca valga la pena transmitir”. “Sí, siempre recuerdo, y con cariño, a un búlgaro que trabajaba en casa. Vino disparando de la guerra, no conocía el idioma y trabajaba por techo y comida. Escuchaba que mis hermanas le decían a mi mamá, “Mamita” y él naturalmente, adoptó la misma forma de llamarla. Para nosotros era algo normal, pero a los ajenos le llamaba la atención. También recuerdo que, antes de asumir como presidente, Luis Batlle Berres, andaba a caballo por la zona y paraba en casa a charlar con mi padre (¡batllista a muerte!). Dejó de hacerlo porque en el recorrido la gente lo detenía frecuentemente, sobre todo a pedirle favores. A su casa le llevábamos el vino y el champagne, y después de descargar y acomodar la mercadería él nos decía: “arreglá con Matilde”. Tuvimos oportunidad de brindar con nuestro propio producto en el casamiento de su hija Matildita”. Estimado lectores: por aquí nos vamos apeando. Un casual encuentro dio lugar a otra historia de rescate de la memoria. Si bien vemos lo típico que las caracteriza, ésta en particular me gustó por la historia personal de Juan Severi. La historia de ese niño que, a los 13 años, se encontró sin opción frente a la necesidad de hacerse hombre de golpe y a los golpes. Y lo hizo, y lo logró. Mostrando un particular perfil de arrojo, de coraje, de trabajo y tal vez algo de inconsciencia, con la necesaria picardía que le permitió sobrevivir. Vaya para él nuestro reconocimiento y nuestro homenaje. En 1966 se venden las propiedades, incluida la bodega que fue adquirida por la familia Urquiola. Rómulo Guerrini Tiempo atrás intenté hacer una nota sobre la balsa que unía Montevideo - San José cruzando el río Santa Lucía a la altura de su desembocadura. El muy escaso material existente no me permitió concretar la idea. Una insoslayable terquedad hizo que no me olvidara del tema y, en la permanente búsqueda, le pregunto a mi amigo Gerardo Falco: “¿conoces alguna persona mayor que viva y haya nacido en la Barra?” “Sí”, me contestó, y casi en forma automática: “Mascota”. Yo no entendía y me aclara que es una señora mayor que así le dicen, que él atiende y que debe saber algo de la balsa. A partir de allí varios intentos para localizarla, hasta que llegó el demorado momento en que pude sentarme frente a ella. Despierta, lúcida, vivaz, mirada profunda y penetrante. Abundante cabello totalmente blanco acompañando un rostro cuya alegre expresión disimula el paso de los años. Sentada al lado de una ventana que da a la calle por allí ve pasar el mundo, un mundo diferente al que la tuvo siendo niña y al que la acompañó a lo largo de su pródiga vida. Su nombre: EladiaVillalba de Rocalbuto, nacida en Santiago Vázquez en un lejano febrero de 1931. ¿Por qué lo de Mascota? “cuando era niña todos nos conocíamos y cada vecino era como uno más de la familia. La señora que vivía enfrente a mi casa decía que por mi pelo largo y enrulado yo era una mascota y desde allí me quedó el apodo”. Traté de hurgar en su memoria elementos vinculados a la balsa pero ello fue imposible, salvo en un pequeño detalle: ¡Su padre fue balsero! Yo no lo podía creer, de todos modos ese hecho no se tradujo en mayores aportes a la historia. En 1925 se libra el puente al uso público quedando su padre sin trabajo, logrando entrar como peón en la UTE. En ese entonces la familia pasó a vivir en la calle Guazunambí pegado a la subestación de UTE y es allí donde nació Mascota. Él hacía el servicio de reclamos en todo el pueblo, y la imagen que a ella le quedó es verlo siempre caminando con una escalera en el hombro. Como era el encargado y todos lo conocían casi no tenía descanso, pues siempre y en cualquier momento a algún vecino se le cortaba la luz y requería sus servicios. Ella fue a la escuela de la Barra hasta quinto año, claramente recuerda a su maestra la Srta. Esther. No fue al liceo porque sus padres no se lo permitieron. Su papá era familiar de Benito, inicialmente mayoral de la diligencia de la Barra al Paso del Molino, y luego conductor del 132 desde la Barra a Juncal. No llegó Mascota a ver el matadero funcionando así como tampoco el ferrocarril, pero nos cuenta con nostalgia y cariño sobre el tranvía: “era precioso, pasaba frente a casa y allí tenía una parada, seguía por Guazunambí, pegaba la curvita y paraba frente al puente en el almacén de Turubí. Allí se vendía de todo, como en almacén de campaña, y lo atendían “el Chito” y su esposa Celfa. En los últimos años la parada se trasladó a la calle Quarahy al lado del Hotel de la Barra, frente al Parque Segunda República Española. Teníamos familiares que vivían en Florida y una vez al año llegaban a pasar vacaciones en casa. Venían en la “E” (como así se denominaba al tranvía) y al parar en la puerta de casa el motorman los ayudaba a bajar bolsos y baúles que traían en la plataforma.” Cuando habla del tranvía es imposible detenerla y vienen a su memoria uno tras otro los diferentes recuerdos: “una vez, no sé por qué, sucedió que no había pan para la comida y mi padre muy enojado se tomó el tranvía y se fue. A la vuelta viene con ¡una bolsa llena de panes! Comimos pan duro durante varios días. Mi hermano junto a otros amigos tenían por costumbre bañarse en el arroyito que está cerca del parque Lecocq. Un día de mucho calor se estaban bañando desnudos, al pasar el tranvía por el puente él no se cubrió, pero uno de los pasajeros era mi padre. ¡Qué paliza que le dieron! Creo que nunca más se bañó desnudo o por lo menos no cuando pasaba la “E”. También recuerdo que una vez estando con mi amiga “la Chiquita” Cano el motorman nos dejó manejar el tranvía varias cuadras”.
El distinguido Hotel de la Barra
En cuanto al Hotel de la Barra, nos cuenta que inicialmente era una construcción muy precaria. Funcionaba como fonda y hospedaje. En la década del veinte es adquirido por un señor de apellido Bernasconi, y fue él quien construyó la actual estructura que para aquella época era de gran lujo, tanto, que allí se alojó la representación argentina para el Mundial de 1930 y Carlos Gardel venía a visitarlos cantando para ellos. Fue ese hotel, por más de cuatro décadas, centro de la actividad social del pueblo y referente de Montevideo. Cumpleaños, casamientos, despedidas, eventos, etc. También era moda que las parejas de recién casados venían a pasar su luna de miel a ese lugar. Un Sr. alemán de apellido Stucker, ofrecía el servicio de fotografía para quienes se hospedaban, así como para quienes concurrían a los eventos, o simplemente hacían uso del servicio de restaurante. Era muy famoso por la calidad de su trabajo, no sólo en el hotel sino en todo el pueblo. Era común el comentario: “Si la foto no es de Stucker, no es buena”.
Llevaba yo más de una hora sentado al lado de esa fuente de recuerdos cuando en determinado momento algo detrás de su ventana le llama la atención, allí aprovecho para preguntarle si conoció a Zitarrosa. “Sí, claro, era un bandido, nada tomaba en serio, siempre haciendo bromas y a pesar que lo conocíamos más de una vez nos hacía caer. Íbamos a misa en la iglesia de Nuestra Señora de la Guardia y él era monaguillo. ¡Sería el único momento en que se portaba bien! Todo era respeto. Tenía un barquito en el muelle al lado del puente y también venía seguido a la carpintería de Chichito Viera, mi cuñado. No sé bien si trabajaba en ella o hizo alguna changa, pero sí recuerdo que tuvo como primer sueldo un escritorio que mostraba con orgullo. Por suerte su casa está conservada y cuidada”.
Niñez, adolescencia, juventud
Sobre esa etapa de su vida, nuestra entrevistada nos cuenta, que allí comienzan los bailes a los cuales era imposible concurrir si no lo hacían acompañadas de una persona mayor responsable. Hermanas o madres complementaban la salida. El lugar era la sede de “La Lira” al cual sólo se accedía por invitación, teniendo antes de entrar que pasar por un escritorio en el cual se daba el visto bueno. Decoro en las damas y saco y corbata en los caballeros. Este club funcionaba donde ahora está la sede del Club de Leones. Casualmente, el esposo de Mascota fue quien informó de la venta del predio donde actualmente se encuentra dicha institución. Sucedió que a aquellos bailes también concurría un caballero procedente de Solís de Mataojo (Lavalleja), que se vino a estos lugares a trabajar en los astilleros de Cassarino y como comía en la fonda de Batueca andaba siempre por el pueblo. Que sí, que no, la cuestión es que ese mozo, Ignacio Rocalbuto, terminó haciendo novio en el portón de la casa de la UTE en la parada del tranvía de la calle Guazunamby. La cosa era en serio, así como la oposición del padre a esa relación porque Mascota tenía doce años menos que su pretendiente. Al final triunfó el fuego juvenil y entró en la iglesia de La Barra llevada por el brazo de su padre.
Queridos amigos, sin duda que el centro de esta nota es Mascota y su vida en Santiago Vázquez. Por otra parte no olvidemos que el motivo inicial fue brindar información sobre la Balsa de La Barra. Me doy cuenta que tendría que encontrar a alguien por lo menos centenario, pues la balsa dejó de funcionar hace noventa y tres años. No lo encontré ni lo voy a encontrar, pero la vida me puso frente a la hija de uno de los balseros. ¡¡Premio al fin!!,y en su homenaje me permito cerrar la nota con unas líneas referidas a lo que fue el trabajo de un padre que entendió lo que era una hija enamorada, llevándola al altar, luchando en contra de sus propias convicciones. Desde donde se encuentre hoy, mirándola dirá: Gracias a Dios, no me equivoqué.
Agradecimientos
Nota aparte no puedo dejar de agradecer el grato momento vivido esa fría tarde de invierno disfrutando de Mascota y de su familia. Recuerdo que antes de irme dediqué un tiempito a conversar con su hijo, su nuera y sus nietos. Ya sentado en la cama les conté cómo me sentía en ese momento, y era igual como cuando ejercía medicina: Absolutamente cómodo, sin apuro, sintiendo que ese era mi lugar, como que esa era mi casa y ellos mi familia. Gracias a ellos (que alguna vez fueron mis pacientes), gracias a LA PRENSA DE LA ZONA OESTE que me da esta oportunidad y, en fin, un enorme ¡Gracias a la vida! Hasta la próxima.
Rómulo Guerrini. No hay duda en cuanto a que, la comunicación es esencial para el desarrollo y bienestar del ser humano. Puede concretarse en un gesto, una mirada, una caricia. La palabra y la escritura son utilizadas por el hombre para tal fin, pero además la imagen; y a ésto es a lo que voy a referirme. Hoy quiero, en nuestro Rescate de la Memoria, mencionarles la importancia de la misma en la transmisión de conocimientos y sentimientos. Tanto es así, que agencias de publicidad, sabiendo eso, se ocupan en reproducir series de fotos que por sí solas dicen más que largos, y a veces, tediosos discursos. ¿A qué viene todo ésto? Días atrás un amigo dejó en mi domicilio un volante impreso en 1953 (debe ser el único que se conserva) referido a las actividades de la por entonces Comisión de Colaboración Policial de la 23ª Sección. Al ver las fotos de la citada Comisión, del Comisario de la época y de un desfile de tractores, se produjo en mí una efervescente y explosiva reacción de claros recuerdos que, como nacidos de una caudalosa fuente, fluían en estrepitosa catarata. No fue necesario leer el relato para captar tanta vivencia transmitida por las imágenes. Como dicen ahora: Muy fuerte ¿No? Parece demasiado. Aclarado cómo me llegó el folleto, y cómo me impactó, paso ahora a describir someramente su origen y a la vez recrear una época que no esperamos volver a vivir. Fue impreso por una comisión “Pro Colaboración Policial” y el mismo, además de impactarnos con la fuerza de la imagen, nos ilumina en el cómo nuestra gente veía y se vinculaba con la policía. Efectivamente, existía una cultura de colaboración con el Instituto que se manifestaba en hechos concretos llevados adelante por comisiones integradas por vecinos que sentían esa inquietud y, en consecuencia procedían. Al leer el folleto claramente se visualiza la actitud de aceptación y respeto hacia la autoridad policial, lo que naturalmente redundaba en un sentimiento de colaboración manifestado de distintas formas. En primer lugar una terminología elogiosa formando parte de halagüeñas y respetuosas expresiones; sumado a ello los contenidos, por un lado continuamente alabando la gestión, y por otro proponiendo campañas para colaborar con el Instituto de una u otra manera. Básicamente, lo que se buscaba era recaudar fondos para tal o cual específico objetivo. También se colaboraba aportando mano de obra para reparar el edificio de la Seccional, se compraban bicicletas para que los agentes pudieran desplazarse, etc. Los comercios aportaban dinero en efectivo o insumos. Las instituciones sociales ofrecían su sede para que en ella se reuniera la Comisión, siendo la Sociedad de Fomento y Defensa Agraria el lugar de la primera reunión a tales efectos. Existían las comisiones “Pro Colaboración Policial” constituidas por un grupo de vecinos que dedicaban parte de su tiempo a esa tarea. Cuando se reunía determinada cantidad de dinero, o se finalizaba alguna obra considerada trascendente, dicha Comisión era recibida por el Jefe de Policía de Montevideo en su propio despacho, expresando su agradecimiento mediante un acabado acto protocolar. Trabajo, dedicación, creatividad, eran elementos de valor agregado que sumaban para que cada uno de los integrantes disfrutara el honor de pertenecer a la misma. Estaban constituidas mayoritariamente por hombres como una expresión más de la sociedad del momento, en la cual la mujer no participaba de otra actividad que no estuviera vinculada a las tareas hogareñas y cuidado de los hijos. Naturalmente que la buena relación institucional se apoya en un vínculo fluido entre las personas participantes. En este caso el vínculo era de ida y vuelta pues en esos años el cargo de Comisario lo desempeñaba una persona que se destacaba por sus cualidades profesionales, pero también por su capacidad de vincularse socialmente con el entorno. Su nombre era Juan Laborde. Ya nos hemos ocupado de él y su carisma; hoy sólo diremos que vivía aquí entre nosotros en la misma Seccional 23ª en la vivienda adjunta siendo para todos un vecino más. Realizaba las compras en las almacenes del barrio, sus hijas Clélia y Carmencita iban al liceo Bauzá junto a otros adolescentes de la zona. El carismático Comisario, dejó su impronta, la cual hasta hoy perdura en quienes lo conocieron. Finalizando decimos que lo que intentamos fue resaltar el modo de relación existente entre los vecinos y la autoridad policial de la época. Sin duda que fue diferente a nuestros tiempos, ya que hoy las Comisiones Pro Colaboración, son sólo un recuerdo. Agradecemos a Mirta y a William Delprato Arroyo, en cuyo domicilio paterno se hallaba este documento. De la misma manera al amigo RubenDelorrio, quien tuvo la gentileza de hacérmelo llegar. Rómulo Guerrini

En nuestro Rescate de la Memoria les traemos historias, recuerdos, vivencias de décadas pasadas que tratan de ilustrar la obra del tiempo.

Se recrea una época y, en la inevitable comparación con el hoy, surge el contraste que nos concientiza que el reloj ha seguido girando. En ese marco hemos presentado algunas historias de familias de inmigrantes que, con diferentes matices, en general todas ellas comienzan relatando la aventura de un joven del viejo continente, que en el siglo pasado, o antes todavía, decide tentar suerte en América y más precisamente en el Río de la Plata. Ya en nuestras tierras, en general ayudado por personas que le precedieron, trabaja y trabaja, construyendo poco a poco su vivienda y su familia, logrando en el ocaso de su vida cumplir el sueño de su juventud.

Hoy la historia sería similar salvo por un detalle que marcó la diferencia, y es que nuestro protagonista, luego de su inicial viaje a "la América" se vuelve a la madre patria. ¿Es que se arrepintió? ¿Es que lo trataron mal? ¿Es que extrañaba a familiares y terruño? No. Nada de eso. Es que su patria había entrado en guerra (1914) y este muchacho sintió el clamor de su madre tierra y regresó a defenderla.

Decía Gardel: "Y al grito de guerra los hombres se matan cubriendo de sangre los campos de Francia" Nada más cierto. Desde siempre el hombre guerreó y mató en nombre de la paz y la justicia (Las propias, naturalmente. Siempre fue y es así)

Perfectamente podía quedarse aquí, en nuestro Rincón del Cerro labrando los nuevos surcos y vigilando sus animales. Pero en el pecho de aquel muchacho, inflamado de patriotismo, bullía el llamado de la tierra que le vio nacer, mancillada ahora por el pie del extranjero. A los dieciocho años, deja la paz y la seguridad que gozaba en nuestro oeste montevideano, para ir a vivir los horrores de la guerra en el firme convencimiento de defender su patria nativa.

Contra la opinión de sus paisanos: "¡estás loco!", concurre a la embajada de su país (Italia) y se anota para el retorno. En menos de un mes recibe el aviso con la fecha de embarque. Tal vez su exultante patriotismo no le permitió plantearse la posibilidad de la muerte o de la invalidez o, sencillamente, de los sufrimientos a los que se expondría. El hecho era ir. Había que cumplir, y así fue. Llegado a su país le asignaron servir en el frente austríaco (recordar que Italia se enfrentaba al, a ultranza desmembrado, Imperio Austro Húngaro).

No vamos a describir aquí, ahora, todas las atrocidades de las guerras; por más que se lean o se vean en películas sólo las conoce quien las sufrió y vivió para contarlo. A su regreso poco hablaba de ello. Recordemos que era la guerra de trincheras. Hambre, sed, frío, lluvia, barro, pestes y muertes le van dando al ser humano una especie de coraza autodefensiva que ayuda a que nada le asombre y que nada le duela. Sólo trata de vivir un día más, a veces un instante más. Ver destrozados a compañeros con los cuales hace instantes hablaba, beber de hilos de agua teñidos y con gusto a sangre, o beber lo que se depositó en la marca de la huella de una mula (esto contado por el abuelo de nuestro querido amigo Gerardo Falco). Buscar calor en el vientre abierto de caballos muertos, y todo en el más doloroso desamparo, despertando sin saber si se estaba "vivo o muerto". A pesar de la coraza, huellas quedan.

Terminado el conflicto, nuestro vecino se da cuenta que es nuevamente pobre (no tiene nada) y, por otra parte, también se da cuenta que es inmensamente rico (¡está vivo, tiene una vida!). Y es con esa vida que decide volver al sitio elegido para seguir construyendo el sueño dorado en la tierra prometida.

Todo lo vivido entre sus diez y ocho y veinte y cinco años, llevó a que este muchacho que además perdió allí a sus dos hermanos varones, que se transformara en un prócer de la paz y del trabajo, sobre todo del trabajo entre las plantas, cuidándolas, amándolas, sean frutales, hortalizas o para forraje, porque veía él en cada brote, en cada flor, en cada fruto el nacimiento de nueva vida como si con ello quisiera borrar o compensar toda la muerte que vio y no pudo evitar.

Pero ese hombre que llegó a la ancianidad tuvo, después de aquella gesta, un plus que le acompañó hasta el último suspiro y aún después, pues trascendió en el orgullo de sus hijos. Que tal como nos cuenta: "¡Él cumplió, ese fue nuestro padre!"

Así transcurrió la vida de don Alfonso Ernesto Becchino Moraglio. Desde 1920 vivió entre nosotros, fue uno más entre muchos. Repetía en nuestra tierra la historia del inmigrante que construyó su familia, siendo su obra ejemplo de honestidad y trabajo. Hoy todo ha pasado, quedan sus descendientes atesorando lo más valioso que un ser humano puede dejar: el amor por su tierra y por ellos.

Algunos datos:

Nació el 11 junio 1895 en la región del Piamonte, en la montaña. A los trece años queda huérfano y pide venirse para América. A los diez y ocho vuelve a Europa regresando definitivamente a los veinte y cinco, con algún dinero que le permitió instalarse con un almacén y despacho de bebidas en Montevideo en la zona del hipódromo. Un parroquiano molestó a su mamá, por lo cual se pelea con él y al final vende ese comercio.

Compra una fracción en Cno. Sosa con un ranchito, a la cual le fue agregando pozo, aljibe, galpón, vivienda, etc., llegando a tener una granja que le permitió vivir cómodamente, además de armar una familia.

Fallece en 1977 rodeado del amor y cariño que toda su vida había prodigado.

Queridos amigos: Por aquí vamos terminando esta nota. Naturalmente que la podríamos hacer más extensa contando cómo fue, cómo vino, cómo fue agrandando la propiedad, etc., etc. Pero por aquí nos detenemos porque sentimos que esos detalles no agregan a la esencia de la cosa.

Lo que quisimos destacar, y esa es la diferencia, es ese profundo sentimiento del deber, esa necesidad de ir a cumplir, sin ningún tipo de garantía de salir con vida. Muchos inmigrantes fueron los que generaron nuestra identidad granjera del oeste, inclusive mi propia familia tiene similar historia. Pero: ¿Cuántos volvieron a pelear una guerra? Sin duda que los hubo porque no viajó solo en aquél barco; pero sabemos que fueron muy pocos.

Vaya con este humilde recuerdo el homenaje de quienes reconocen en él un hombre como debe ser, un HOMBRE con mayúscula.

Hasta la próxima, queridos lectores.

Rómulo Guerrini.

 

En una cálida mañana otoñal disfrutando de un té con galletitas Myriam me pregunta: "¿Sobre qué vas a hacer la nota este mes?"

No esperaba esa pregunta y así, como de golpe, lo primero que se me ocurrió contestar fue:… "no sé".

Efectivamente, nada había pensado. En mi incertidumbre me dice: "¿Y por qué no cuentas algo referido a ti mismo? A tu vida como médico de barrio, experiencias, anécdotas".

"No sé, no se me ocurrió, además si apunto hacia allí, no te van a alcanzar varias ediciones de LA PRENSA DE LA ZONA OESTE"

"No, no, no es que cuentes toda tu vida, sino cómo era ejercer medicina hace cuarenta o cincuenta años atrás. Solamente esa etapa, fíjate que puede ser un buen Rescate de la Memoria".

Creí entender lo que ella me planteaba y, fruto de esa charla, nació la siguiente nota.

A veces, para referirnos a un médico, decimos: "El Galeno".

La palabra galeno significa paz, tranquilidad, viento suave, apacible. Fue Nicón, un senador griego, que en el año 131 de nuestra era, puso ese nombre a su recién nacido hijo, el cual, educado de la mejor manera, aprendió muchos idiomas, dedicándose a la anatomía y a la medicina desde muy joven, siguiendo la doctrina hipocrática. Famoso en Roma y en Alejandría, sus innumerables obras le generaron tal prestigio que quedó como referente histórico de la medicina, siendo ese el motivo por el cual muy frecuentemente decimos "El Galeno", refiriéndonos a un médico.

No sé por dónde empezar, tal vez lo primero, y para que quede claro, sea mi agradecimiento a la vida, que me regaló una profesión con la cual me identifiqué de una manera, que ni en el más fantástico de los sueños hubiera presentido. Agradecimiento a mi país, a la Universidad, a mi Facultad (mi, con un tono posesivo). A mis profesores, que se tomaban su tiempo para enseñar. Aún hoy los estoy viendo y escuchando: "Venga Guerrini, toque aquí, mire acá, ausculte, ¿Qué escucha?,… eso es tal cosa". Privilegios de alumnos de una Universidad en ese momento reconocida en toda Latinoamérica. Me dieron, mis profesores, las herramientas para que pudiera ejercer una profesión que traté de llevar con la altura, la dignidad y la ética necesarias, y que además me permitió formar una familia y prever mi futuro. Agradecimiento a mi entorno pueblerino, que desde antes de recibirme ya me tomó como, el "Médico del barrio" consultándome y escuchando mi opinión como si fuera lo suficientemente calificada.

Imposible no mencionar a Roberto Rodríguez ("El Cacho", de la farmacia), que instaló su comercio en Luis Batlle Berres y Tomkinson como sucursal de la "Farmacia del Cerro". Me conocía como vecino y nada más, pero en 1967 me llama y me pregunta, si ya que era practicante de medicina, no me interesaba aplicar inyectables, colocar sueros, sondas, hacer curaciones, etc. Inmediatamente dije que sí, y a partir de allí por muchos años fui "el practicante de la farmacia". "Cacho" me pasaba direcciones a las cuales tenía que concurrir una, dos o tres veces por día, según la indicación, y a su vez temprano antes de ir al hospital, en la misma farmacia en un cuartito posterior también "atendía " diferentes requerimientos. Este vínculo laboral me hizo conocido en la zona de forma tal que se generó un volumen continuo de trabajo, que a veces no era fácil cumplir.

Tendría que mencionar en interminable lista y anecdotario, a todas las personas que me ayudaron, y a todos los que en mí confiaron en aquellos momentos. No olvido y no quiero ser injusto, pero eso quedará para otra vez, pues de lo contrario esta nota se transformará en una autobiografía y no es esa la meta.

Nuestro Rescate de la Memoria lo que pretende es traer a ustedes una imagen de cómo era la medicina aquí, en el oeste hace medio siglo, y este es el intento.

Para entender aquel escenario debemos recordar que no existían las emergencias móviles, que no había tantos vehículos como ahora, que las ansiedades y las paciencias se medían con "otra vara", y que la aceptación de la palabra del médico jamás implicaba dudas o planteos jurídicos.

Historia de Galeno

En ese teatro aparece un nuevo actor que tiene la peculiaridad de ser nativo, hijo de bodegueros y granjeros por lo tanto vinculado a la colonia productora de la zona, predominantemente italiana y portuguesa, y además también, conocido por el mencionado vínculo con la farmacia. Fue el primer médico que aprendió a leer y escribir en la escuela 150 y que se quedó a ejercer en el lugar en que dio sus primeros pasos.

Sin haberse recibido era solicitada su opinión para todo tipo de cosas, y a su vez ya con título seguía haciendo el trabajo de practicante, o sea seguía aplicando inyectables, colocando sueros, etc. El cambio fue gradual y llevó su tiempo. Todavía hoy muchos pacientes recuerdan ver llegar aquel practicante en un enorme camión cargado con tanques o damajuanas que transportaban vino, aplicar el inyectable e irse con total naturalidad. Y así era, pues en aquella época con un pie en la granja, otro en la bodega y otro en la medicina se daban situaciones como esa, así como también, el mismo camión parado en el estacionamiento posterior del Hospital de Clínicas. No había vehículo propio, y se agarraba lo que estaba libre en ese momento, o ya que iba al hospital, se le llevaba mercadería a tal o cual cliente.

Por supuesto que la bicicleta fue una herramienta de mucho valor, y ni que hablar cuando apareció la "Velo-Solex", gracias a la cual una señora que vivía en la calle Fca. Aznar de Artigas me regaló un hermoso par de guantes. Sucedió que un día de mucho frío concurrí temprano en la mañana a aplicarle un inyectable, y cuando le toco su glúteo calentito de la cama, con aquellas manos rojas de frío reaccionó con un grito que para mí fue desproporcionado. Le pedí disculpas y me calenté las manos en un "Primus" con ladrillo que tenía encendido a un lado de la cama. La anécdota fue que a los pocos días me llama y me obsequia un hermoso par de guantes que usé por mucho tiempo andando en moto.

En cuanto a las agujas y jeringas ni se les ocurra pensar que eran descartables. Jeringas de vidrio y agujas con cuerpo de bronce eran llevadas en cajas de aluminio. Para inyectar elegíamos las agujas (largas, cortas, gruesas, finas) según fuera el paciente (flaco, gordo, alto, bajo). Para esterilizarlas, previo lavado con agua y jabón, se las hervía en una cacerola usando agua dulce para que el salitre residual no bloqueara las jeringas. Usábamos el mismo material cientos de veces. Las agujas eran caras y de tanto usarlas perdían el filo, por lo que costaba perforar la piel. Para subsanar ese inconveniente, se usaba una pequeña piedra esmeril en la cual con una gota de agua eran afiladas (Era un trozo de las que en una guampa con agua, llevaban en la cintura los segadores de alfalfa para afilar la guadaña). Cuando se acababa el material estéril y había que hervir, le pedíamos una cacerola al paciente, y allí mismo hervíamos jeringas y agujas. ¿Suena raro, no? Lo mismo con las sondas vesicales, como había que cambiarlas periódicamente y eran caras, se retiraba la que estaba puesta, se lavaba y luego de probar el balón y la válvula, si funcionaban, se hervía en una olla de la cocina para terminar nuevamente colocada.

Todo ésto hoy es inadmisible. Todo ésto ayer era normal. Hoy si hacemos alguna de estas cosas vamos todos presos, pero era así, y saben una cosa: ¡No había infecciones, no teníamos abscesos! ¿Milagro? Ahhh…, me olvidaba: guantes estériles: ¿Qué es eso? Lo que sí se hacía era lavarse muy bien las manos. Como ayudante de sala de operaciones, nos enseñaron a lavarnos las manos con todas las técnicas de cepillado de dedos y uñas previo a la cirugía.

No existía el SIDA, pero sí la hepatitis, y surgieron algunas corrientes de opinión en el sentido que no era suficiente hervir veinte minutos para esterilizar los materiales. Frente a esa situación en acuerdo con "Cacho" compramos un esterilizador eléctrico en el cual con una hora a 250 grados se suponía que eliminaba todos los gérmenes. Parece chiste, pero se tomó como un "gran avance" para la zona.

Había otros "pincha colas" en el barrio. Don Eduardo de la Fuente, inmigrante gallego, enfermero del Hospital Maciel.

"Chichita del herrero" también enfermera; hacían sus recorridos a pie, por lo tanto en un radio muy restringido, pero también había quienes iban a su casa en Calle "B" a inyectarse.

Ya más cercano en el tiempo, "Pocholo" Scasso, lo podemos definir como un clásico. Dependiente de la farmacia "Casabó", recorría con su motoneta "Vespa" toda la zona aplicando inyectables y tomando la presión arterial. Cuando apareció el problema de las alergias a la penicilina, esos pacientes, él me los derivaba.

El mismo "Cacho", también aplicaba inyectables, pero no era lo que más le gustaba.

Hasta aquí intenté transmitirles una idea de cómo era esa asistencia de practicante y enfermería por estos lares, en aquellos tiempos. Ahora veremos cómo trabajaba un médico recién iniciado y con la característica de ser nativo del lugar.

Hasta donde tengo información he sido el primer médico que pasó por la escuela 150 y luego ejerció en el mismo barrio. Por supuesto que mi querida hermana me antecedió, pero emigró y trabajó por otros lugares.

Si bien el practicante tenía sus peculiaridades, no le iban en zaga las del desempeño de un nuevo galeno. Hablé de apoyos y agradecimientos. Ahora en total justicia, tengo que agradecer a quien casi como con el alma me alquiló el local que a la postre fue mi consultorio. Poco hacía que el Banco Regional había cerrado y por ende dejado libre su local. Yo sabía que don Domingo Torres, era el dueño. Un día lo veo sentado junto con don Casiano Lozada, en el murito que separaba sus viviendas. Me animo y se instala el siguiente diálogo: "¿Don Domingo, alquila el local?" "¿Es para vos?" "Sí" "Sí, te lo alquilo" A partir de ese momento fui inquilino de esa familia durante treinta y ocho años, sin más documento que la palabra. A partir de abril de 1976 comenzaron las consultas lunes, miércoles, y viernes a la hora 17. Rápidamente se fueron prolongando cada vez más en el tiempo, terminando naturalmente pasada la medianoche, a la una o dos de la mañana. Por orden de llegada se atendía a todo quien lo solicitara. En el transcurso de la misma, al abrir la puerta del consultorio no faltaba quien decía: "Voy a cenar y vuelvo", u otro que decía "Cuando termines andá por casa que tengo a la vieja jodida" La respuesta era siempre la misma: Sí. Pero sumando consultas pendientes más nuevos llamados, las visitas nocturnas llegaban a veces hasta el amanecer. Lo más interesante de todo ésto, es que nadie se quejaba por las demoras; se podía llegar a las tres o a las cuatro de la mañana siendo el médico recibido con muy buena cara, y todavía agradeciéndole la concurrencia, le ofrecían café o caldo. Y así era. Muchas veces el auto se paraba al borde del camino buscando instantes de sueño reparador. No faltaba quien golpeaba los vidrios por si precisaba algo. "Estoy bien gracias" "Ahh…, bueno, chau" El auto era conocido, pero igual paraban por si "pasaba algo".

La mayoría de los llamados eran particulares. No todos pagaban. Algunos, al terminar la consulta y llegado el momento de retirarme, hacían silencio o miraban para el piso y en esa situación me retiraba, todavía diciendo, "…cualquier problema me avisan"; otros, risueños, te palmeaban la espalda diciendo: "gracias, gracias…" No faltaba el apretón de manos con cara de consternación que decía: "Que Dios te lo pague"; y también el "después paso por allá".

Nada más alejado que un afán mercantilista en lo anteriormente expuesto. Sencillamente lo cuento porque esas cosas pasaban, y si quiero recrear una época no debo omitir esos detalles, que muy ciertos fueron.

Estos casos eran los menos, de todos modos era tan alta la demanda que el retorno económico era más que suficiente. Pero aparte de lo monetario, casi invariablemente en cada domicilio al terminar la consulta te decían: "Abrí la valija" obsequiándote con frutas, verduras, productos de cerdo, conservas, vino, etc. En cada recorrida valija llena, y a veces entre los asientos. Recibía mucho más de lo que podía consumir. Aquel tipo de paciente disfrutaba agradeciendo y dando. Aparte del natural cumplido, nunca rechacé esas regalías en recuerdo a que siendo niño, mi madre preparaba igual ofrenda para cuando viniera el médico. En el porche de mi casa, era frecuente la aparición de similares atenciones sin indicación de remitente. ¿Sería de algunos de los que dijeron: "después paso por allá?

Sobre la puerta de mi consultorio lucía un cartel luminoso que decía: "Servicio nocturno" con dos números telefónicos que funcionaba como lo que después fueron las emergencias móviles.

Algunos familiares de pacientes se ofrecían para llevar y traer al médico, oferta en general no aceptada, porque ello bloqueaba la capacidad de desplazamiento del galeno. Lo que sí se hacía, era desde cada casa que tenía teléfono llamar y preguntar si había nuevas solicitudes. (Obvio no había celulares).

En esas condiciones no se iba a pedir trabajo a las mutualistas. Ellas venían al barrio, preguntaban en "lo de Cacho", y desde allí venían a la casa del médico a preguntarle si por favor no quería atender algunos pacientes que vivían por la zona. (Recordar que Paso de la Arena y el oeste era considerado rural, y el mutualismo no cubría esas áreas). Al aceptar la oferta, la mutualista se embanderaba con que tenía servicio y con ello mantenía y/o captaba nuevos afiliados. Recuerdo una que en tres meses con la oferta de ese nuevo médico, afilió 800 socios. Desde Carlos María Ramírez al oeste, en ese entonces, solamente existía una policlínica de una mutualista llamada C.A.M., ubicada en Luis Batlle Berres esq. Manuel Francisco Artigas. Posteriormente se dio la llegada de varias instituciones; unas quedaron, otras no, pero esa es otra historia que hoy no será abordada.

Otra característica de aquella atención es que el médico era polifuncional. No existía la posibilidad de pase para aquí o pase para allá. Lo normal era hacer de todo, como médico de campaña. Había que ser pediatra, cirujano, otorrino, ginecólogo, dermatólogo, etc., con mayor o menor suerte (para los pacientes). El hecho es que era normal atender partos, extraer cuerpos extraños de las fosas nasales y de los oídos, sobre todo en niños, atender bebés, hacer pequeñas cirugías (suturar heridas), cuerpos extraños en la vista, drenar abscesos, flemones, trombosis hemorroidarias, y lo que fuera. Había que apechugar.

Más de una vez, respondiendo a múltiples golpes apresurados, al abrir la puerta de mi casa entre tres o cuatro personas entran un cadáver; o lo mismo en medio de una consulta, gritos, apuros, y era un auto trayendo un cadáver que depositaban en la camilla bloqueando la atención, que había que continuar en la misma sala de espera.

Como ustedes saben los partos se atendían en domicilio. Tal vez casualidad, pero ahora estoy redactando estas líneas, en lo que fue la casa de la partera del barrio, que hoy, es mi casa. Se llamaba Juanita Luzardo y paradójicamente no tuvo hijos. Su esposo era el señor San Román. Esto lo cuento por la pura coincidencia que la casa de la partera pasó a ser la casa del médico, y además porque la conocí y generó en mí un aprecio que a muchos años de su muerte aún se mantiene. En la década del setenta ella ya no ejercía y algunos partos en domicilio seguían ocurriendo.

No olvido que una madrugada me vienen a buscar por un parto "de nalgas". Cuando llego me encuentro a la parturienta en cama, con sus piernas separadas y entre ellas, ya frío y sin la natural humedad, el cuerpo inmóvil de un bebé, pero con su cabeza dentro del útero de su madre. Tal vez uno de los casos más desagradables de mi vida, fue la maniobra de extracción de aquella cabecita inerte del cuerpo de su progenitora. Afuera en el silencio de la madrugada, sólo el ladrido de algún perro, adentro bajo una luz mortecina, viviendo el drama de la vida y la muerte, la madre, el padre y yo. Silencio. Nadie hablaba. Tampoco nos mirábamos. Envolvimos el feto y sin esperar a que expulsara la placenta los llevé al hospital. Cosas que pasan y que no se olvidan.

Como se imaginarán anécdotas sobran, pero sólo les voy a contar una que sucedió aquí en nuestro oeste, pero que podría haber sucedido en cualquier parte pues sólo traduce algunos aspectos del alma humana.

Era muy común que las personas mayores próximas a fallecer se dejaran en el domicilio y allí, con la atención familiar, se esperaba el inevitable desenlace. En vísperas de esta situación me piden que concurra para acompañar el momento. La paciente en su cama con ojos cerrados, respirando muy pausadamente, con un ritmo cardíaco caótico, y ya sin presión arterial. En determinado momento su corazón se detiene pero sigue respirando. Yo, sentado a su izquierda con su mano entre las mías, a su derecha de pie, sus cuatro hijos (dos varones y dos mujeres) en silencio. En ese momento levanto la vista, los miro y hago un gesto como que, "ya está". Una hija solloza, la otra habla y dice: "sí, ahora vienes a llorar, cuando te precisó no estabas y..." La interrumpe uno de los hermanos y dice: "Y vos que hablás, que nunca hiciste nada y te quedaste con…"

En ese instante, de la madre ya muerta, y por un último estímulo del centro respiratorio, surge un profundo suspiro como si fuera a despertar.

No olvidamos el silencio sepulcral que invadió la habitación y la actitud de congoja de aquellos cuatro hijos que antes del último suspiro de su madre ya estaban peleando por lo que cada uno había hecho o dejado de hacer. En el cementerio los cuatro hijos, como uno solo, acompañaron a su señora madre hasta su última morada. En realidad, nada nuevo bajo el sol.

Hemos hecho un repaso de lo habitualmente aceptado sobre la asistencia médica en la década del setenta. Sumamos algunas experiencias personales, y alguna anécdota. Además, hemos intentado cumplir con nuestro compromiso. Usted tiene la palabra, querido lector.

Rómulo Guerrini

 

FEBRERO 2018

Carnaval, Carnavaal, Carnavaaal…

Desde que los humanos habitan nuestro pla­neta, de alguna manera han expresado lo que sienten. El hombre primitivo, viviendo aislado o en pequeños grupos, expresaba indiferencia, violencia, deseo sexual, también dolor o tristeza. La alegría, a medida que ese hombre se fue so­cializando, expresada seguramente en diferentes formas. Ya no en su propia soledad o en su limi­tado grupo primitivo sino que fue más comparti­da y, precisamente, con otros grupos humanos que coincidían en ese sentimiento. Así fueron apareciendo las expresiones de alegría popular manifestadas de muy diversas maneras y trans­mitidas de generación en generación a través de los siglos y, aunque cueste creerlo, también de los milenios.

Desde siempre muchos pueblos han soporta­do guerras internas o con vecinos, por invadir o por ser invadidos. El sentimiento de poder y su­premacía es inherente al ser humano, el cual muy fácilmente se enreda en situaciones con las cua­les pretende perpetuar su predominio.

Pero no vamos a ocuparnos de guerras y odios, mejor hacerlo con ilusiones, fantasías y alegrías. La suma de muchos estados de eufo­ria y bienestar de cada habitante, termina sien­do pues, la alegría de un pueblo, que cuando se expresa, cuando se exterioriza, culmina en una fiesta popular. Coinciden los pueblos de la cultura occidental, de la que formamos parte, en expre­sar su alegría en determinados días del año lla­mados carnaval. Esta expresión popular la here­damos de costumbres existentes desde antes del cristianismo, de origen indudablemente pagano. Todos los pueblos de la antigüedad, en determi­nada época del año, se entregaban a grandes fiestas en las que reinaba loca alegría y extraor­dinaria algarabía. Los hebreos, a pesar que sus libros sagrados lo prohibían, celebraban enmas­carándose y usando disfraces, las fiestas en ho­nor de quién los liberó de ser conquistados. En Grecia se celebraban las fiestas en honor del dios del vino (Baco) llamadas Bacanales. En Roma se celebraban las Saturnales, en las cuales se les daba libertad a los esclavos permitiéndoseles usar la ropa de sus señores. También en Egipto, la fiesta del buey Apis.

Más allá del motivo, el denominador común era la exteriorización de la alegría popular con licen­cia de las obligaciones y libertad en las presenta­ciones con máscaras y extravagantes disfraces. En la edad media se mezclaban los intereses pa­ganos y cristianos, siendo las celebraciones pro­hibidas por algunos Papas y permitidas por otros.

Sin duda que estas fiestas reflejaban también el carácter de cada comunidad. Famosos fueron el carnaval de Venecia y el carnaval de Roma, sin embargo poco se menciona el carnaval de Lon­dres.

Hemos visto que cada pueblo manifiesta la alegría a su manera según heredadas tradiciones que van impregnando los recambios generacio­nales y a su vez, dentro de cada ejemplo, hay matices que se generan en los diferentes grupos participantes.

Antes de acercar a Uds. una visión de cómo, promediando el pasado siglo, se vivía esa fiesta popular en nuestro oeste montevideano, men­cionaremos algunos términos vinculados al tema como son:

Carnaval. Nos llega del italiano (carnevalle). Es una fiesta popular heredada de culturas ante­riores al cristianismo. Además de las menciona­das Bacanales y Saturnales, estaban las Luper­cales en honor al dios Pan.

Murga. El diccionario castellano lo define como” conjunto de músicos instrumentistas más o menos numeroso que, a pretexto de pascuas, cumpleaños, etc., toca a las puertas de las casas acomodadas con la esperanza de recibir propina”. Otras definiciones le agregan:”Orquesta destem­plada o de poco fuste” No nos concierne, y tampo­co académicamente sabríamos hacerlo, analizar esta definición, pero claramente se percibe que no la califica en su mayor valor desde el punto de vista musical. Y tal vez así sea porque preci­samente lo que la Murga busca no es ese tipo de lucimiento; lo que busca es transmitir un mensaje y que el mismo llegue y penetre profundamente en los destinatarios. Rápidamente diremos que en general es aceptado que la primera Murga que actuó en nuestro país se llamó “La Gadita­na”. Formada por un grupo de actores de zarzuela procedentes de Cádiz, actuó en 1906. (1)

Máscara. Figura por lo común ridícula, hecha de cartón u otro material, con la que una persona se cubre el rostro para no ser reconocida.

Corso. Viene de “coso” que significa espacio donde se corre. En Italia a las vías principales por donde transita mucha gente se les denomi­na Corso. En realidad es un barbarismo impuesto por la costumbre, y en nosotros rioplatenses, es sinónimo de desfile de carnaval.

Momo. Dios griego símbolo de la alegría y la buena comida. Presidente vitalicio de los festi­nes, los bailes nocturnos y el libertinaje. Dios de la burla, las críticas maliciosas y las agudezas. Solía ser representado muy joven con los cache­tes y la nariz enrojecidos por el consumo de vino. Es un Dios extraño. Él es su propio Papa; y su Santa Sede está en todos lados y en ninguno a la vez. Sus sacerdotes son millones en el mundo. Hablan todos los idiomas y bailan todos los rit­mos. Son hombres y mujeres sin discriminación, y cada uno de ellos es a su vez profeta de su advenimiento y resurrección anual. Su evangelio es desparramado a diestra y siniestra por miles de coros desafinados en improvisados altares en todo el mundo. Y a su influjo y mística toman la irrespetuosa comunión de sus orgías y baca­nales, millones de adeptos cada 365 días. Los juglares que llegaban a las cortes se encomen­daban a él antes de actuar. (2)

Lubolo. El origen del término se remonta al año 1874, según lo especifican crónicas de la época, con la aparición en nuestros carnavales de una agrupación integrada por blancos dis­frazados de negros que incluso pintaban sus ca­ras con el color de piel oscuro y cuyo nombre era “Negros Lubolos” (3)

Comparsa. Su origen viene del latín (compa­recer-acompañar). Conjunto de actores que apa­recen en escena pero no hablan. También, con­junto de personas disfrazadas del mismo modo que aparecen en festejos públicos o del carnaval.

Ahora sí, luego de un pantallazo general y aclarados algunos conceptos, vamos a ocupar­nos en cómo esa fiesta se vivió por estos lares.

Hemos comentado alguna vez sobre el tabla­do que a finales de la década del cuarenta se ins­talaba todos los años en la actual esquina de Luis B. Berres y Cno. Tomkinson. Pues bien, ese fue el primer escenario que funcionó regularmente y al cual concurrían agrupaciones carnavalescas. Ya más entrados los años cincuenta, los sábados se le agregaba el baile en el novel Club Social y Deportivo Paso de la Arena, y luego en los que llegaron a ser famosos bailes de “Los Paperos” (En la Sociedad de Fomento y Defensa Agraria).

En 1952/53 se inaugura el llamado “Barrio obrero”, y como complemento cultural se constru­ye anexo, un teatro de barrio que vino a sustituir al querido tablado y que funcionó a pleno hasta fi­nales de la década del sesenta. Era tan grande la concurrencia y tan intenso el entusiasmo popular que las fuerzas vivas de la zona deciden organi­zar un corso vecinal. Ya estaban los corsos oficia­les por 18 de Julio y por algunos barrios, pero no venían al Paso de la Arena. De todos modos, la identificación con el festejo era tan intensa, que no notábamos la diferencia. Era nuestro corso, y con un inédito sentimiento de pertenencia, así lo disfrutábamos. Muchas familias colaboraban con su “carro alegórico”; ello nos permitía ver vehículos de todo tipo, desde un cajón con dos ruedas remolcado a mano o con bicicleta, has­ta hermosos carros de cuatro ruedas primorosa­mente pintados y adornados con hojas de palma y flores. Por supuesto que el caballo estaba ves­tido de fiesta con sus arreos inmaculados y los cascabeles que no dejaban de recordarnos su proximidad. Arriba, en medio del primer asiento, el carrero, obeso, redondito, con camisa a cua­dros, cara roja rubicunda con bombachas, botas de cuero y la típica faja turca; todo él coronado por una inclinada gorra vasca que, al igual que el pucho apagado entre sus labios, nunca caía. Armonizaban con todo ello cuatro o cinco bellas muchachas, vestidas también con típicas ropas y desbordando una simpatía en su saludo, que a veces creemos que nunca más podremos volver a ver. No crean que era sólo uno, había varios y también carros de dos ruedas con similares es­fuerzos decorativos. También camiones de las diferentes granjas, llevando en este caso en la caja muchachos que se divertían ¡mirando a las muchachas! ¿Qué pavada no? Poca piel se veía, y mucha ropa, además de caretas y antifaces. Destartalados cachilos que a veces al ir despacio recalentaban su motor y echaban agua caliente y vapor hacía arriba quemando a quien se acer­cara. Tractores arrastrando zorras prolijamente arregladas con niñas (no tan niñas) con amplios vestidos de esos que dejan ver y no dejan, toda la belleza que Dios les dio. Entre los vehículos, ade­lante, atrás, y a los costados, una nube de gente caminando por el solo gusto de hacerlo; perso­nas solas, familias, grupos de amigos, etc. Algu­nos disfrazados, o con careta y otros no. Detrás de los cercos de las casitas (recordar que era el barrio obrero) las familias reunidas gozaban del espléndido espectáculo. Guirnaldas de luces de colores instaladas por la comisión organizadora cruzaban la calle cada pocos metros. La policía sólo para desviar el tránsito. Una vez constituido el desfile cada una daba las vueltas que quería y cuando la cosa comenzaba a aflojar sencillamen­te se iba para su casa. El circuito era por los cos­tados sur, este, norte (hoy Alfredo Moreno) luego Luis B. Berres, Tomkinson y recomenzar.

Nosotros, adolescentes, esperábamos ese día con ansiedad. Ya en el liceo pero con remi­niscencias escolares, nos poníamos la túnica y la moña cubriéndonos la cabeza con una bolsa de arroz de cinco kilos que ajustaba perfecto. Le ha­cíamos cortes para las orejas, los ojos y la nariz y así disfrazados disfrutábamos de un anonimato permisivo para ciertas travesuras que en reali­dad no hacíamos. Pintada la boca con un diente sí y otro no, con amigos de la cuadra, recorría­mos aquel circuito interactuando con todos en la plena inocencia del disfrute, al participar en una fiesta popular llamada corso. Esperábamos ese día casi como cuando esperábamos a los reyes; lo disfrutábamos antes, mientras nos vestíamos y preparábamos la careta, y durante, pues nos veíamos en un para nosotros nuevo mundo, inte­ractuando con gente desconocida y sin la cerca­nía de nuestros padres. Evidentemente estába­mos creciendo.

El día del corso, empezando la tarde, ya se escuchaba la red de altavoces “Roque” anun­ciando el evento y lo hacía con una pieza (no de­bían tener otra) que la pasaban una y otra vez y que decía: “Palo palo palo palo bonito palo eh, eh, eh, eh, palo bonito palo eh…” La fiesta co­menzaba a la nochecita, pero estando aún alto el sol comenzaban a instalarse, buscando el me­jor lugar, puestos que vendían papelitos, serpen­tinas y caretas. Estas eran de diferente precio, desde las simples (un cartoncito impreso) hasta las más caras que tenían diferentes formas he­chas en un molde con papel de diario, engrudo, y pinturas. Al otro día nos gustaba volver porque el volumen de papelitos acumulado superaba la altura del cordón de la vereda. Placer juntarlos y en bolsas de papel llevarlos a casa. Allí nos es­peraba el natural rezongo por juntar basura de la calle. Nuestra intención era guardar para cuando el próximo corso. ¡Nunca pudimos convencer a nuestra madre que nos estábamos iniciando en la cultura del ahorro!

Durante algunos años sólo fue vecinal hasta que llegaron los carros alegóricos de verdad. Qué fácil resulta hoy entender a los adolescentes y a los niños deslumbrados por candilejas y luces de colores! Basta para ello, recordar la emoción que sentíamos al ver aquellos enormes carros con máscaras, dragones, plataformas y cuánta cosa más, que encendían nuestra fantasía sin límites en la espera de la magia de la noche. Nadie pue­de olvidar aquellas jóvenes y su cortejo en un juego de luces y colores saludando y arrojando serpentinas al bullicioso público que respondía levantando los brazos como diciendo: “A mí! a mí!”. Acompañando el festejo circulaban decenas de cabezudos los que corriendo entre la gente sumaban notas de color y alegría jerarquizando la fiesta. Lamentablemente fueron dejando de concurrir cuando se fue generalizando la “viveza” de vaciarles los pomitos en la cara, a través de la mirilla, y ¡con cualquier líquido!

Aquellos vehículos eran enormes de verdad, concursaban por motivo, tamaño, belleza, etc. Algunos eran muy altos y no pasaban bajo las guirnaldas de lamparitas; para ello, la Comisión Organizadora disponía de ayudantes que cami­naban a su lado y con largos varejones levanta­ban los cables.

Y así al principio era auténtica fiesta barrial en la que todos formábamos parte contribuyendo a la misma. Al transformarse en oficial comenzaron a venir personas de otros lados y a suceder in­cidentes desagradables que, poco a poco, fueron llevando a la pérdida de aquella identidad familiar.

Una cosa que se sumó fue la aparición de la moda de los pomitos. Aparece en el mercado la oferta de pomitos conteniendo un líquido suave­mente perfumado con el cual se mojaba/moles­taba a otras personas. Sucedió que algunos se podían rellenar, y también sucedió que se pasó del pomito a mamaderas, infladores y cualquier instrumento que expeliera agua (u otros líquidos), inclusive jarras, baldes, etc. Por un lado la policía lo retiraba y lo destruía, y por otro lado en algunos domicilios se permitía reabastecerse de agua.

Piensen Uds. en lo que era el ya relatado corso vecinal, y comparen ahora con lo que terminaba siendo una verdadera guerrilla de agua en la cual no todos querían participar. Pasó la moda de los pomitos, y los corsos se siguieron programando hasta el día de hoy como ustedes los conocen.

Como les mencioné, había comenzado a fun­cionar el teatro de barrio, en el cual participaban los distintos conjuntos carnavaleros. Como anéc­dota recuerdo la noche que actuó la orquesta de Francisco Canaro. Al terminar la presentación, Canaro y sus músicos suben al ómnibus para re­tirarse, y como el mismo tenía una escalerilla en la puerta posterior de la misma, se colgó un raci­mo de muchachos para disfrutar de una coladera. Advertido el conductor, en reiteradas veces ace­leraba al máximo para luego frenar de golpe y de esa manera hacer caer a los inoportunos polizon­tes. Los de afuera claudicaron; ahora… ¿Y los de adentro? Me los imagino a todos apilados en el primer asiento con instrumentos y partituras!! Si bien los colados no eran ningunos santitos, siempre me quedó una imagen negativa de aquel ómnibus que los hacía caer, y por extensión de Canaro y su conjunto, aunque seguramente Don Francisco no habrá dejado de dormir por ello.

Queridos amigos, hemos hecho una peque­ña referencia a los orígenes de la fiesta popular llamada carnaval. Mencionamos el significado de algunas palabras y hemos contado cómo vivi­mos nosotros la llegada y presencia de esa fiesta en nuestro barrio. Saliendo de la adolescencia, la vida rápidamente me alejó de todo ello pero, por lo menos, les conté cómo yo lo he vivido y la impronta de satisfacción por, de alguna manera, haber participado en aquello.

Nota. (1), (2), (3).

Historia del carnaval. Revista “Mate Amargo”

Rómulo Guerrini

 

 

 

ENERO 2018

El canillita

Diario, diario, diaaaarios...

Tan normal y tan natural oír ese pregonar en algún momento de nuestras vidas, que ni llega­mos a tomar conciencia que han pasado muchas décadas desde la última vez que lo escuchamos.

Efectivamente: ¿Dónde estás canillita? ¿Dón­de estás, émulo* de Adrián Troitiño?

A propósito de otros temas, alguna vez co­mentamos lo implacable y descarnado que es el mercado. Hemos oído decir que las reglas del mercado definen el camino, y nada más cierto.

Esas variables condicionan nuestras vidas, y de ese modo los perfiles de la cultura popular.

¿Cómo entendemos ésto? Muy fácil: Siempre hubo hay y habrá, un gran número de personas ávidas por enterarse, por saber lo que sucede en nuestro país y en el mundo. Hace casi un siglo, la única manera de lograrlo era leyendo prensa impresa; y en el boliche, en el tranvía, en la plaza pública, en la casa, etc., el periódico elegido era el compañero infaltable de la mayoría de los hom­bres. Tan es así, que si nos piden cerrar los ojos e imaginar un caballero en la década del veinte, además del chaleco, la corbata y el sombrero, lo visualizamos con un periódico en sus manos. Era casi como una postal de la época.

En los años siguientes aparecen las primeras radios que, con sus informativos, seguramen­te restaron algunos lectores a la prensa escrita. Del cuarenta, al cincuenta, irrumpieron las salas cinematográficas inundando la ciudad y los ba­rrios periféricos, las que también se sumaron a la competencia con la prensa ya que era habitual, antes de la función, presentar los informativos de “Uruguay al día”. No sólo eso, sino que algunas salas exhibían noticieros de la guerra y otros eventos, en forma continuada. Sabemos de veci­nos de Paso de la Arena que periódicamente se encontraban en la sala del cine Ariel para ver los mencionados programas. Luego, promediando la década del cincuenta, nace la televisión que, con el canal 7 de Buenos Aires y con Saeta de nues­tro país, transforman en televidentes a otro grupo de nuevos ex lectores de periódicos.

Como vamos viendo, poco a poco y casi sin darnos cuenta, al único proveedor de noticias, que era la prensa escrita, le fueron apareciendo competidores que, de una u otra manera, le fue­ron quitando clientela enflaqueciendo un merca­do que inicialmente parecía indestructible.

Nos gustaría tomar foto a un instante de lo que fue ese inexorable proceso de decadencia de la prensa escrita en nuestro país, proceso que aún no se ha detenido y al cual se le han agregado nuevos elementos.

En cuanto a la foto, nos ubica ella en un perío­do que transcurre entre las décadas del sesenta y setenta, en el cual claramente vemos la desa­parición de varios de aquellos pregoneros.

Muchachos que tenían su venta de periódicos como agregada a otro ingreso, o que sólo eso hacían; unos casados, otros solteros, así se la “rebuscaban”. Podrían vender entre cincuenta y doscientos periódicos diarios, y con ello “paraban la olla”. Había muchos diarieros porque había muchos compradores de diarios, en suma: había mercado.

La foto consta de tres partes: Los diarios, los que los compraban y los que los vendían.

En cuanto a los diarios, estaban los de la ma­ñana y los de la noche. En algún momento algu­na empresa, para captar compradores, editaba los de la noche unas horas antes y así aparecía el diario de la tarde. En realidad arma de doble filo, porque los que salían de noche a su vez te­nían más tiempo para publicar noticias de último momento. Recordamos en la mañana, El Día, El Popular, La Mañana, y el Debate. Los clásicos de la tarde eran Acción, El Plata y El Diario. Por su­puesto que antes y después hubo muchos otros, pero me estoy refiriendo a los que recuerdo en ese período. Cada una de las publicaciones tenía detrás a las diferentes corrientes políticas, que usaban ese medio como manera de llegar a la población y captar potenciales votantes.

El Día, los domingos, traía su suplemento cul­tural con la infaltable tira de Tarzán en la última página. El Plata entregaba los miércoles un su­plemento que esperábamos con ansiedad para leer las aventuras del “Hermano Rabito”.

Los compradores

En cuanto a los compradores, casi podría­mos decir que eran, la mayoría de las familias. Muchos padres lo adquirían en el ómnibus o en algún kiosco, otros eran abonados mensuales vi­niendo el diariero a traerlo todos los días a domi­cilio. Algunas familias compraban a dos diferen­tes diarieros, uno de mañana y otro en la noche. Nuestros padres tenían el tiempo suficiente para leer el diario, y se transformaba casi en un ritual la lectura a determinada hora y en determinado lugar de la casa, para cumplir con la obligación de estar informado. Los niños no molestábamos por­que en general coincidía con la tarea de hacer los deberes escolares mientras la madre cocinaba la cena. Esperábamos ese momento para escuchar los comentarios del padre: que si hay guerra, que si no; que Churchill, que Stalin… Cuando apa­rece la T.V. esa costumbre se fue eclipsando, y recuerdo claramente lo difícil que fue decirle al diariero de la noche que dejara de venir.

Los vendedores

En cuanto a quienes los vendían, recuerdo a algunos de ellos, de otros me contaron.

La primera imagen que llevo conmigo, es la de un diariero moreno, que además era acróbata por cómo se prendía y desprendía de los ómnibus. Su lugar de trabajo era, de mañana en la calle Agraciada entre el parque Bellán y el puente del Miguelete. Recordemos que los ómnibus eran to­dos abiertos (menos el 1M que tenía puertas atrás y adelante) y que viajábamos colgados. Tampoco olvidemos que en ese lugar estaban las barreras del ferrocarril, que al cerrarse, generaban largas colas de vehículos aumentando el número de potenciales adquirentes de los recién editados matutinos. Este amigo pregonaba su mercancía todos los días, llueva o truene, con todos los dia­rios debajo de un brazo, colgándose con el otro de uno y otro ómnibus, calzando aquellas suel­tas chancletas que nunca perdía, sostenidos por una cinta de cuero y ordenados por nombre con finos separadores también de cuero. Habilidad única, lo destacaba del resto de la hu­manidad por su pericia al bajarse de espaldas de los vehículos en marcha con una plasticidad tal que no pasaba desapercibida. (Todos nos tirábamos con el coche mar­chando, y cuanto más rápido más hombres éramos, pero…, de es­paldas… ¡imposible!) Además de ello, cantaba su mercancía con voz fuerte, clara y sonora: “Día, Maña­na, Debate, Popular, Cine Radio Actualidad…” Una y otra vez, era parte del paisaje. A veces aparecía por la puerta delantera cuando era abierta para el descenso de pa­sajeros, o el mismo conductor le hacía el favor. Todo un personaje. Prendido a lo que era su fuente de trabajo: ofrecer algo que otros quieren.

En este lugar de mi relato me detengo y le pido a Ud., querido lector, un poquito de su pa­ciencia. Siento gusto en contar lo que Ud. lee, pero además me vienen a la memoria hechos vinculados de alguna manera a lo que estamos contando, que si no los digo ahora seguramente se irán conmigo el día que me toque partir. Son pavadas de adolescente, pero que de alguna ma­nera sirvieron para enseñarnos que en el camino de la vida hay cosas que sí, y hay cosas que no, se deben o no se pueden hacer.

Fascinado por la habilidad del moreno diarie­ro, y para demostrarles a mis amigos, que no era tan difícil, decido imitarlo. En Agraciada y Cas­tro se baja mucha gente y la plataforma queda “más liviana”; aprovechando esa situación me quedo en el último escalón y en cuanto comien­za el movimiento decido tirarme “marcha atrás”… El oscuro empedrado recibió a aquel envanecido estudiante, trastabillando y luego cayendo de es­paldas en medio de cuadernos y libros que sem­braban su entorno. Rápida levantada en medio de negativas observaciones de transeúntes que se arrimaron. A lo lejos, rumbo al puente del Mi­guelete, el festejo de mis amigos desde la plata­forma de aquel recordado 127. Cosas que pasan. ¡La culpa fue del moreno diariero…!

En mi casa…, en mi casa nadie se enteró!

Creo que todos llevamos dentro alguna anéc­dota o algún recuerdo de hechos que nos marca­ron. Yo hoy estoy feliz de haberlo contado.

Después vinieron las obras del viaducto, ya no fui de mañana a estudiar y le perdí la pista a aquel inolvidable personaje que, tenía además, la virtud de saludar a los pasajeros, incluido quien ésto escribe, por supuesto.

Los hermanos Ojeda

Ahora sí, más en nuestro Paso de la Arena recordamos, también por las mañanas pero en época de vacaciones, el lento y continuado “pis­tonear” de la moto de uno de los hermanos Oje­da (La Piba) que lentamente se desplazaba por Camino Cibils desde el Cerro en dirección a Cno. Tomkinson. Teníamos la sensación que la moto conocía el camino, pues mientras ella avanzaba por su ruta, su pasajero, con destacada habili­dad, iba haciendo pequeños paquetes de forma cuadrada con cada uno de los periódicos, los cuales eran arrojados con envidiable precisión en el domicilio de los clientes. Nunca hablamos con Ojeda, no conocimos su voz, el contacto no pasaba de un saludo con el brazo o un intento de atajar aquél cuadrado proyectil.

Nos contaron que era una persona muy lucha­dora, que trabajó en la estación de servicio de la familia Otero y que, después de intentar con una carnicería en San José (recordar la época de veda de carne), emigró a Buenos Aires. Su hermano también vendía diarios. Vivían en Cno. Buffa y Cno. Cibils.

Carlos y Fernando Colombo

Carlos Colombo. Vivía en Cno. Cibils casi Cno. Tomkinson. Trabajaba en Conaprole y aumenta­ba sus ingresos repartiendo diarios en el barrio. Fue de los primeros repartidores de periódicos en la zona allá por los años 1948-49. Los retira­ba de una sucursal de la Asociación de Canillitas que estaba en la calle Grecia, llevándolos en la parrilla anterior de una pesada (para nosotros) bicicleta que nunca pudimos dominar. Su herma­no Fernando, que trabajaba en el frigorífico “Arti­gas”, también repartía a pie al principio, luego en bicicleta y, como el negocio prometía, posterior­mente adquirió un triciclo a motor característico. Al verlo a la distancia ya sabíamos que encima de aquella máquina iba un conductor cuyo nombre era Fernando Colombo.

“Piñón fijo”

Alejandro Meliton. Por ese nombre siempre lo conocimos, aunque en realidad se llamaba Ata­nasildo Alejandro Ledesma Meliton. Oriundo de Rocha lugar al que siguió vinculado durante toda su vida. Más bien bajito, con gruesos lentes, car­gaba su mercancía en una bicicleta; a veces iba andando en ella pero muchas otras veces, sobre todo en sus últimos tiempos, caminaba a su lado.

Se dedicaba más al comercio de revistas que de diarios. Muy hincha y muy integra­do a la familia del Club Huracán. Cuando joven corría en bicicleta y de allí surge la anécdota de una carrera que hizo con pi­ñón fijo, y cuando llegó a la meta parece que se olvidó de ello y en vez de parar salió despedido hacía adelante como un proyectil. Desde ahí muchos lo apodaron: “Piñón fijo”

Enio Medina

También así lo conocimos, aunque en realidad su nombre era Enio De los San­tos. Trabajaba en UTE y repartía diarios de noche. Se le recuerda como de carácter alegre y muy bromista con la muchacha­da joven. Prendía fuego los “Judas” antes de tiempo, y aún persisten en la memoria anécdotas como la de la tarrina que co­mentaremos más adelante.

Tuvo dos hijas (Ecilda y Yaqueline) y un hijo (Oscar, mellizo de la última de las her­manas). Oscar, amablemente junto con su madre Haydeé, (una de las mellizas Conde) nos recibe en su domicilio, y con una mezcla de grati­tud, emoción y alegría, nos cuenta: “Fue una eta­pa preciosa de mi vida. Papá repartía diarios en el Paso de la Arena desde el arroyo Pantanoso hasta el camino Méndez. Entregaba El Diario de la noche y me llevaba en su recorrida. Los días que más vendía era cuando se publicaba el ca­lendario de pago a los jubilados. Los 24 y los 31 de diciembre era los días que más me gustaba ir con él porque todos me daban propina y con ello podía comprar muchos cohetes para el Judas. De lo que nunca me voy a olvidar, y ahora valoro en su real dimensión, es la actitud que tenía con los chiquilines de la calle: Resulta que cuando veía alguno que andaba como medio sin rumbo, él lo llamaba y le daba algún trabajito o algún manda­dito llevando diarios, pero luego, invariablemen­te, lo llevaba a mi casa y sentándolo en la mesa familiar le daba comida como si fuera uno más de nosotros”.

En ese momento percibo que su mamá, sen­tada a mi derecha, con la mirada iluminada y en silencio, hace un gesto afirmativo con la cabeza acompañando el relato de hechos en los cuales ella también fue protagonista.

“El Perungo”

Así se le llamaba a un muchacho que repartía sobre todo en la zona de Cno. De la Chimenea. Tenía un trabajo fijo como empleado en el Cha­let de García (Tomkinson y Vecinal) Repartía pe­riódicos por la tarde terminando su recorrido en la parada “Pérez” (Del tranvía), lugar donde se quedaba conversando con amigos hasta vender los que le habían sobrado. La anécdota es que un día, ya de nochecita, dos hermanas de uno de sus amigos se vistieron como hombres y se pararon a cierta distancia de ellos en una actitud que les produjo miedo. Tal fue el susto que “El Perungo” y su amigo corrieron hasta la casa de un vecino (don Julio Trifoni) a pedir ayuda. Muy mal parados quedaron cuando, entre burlas y ri­sas, don Julio descubre que los malhechores no eran más que las hermanas de uno de ellos.

Isolino Fernández (Pelotón)

Ya más cercano en el tiempo: ¿Quién no co­noció al “Gordo Pelotón”? Gran obeso, sin com­plejos. Al contrario, disfrutaba su condición física en tal medida que, en oportunidad del concurso para Rey del Carnaval (El Marqués), comía y co­mía grandes potes de avena con leche y fainás enteros para aumentar de peso. Repartió a pie, en bicicleta, en ómnibus, en moto, en carro; pero siempre arrojando los paquetitos también con pasmosa* precisión. Cuentan que, por divertirse, se arrojaba desde el puente del tranvía en el arro­yo Pantanoso, levantando una ola tan alta que mojaba a quienes estaban sobre la baranda de dicho lugar.

Casiano Audifred. (El Ruso)

Supimos hacer “buena liga” con él y su fami­lia. Lo conocimos cuando se instaló en un quiosco típico para venta de diarios, revistas y golosinas donde hoy se en­cuentra la parada de taxis de Paso de la Arena. En realidad donde hoy es calle, porque esa parte fue ensanchada. Des­pués se instala enfrente, pegado a lo que era el “Bar Añón”, donde sigue hoy su hijo con una ampliada oferta comer­cial. Luchador incansable en defensa de los más desposeídos, tenaz defensor de sus convicciones, de las que no abdicó a pesar de lo que tuvo que soportar. Su incomparable sentimiento solidario lo impulsó a recorrer estoicamente todo el país en un carro, recogiendo voluntades para donar sangre. Vivió encarnando preceptos Artiguistas que intentó aplicar a ultranza, y defendió versiones de la historia con las que logró que se decla­rara a Paso de la Arena centro histórico, en relación al éxodo del pueblo oriental.

Injusta la vida en el momento de su partida demorando un diagnóstico que, hecho a tiempo, tal vez nos hubiera hoy permitido disfrutar de su compañía y experien­cias.

Tito Alves y Luis Laborde

Dos compañeros de escuela que también en algún momento incursionaron en el reparto de periódicos en nuestra zona.

Estos muchachos todos conocidos entre sí, por fuera de lo comercial, gozaban un vínculo de vecindad y amistad envidiable. Tan es así que algunos de ellos tenían, junto con otros amigos, un grupo que, en turismo, viajaba en camión a acampar en diversos lugares del interior. En uno de esos viajes se produjo la mencionada anécdo­ta de la tarrina:

Enio de los Santos y Casiano Audifred par­ticipando en una de esas salidas reciben de un adolescente de 14 años, el pedido de ir con ellos. Se le dijo que sí pero Enio, que como ya mencio­namos era muy bromista, llegando al límite con San José (La Barra), le dijo que la policía no per­mitía que viajaran menores en esos camiones. Para evitar ser detectado por la autoridad le di­cen que se meta en una tarrina que llevaban para luego usar como recipiente para el agua, y que se quedara quieto hasta que le avisaran. Aquel ado­lescente, entre tullido, acalambrado, y dormido, horas después es extraído de aquél incómodo y ocasional camarote ¡Llegando a Paysandú!

No tuvo que pagar, pero no sé si le habrán quedado ganas de repetir tan particular experien­cia. Pretendimos con esta nota, evocar y rendir un homenaje a aquellos canillitas que hicieron historia en la zona.

Lamentablemente lejos, muy lejos quedaron aquellos pregoneros que grabaron en nuestra memoria el inolvidable grito de: Diario, diario, dia­aarios…

Agradecemos a: Enrique Fortes, “Tito” López, Carlos Otero, Antonio Pereira, Dionisio Rodrí­guez, Juan Tous; Oscar de los Santos, que han compartido sus vivencias y recuerdos, lo que nos ha permitido, enriquecer con sus invalorables aportes, esta nota.

Rómulo Guerrini

* emulo, la

Del lat. aemŭlus.

1. adj. Competidor o imitador de alguien o de algo, pro­curando excederlo o aventajarlo.

* pasmoso, sa

1. adj. Que causa pasmo (admiración y asombro).

2. adj. desus. Perteneciente o relativo al pasmo (enfria­miento).

 

DICIEMBRE 2017

Cañada Bellaca

Si tuviéramos que describir un arroyo diría­mos que corresponde a un curso de agua que se desplaza siguiendo una pendiente, des­de su nacimiento hasta llegar a otro mayor o directamente a un mar. En nuestro país, a los más pequeños, no navegables, se les denomina cañadas.

¿Si tuviéramos que ponerle alma?

En ese caso puede ser el mismo curso de agua, pero agregándole comentarios acerca de lo vivido en su entorno, y dándole gracias a la naturaleza por allí haberlo puesto. Esto puede darse con cualquier curso de agua; de hecho te­nemos infinidad de canciones y de poesías refe­ridas a ello en todo el mundo.

¿A la Cañada Bellaca, alguien le cantó algu­na vez? No, hasta donde puedo saber.

¿Es que nadie la quiso? ¿Es que nadie allí se enamoró? ¿Es que en sus aguas no hubo trage­dias? ¿O es que todo se olvida?

Si escucháramos su voz, le oiríamos decir que desde la creación fue feliz cumpliendo con su misión de llevar el fruto de su fuente hasta el destino natural rumbo al mar. Nos contaría que cuando los primeros humanos habitaron sus márgenes ella los convidó con sus vírgenes aguas y que posteriormente los indios cazaron en su entorno, alimentándose con frutos silves­tres. Nosotros no lo vivimos, pero ella sí y, entre los dulces acordes de la melodía de sus aguas, eso se escucharía.

Más cerca en el tiempo, aparece el hombre moderno y la historia empieza a escribirse. Des­de la época de la colonia los campos se fueron dividiendo y fue un ciudadano inglés, aficionado a la caza, que se enamoró de la fertilidad de la tierra y de la belleza del lugar adquiriendo varias fracciones en la margen izquierda de nuestra ca­ñada. Su nombre era Tomás Tomkinson. En la segunda mitad del Siglo XlX edifica una casa de descanso y funda lo que fue la chacra “La Selva”. Construyó dos represas que generaron sendos lagos, en los cuales, los muchachos de la época, me contaban de los enormes bagres y tarariras que allí pescaban. (Me pregunto cuánta verdad y cuánta fantasía en esos octogenarios cuentos. Pero así los escuché).

En la segunda represa, una vez constituído el parque público, (abril de 1932) el municipio construyó un edificio para servicios higiénicos tomando el agua con una bomba desde el mis­mo lago. Actualmente sólo quedan restos de todo aquello. Desde allí hasta el Camino Cibils ella se desliza entre el parque en su margen izquierda y los campos de la familia Myette en la margen derecha. Familia de alfalferos, cuya casa era el edificio donde hoy funciona la escue­la Nº 188. Ese lugar actualmente corresponde al barrio “Las Torres”.

Continuando su recorrido, luego de pasar Ci­bils, el cauce hace una pronunciada curva hacia la izquierda para luego de compensarla, irse ha­cia los fondos de la escuela Nº 150, buscando la desembocadura en el arroyo Pantanoso. Se desliza entre las propiedades que fueron de las familias Cabrera, Peyrá, y de mis abuelos.

Familia Cabrera

La familia Cabrera era de inmigrantes cana­rios. El padre se llamaba Toribio y tuvo seis hi­jos: Toribio, Felipe, Félix, Gapo, Sara y Felicia. Esta última, ya mayor, fallece ahogada en las aguas de la cañada arrastrada por una crecien­te. Nunca se supo si fue accidente o suicidio. La vivienda era de terrón y techo de paja, con la clásica puerta de media hoja manteniendo la de abajo generalmente cerrada para evitar la entra­da de los perros. Inolvidable el gusto de la cerve­za negra elaborada por Sara, con un dejo dulzón similar a la malta. Imaginen lo que sentía un niño de seis u ocho años cuando su mamá le decía: “Andá hasta lo de Sara y llevale estos huevos, ¡no te caigas!”.Ese niño no se caía porque “iba volando” por los senderos de tierra (por supues­to descalzo), pero… ¿Por qué tanta obediencia? Él sabía que al final de la carrera estaba aquella viejita que, a pesar de tener un pañuelo sobre su encanecida cabeza coronando su encorvada fi­gura, a pesar de tener aquellos labios hundidos sobre la prominente mandíbula y un lunar con pelos en su mejilla izquierda, seguramente ella con maternal gesto le diría: ¿querés cerveza? La más esperada de las preguntas tenía de an­temano pronta la respuesta. Sólo mediaba que fuera hasta el pozo y elevando un balde retirara de él una botella de barro cocido (cerámica) con tapón de loza y goma conteniendo el deseado elixir. Vuelta a casa: “Mamá, Sara me dio cerve­za”. “Muy bien”, por toda respuesta.

Esta familia, el más absoluto ejemplo de buen vecino, (de lo que no se hablaba pero sí se prac­ticaba) vivía de cultivar su tierra manejando una economía de subsistencia vendiendo lo que no consumían. Disfrutaban del bien ganado afecto y respeto de sus vecinos a los cuales siempre ayudaban en las tareas en que fuera necesario. Eran los únicos del lugar que tenían una carreta tirada por bueyes, la que era usada para aca­rrear alfalfa o chala hacia los galpones. Mi her­mano Jorge y quien ésto escribe, siempre peleá­bamos por ser el primero en subirse a la punta de la parva transportada en la carreta. ¿Es que podría haber más lindo paseo? También vincu­lado a esa carreta, recuerdo una vez que a un señor ruso que trabajaba y vivía en la casa de mis padres, se le ocurrió mover un camioncito para poder cargarlo mejor. Sucedió que en vez de poner marcha adelante puso marcha atrás y dicho vehículo terminó al final de una amplia escalera en el fondo de un sótano. Atribulado, el novel conductor, (mi padre no estaba) sin saber cómo arreglar aquel pastel, decide llamar a To­ribio y Felipe quienes una vez más me permitie­ron ver cómo aquellas enormes bestias parsimo­niosamente guiadas con el “Ohhh, Ohhh, Ohhh” trabajaban, y poco a poco aquel camioncito fue saliendo a la luz desde las penumbras de un só­tano al cual nunca tendría que haber bajado.

Los hermanos Cabrera, salvo Félix, no tuvie­ron descendencia. Fueron falleciendo en la dé­cada del cincuenta. Quedó de ellos el recuerdo de un grupo de hermanos solteros, buenos veci­nos, dispuestos siempre a dar una mano; en mí la imborrable imagen de ver llorar a mi padre al recibir la noticia: ¡Había muerto Sara!

Del posterior abandono, destrucción y desa­parición del rancho: nada recuerdo. Tal vez me­jor así sea. Es una manera de evitar el dolor que produce la desaparición de un entorno en el cual fuimos felices. Sí sé, que en ese lugar, posterior­mente, se instaló la curtiembre “Pieldoro”, que durante años fue fuente de trabajo para muchos amigos y vecinos.

Domingos de camping

Tenemos que referirnos a la Cañada Bella­ca y sin embargo nos estamos extendiendo, aparentemente, con otros temas. Dije y reafir­mo lo de aparentemente, porque si tomamos el curso de agua como tal, no es más que eso, si tomamos cada una de las historias menciona­das como tales, tampoco son más que eso; pero cada una es lo que es en función de lo otro. Todo es un contexto armónico en el que cada cosa y cada historia tienen su lugar y su espacio en el tiempo. Los asentamientos familiares se hicie­ron en ese lugar porque allí estaba el agua, y las historias surgen porque alrededor del agua hay seres humanos, hay vida. La pretendida historia de la cañada es la de la vida que por ella, en ella, y a su alrededor transcurre.

Cometeríamos una falta si no mencionamos que en las primeras décadas del siglo XX era costumbre que grupos de italianos, generalmen­te empleados de grandes casas comerciales, usando el Ferrocarril del Norte, llegaban a Paso de la Arena y acampaban precisamente en las orillas de la bellaca cañada. He visto una foto de uno de esos eventos y me llamó la atención los varios instrumentos musicales y el hecho que estaban todos de cuello y corbata, además que no había ninguna dama. Tuve la suerte de ver en ella al viejito Toribio, según mi padre me lo señaló. Olvidé lo obvio: Todos con sombrero, y algún niño, que lo había, con gorra.

Los campos de la familia Peyrá se extendían desde la margen derecha hasta la calle Edelmi­ro Mañé (hoy Mirungá). Su casa aún se mantie­ne en Cibils y Mirungá. En esos campos vivía “El Griego”. Para nosotros niños un misterioso personaje por varias razones.

Vivía solo, ele­mento suficiente en aquella época para marcar la diferencia, aunque no lo crean. Era ermitaño, pues no tenía vínculo con sus vecinos. Su rancho era el único lugar al cual nun­ca entramos, ni nos acercamos. Estaba rodeado de transpa­rentes que impedían poder visualizarlo. A él, sólo lo veíamos cuando sembraba maíz, pero siempre desde lejos, no le conocimos la cara ni la voz. Tampoco se comunicaba con nuestros padres. En suma, para nosotros niños, todo un miste­rio el origen y la vida de ese hombre que ocuparon nuestra nunca satisfecha curiosidad.

También debemos mencionar que, finalizan­do la década de los cuarenta, un Sr. de apellido Morixe, instala una planta procesadora de toma­te llamada Acarú. Vemos sus restos en el cruce de Camino Cibils y la cañada. La hora de entra­da y salida del personal se marcaba con un pito a vapor que si hoy lo escuchara lo reconocería al instante. Con ella llegó la automatización al barrio, pues tenía una máquina que sellaba las latitas, pero… ¡a mano y una a una!

¿Qué nos dejó la cañada?

Cariño, apego, grata imagen, agradecimien­to, todo ello reunido en una sola palabra: nos­talgia. Sólo evocar su nombre nos ilumina la mirada como fiel reflejo de la alegría del alma. Quién puede olvidarse haber visto de lejos su cauce, bordeado de añosos sauces, con aquella lengua de tierra formada por la segunda curva, siempre verde siempre fresca, en la cual un ta­jamar oficiaba de piscina. Sus extensos cartu­chales, que teñían de blanco toda la superficie a ambos lados del cauce extendiéndose entre el verde follaje, hasta donde la vista lo permitía. Sus aguas transparentes que muchas veces, sin reparos, saciaron nuestra sed. Las expediciones “de pesca” que hacíamos a los remansos donde con coladores (sustraídos de la cocina) atados a un palo, juntábamos suficientes mojarritas como para llenar frascos de vidrio que con gran ilusión llevábamos a nuestra madre para que “nos coci­nara pescado”. Nos dio la oportunidad de ser in­dios (del Siglo XX), pues después de colocarnos las plumas en la cabeza (pobres gallinas), nos armábamos con arcos, flechas, lanzas y dardos, constituyéndonos en un verdadero Malón que asustaba a cualquier desprevenido, siendo ese entorno natural, ideal para aquellas correrías.

Nos dejó también la ilusión frustrada de ser ingenieros. Como en aquella época tanto se ha­blaba de la “gran represa” de Rincón del Bonete, nosotros niños y “dueños de nuestro río”, tam­bién como “grandes ingenieros” en un estrecha­miento del cauce construimos la nuestra, cuyas tablas allí quedaron enterradas para siempre.

El susto de la crecida

No todo fue tan lindo. En alguna oportunidad supo darnos miedo. Es que cuando llovía mu­cho, en pocas horas crecía y como la margen derecha era más baja, en algunos sectores se inundaba. Un viejo puente hecho con troncos y sin barandas nos permitía cruzar a ese lado. Sa­bíamos cuándo iba a crecer y con mis hermanos íbamos a ver aquél espectáculo que realmente asustaba. Toda la parte baja se transformaba en un tumultuoso torrente cuyo sonido imitaba al de un mar embravecido. Una vez, luego de horas de lluvia decidí ir solo a ver aquel siempre reno­vado espectáculo. Como aún lo permitía crucé el mencionado puente hacia la zona baja para ver mejor cómo venía la crecida viéndome de repente lejos de él y ya con una lengua de agua bloqueando mi retorno; aprendí lo que es sentir pánico, sin nadie a quién gritar sabía que que­darme allí significaba que me ahogaba. ¡¡Qué dirían mis padres!! No había otra alternativa que volver, cosa que hice atravesando unos quince metros de correntada con el agua hasta la rodi­lla, para llegar hasta el más hermoso (para mí en ese momento) de los puentes del mundo. Ya del lado seguro miro hacia atrás y era todo un inmenso mar imparable. Empapado y asustado, corrí y corrí hasta mi casa buscando el calor de la cocina a leña y la atención de mi madre. ¿Qué si le conté lo que me había pasado? ¡¡Por su­puesto que no!! ¿Para qué? ¡Todavía una paliza encima! Hasta hoy me pregunto si a Felicia le habrá pasado lo mismo.

Analizando el relato nos preguntamos ¿Cómo ese niño solo frente a tamaño riesgo? Adelantán­dome a la respuesta les digo: Era así. Siempre andábamos en grupos por diferentes lugares y nuestros padres tranquilos. Esa vez estaba solo.

Amor en la cañada

¿Y el amor? Exultante expresión de ello y de vida es la naturaleza en primavera. Las aves con sus cortejos, las flores, los cultivos, el perfume de azahares, nos envuelven invitándonos a par­ticipar. Nosotros, ya ado­lescentes, algunos más creciditos que otros, parti­cipábamos de esa fiesta. Teníamos nuestro cuadro de futbol y como todo, cuando podíamos lo ar­mábamos y jugábamos. Una mezcla de decepción y enojo era cuando al in­vitar al que era el mejor goleador del cuadro, re­iteradamente negaba su concurrencia. No enten­díamos el por qué, y su timidez le impedía darnos explicaciones. Lo que no le impedía era irse con su proyecto de noviecita a pasar idílicos momentos en aquel paraíso. Pasó el tiempo y ese proyecto na­cido a orillas de “la bella­ca” cristalizó en una her­mosa familia con hijos, nietos y todo lo necesario para ser dignamente feli­ces.

Pues bien, de diferen­tes maneras a través de este relato he querido darles a ustedes, pinceladas sobre una corrien­te de agua que se encuentra en el lugar donde pasamos nuestra infancia y adolescencia. Histo­rias que se corporizan a través de vivencias, en este caso mías, pero que seguramente muchas más las hay y las hubo. ¿Se habrán escrito?

Muchas personas ni saben de su existencia. Muchos pasan a diario sobre ella en el puente de Camino Cibils y no lo registran. Otros la ven sin que despierte en ellos ningún sentimiento. También hay quienes la usan de basurero, la­mentablemente.

En lo personal, aquello ya murió. La necesaria canalización la rectificó en parte, y destruyó sus floridas márgenes. Todo lo relatado ya fue. Esas imágenes quedarán en el recuerdo de quienes las grabaron, mientras vivan, después… des­pués: los niños ahora allí no juegan, ni juntan flores silvestres para sus madres.

Rómulo Guerrini

 

SETIEMBRE 2017

Zapatero a tus zapatos

Muchas veces hemos oído esta expresión a propósito de situaciones cotidianas que nos recuerdan que cada uno de nosotros tiene que ocuparse de lo que sabe, o en lo que es diestro, dejando para otros las tareas o temas en los cuales no somos los mejores. Nada tan cierto, nada tan verdadero, razones que explican la permanencia en el tiempo del mencionado refrán, y con vigencia plena.

¿Es que nos ocuparemos hoy del refranero? Sería interesante, pero el Rescate de la Memoria nos lleva, en esta oportunidad, por otros senderos.

Alguna vez hablando sobre los transportes co­mentamos que el medio para trasladarse más anti­guo y más seguro eran nuestras piernas. También dijimos que era el más práctico y el más econó­mico. Un todo terreno, siempre pronto, que como nos lo habían regalado al nacer, muchas veces no lo valorábamos en su real dimensión salvo cuando flaqueaba.

Pues bien. Esas piernas: ¿En qué se apoyan? Naturalmente, en nuestros pies.

Querido amigo: Si Ud. hace un pequeño alto en la lectura y vuelve al título empezará a comprender hacia dónde vamos. ¿A los zapatos tal vez? Sí, za­patos y zapateros ocupan nuestra atención en esta oportunidad.

Muy lindas las piernas, musculosas, a veces velludas las de él; esbeltas, armónicamente pro­porcionadas las de ella, pero ambas necesitan de sus pies y del calzado que los proteja.

Mirando vidrieras vemos infinidad de ofertas de calzado de todos los tipos. De vestir, de trabajo, de lluvia, deportivos, etc. De goma, de plástico, de lona, de otros materiales sintéticos, de diferentes cueros, etc. En ésto último, tanto más elevado el precio como más escaso es el pobre animalito que le tocó ser estímulo a nuestro ego. De todos colo­res, con o sin cordones, con mayor o menor taco, todas las variedades que se le ocurran al diseña­dor…, y más también.

Enorme oferta, enorme variedad y un único fin: vender. Utilizando una ineludible necesidad, como es la protección de nuestro pie, se creó un enorme mercado industrial y comercial que no nos atañe analizar.

¿Fue siempre así? Parece que no. No nos ima­ginamos al hombre primitivo calzando Hush Pup­pies o a la mujer primitiva con un estilizado Ricky Sarkany.

Como en toda sociedad, los primeros en acce­der a un beneficio son las clases más acomoda­das. En este caso fueron reyes, integrantes de la corte, el clero, etc., los que inicialmente protegie­ron sus pies.

Fueron los Asirios, los Griegos, y los Egipcios quienes nos dejaron en sus pinturas y en sus tumbas muestras de esos calzados. Primero fue­ron sandalias, luego los zapatos y las botas. Pre­dominantemente las mujeres, y sólo en el interior de las viviendas, usaban un calzado llamado za­patilla muy similar a lo que hoy conocemos como pantufla.

A través de los siglos el uso del calzado, sobre todo en las ciudades, se fue generalizando y en función de ello surgió un importante y necesario oficio: el de zapatero.

Todo el trabajo era manual o con pequeños ins­trumentos de tipo artesanal hasta que, a mediados del siglo XIX, surge en Estados Unidos la mecani­zación y nace la industria del calzado. Extendida a todo el mundo dará ocupación a miles y miles de obreros. En paralelo al crecimiento de la industria fue disminuyendo el número de zapateros fabri­cantes, transformándose muchos de ellos, en za­pateros reparadores tal cual llegamos a conocerlos siendo niños. Este oficio también fue y es acorra­lado por la industria, porque con los nuevos mate­riales y con la importación de unidades a muy bajo precio, es cada vez menos atrayente la reparación.

Hasta aquí un bosquejo muy somero de la his­toria del zapato y la humanidad. Ahora una rápida mirada del zapato en “nuestra humanidad”. Sí, rá­pidamente les cuento cómo usábamos ese artículo en el oeste granjero en la segunda mitad del siglo pasado.

Miro mis pies y si bien no lo recuerdo, los he vis­to en esas fotos familiares cubiertos con escarpi­nes o con primorosos zapatitos de bebé. Sí recuer­do la etapa de hombre primitivo: siempre descalzo. Nadie me rezongaba, era costumbre. Volver de la escuela al mediodía y tener toda la tarde para mí, en total libertad, entre los hombres que trabajaban la quinta y… ¡descalzo! Lo recuerdo con enorme placer y agradecimiento. ¿Vemos hoy niños des­calzos? ¡No! Para nosotros era normal. José, un inmigrante ruso que trabajaba en la quinta, jamás se calzaba. Nosotros niños, mis amigos y yo, en la hora de descanso íbamos con él y jugábamos a pincharle con clavos sus talones que parecían suelas, y él se reía de nuestra curiosidad. Descalzo era más fácil trepar a los añosos sauces al borde de la cañada, a los ciruelos y a los damascos para poder así saborear el exquisito fruto nacido de sus flores. Lo que se transformaba en un inconveniente insalvable era caminar por la alfalfa recién segada. ¡Imposible! Los cabitos, rectos y duros, se conver­tían en penetrantes agujas en nuestra piel. Tampo­co podíamos acercarnos al castaño pues a veces no veíamos, en el suelo entre las hojas, los frutos caídos, pero los sentíamos cuando las espinas nos hacían recordar su presencia.

Clap, clap, clap…, ahí vienen los zuecos. Tie­rra y árboles, descalzo. Establo y bodega, calza­do. ¿Pero con qué? Para trabajar con los animales (cama, estiércol, ordeñe) se usaban zuecos, para trabajar en la bodega también. Mi padre me los compraba acorde a mi pie. La base era una made­ra de casi tres centímetros de espesor y la capella­da de un cuero color ocre, muy duro, claveteado a la plataforma. Para que el pie ajustara al calzado y no se lastimara por la rigidez del cuero, era envuel­to en tiras de arpillera. Recuerdo el calor que daba la arpillera y la sensación de protección que trans­mitían aquellos zuecos al andar pisando el agua en la bodega o el estiércol en las caballerizas, y el placer de pisar las castañas o quebrar los cabitos de alfalfa bajo la suela.

Todo pasa y el zueco quedó atrás. Apare­cen las alpargatas “Rueda” con suela de yute. Mi mamá me mandaba comprarlas a “lo de Yuly”, el almacén de enfrente; allí me las probaba y ya me venía con ellas puestas (iba descalzo). ¡Qué placer sentir aquello almohadillado bajo mis pies! Lo malo es que, a diferencia de los zuecos, no me protegían de las maderas sueltas con clavos ha­cia arriba, y más de una vez terminé con mi madre colocándome apósitos de aceite caliente alrededor del punto de entrada del clavo.

Después las zapatillas “Incal”, lindas para ju­gar al fútbol. Yo jugaba generalmente de golero, y con aquel calzado me sentía como un resorte en el arco. Si bien era un placer usarlas, no era tanto al momento de quitarlas, sobre todo para quienes nos rodeaban, a menos que estuviéramos fuera o con las ventanas abiertas. La combinación de goma y transpiración del pie generaba un aroma difícil de soportar.

Con los que no hice buenas migas fue con un par de zapatos de charol que me compraron para tomar la primera comunión. Negro brillante, se veían de todos lados, y me parecía que todo el mundo me miraba. Los usé ese día y, a pesar del enojo de mi madre, nunca más me los quise poner. Después, aquí también llegó el plástico y los mate­riales sintéticos y eso es otra historia.

Pues bien querido lector; zapatos por allá, za­patos por aquí, pero… ¿quién los arreglaba?

No sé cuántos artesanos zapateros hubo en nuestra zona, sí sé, de dos de ellos que dejaron su impronta. Uno (El Tito Sessini) falleció con 93 años en 2005. El otro (Juancito Tous), pasando los 80 sigue prendido a su martillo y a su “tres pies” como hace más de cinco décadas.

“El Tito” Sessini.

“Con media suela y taco”

Sessini, nació en Paso de los Toros (Tacuarem­bó) en 1912. Su padre, inmigrante italiano, se ocu­paba de construir y reparar viviendas, sobre todo en las estancias. Siendo niño contrajo poliomielitis, cuya secuela no le impidió trabajar como obrero en la construcción de la represa de Rincón del Bo­nete. Finalizada la monumental obra, Tito, al igual que muchos, quedó sin trabajo y decide emigrar a Montevideo. Al inicio vivió en pensiones y se man­tenía haciendo changas. Mientras tanto concurría a U.T.U. en donde estudió y se recibió de su oficio de zapatero. A la vez desarrollaba militancia políti­ca en el Partido Colorado teniendo un comité en la ciudad vieja con el grupo de Alba Roballo y Zelmar Michelini, consiguiendo posteriormente un empleo en el Poder Judicial. Casado, con dos hijos, con empleo y oficio, decide afianzarse y buscando casa para alquilar la encuentra en el Paso de la Arena.

En la vieja Avda. Simón Martínez, número 6411, frente a la balanza de vialidad que allí hubo, vivía la familia Mujica Cordano, quien ofrecía en alqui­ler una vivienda a los fondos de la principal. Poco tiempo vivió allí nuestro amigo zapatero, para tras­ladarse luego a otro domicilio en la misma calle pero más hacia la calle Tomkinson, en el número 6549. Allí estaba para alquilar el edificio en el cual había funcionado la primera escuela de la zona, propiedad en ese momento, de Margarita Cabrera, catequista de la capilla Schiaffino. Desde 1959 y por muchos años esa dirección, “lo de Sessini”, era sinónimo de “El Zapatero” y a ese lugar todos llevaban sus zapatos y carteras de cuero desco­sidas para reparar. El arreglo habitual era media suela y taco. Como en esas edades éramos muy destrozones de calzado él preguntaba:” ¿con cha­pitas?” La respuesta era siempre “Sí”. Esas chapi­tas eran placas de metal con forma de media luna que se aplicaban en la parte externa de la suela y en el taco, para que el arreglo durara más tiempo. Por supuesto que quienes teníamos ese agregado a distancia delatábamos nuestro andar, por el con­tinuo golpeteo del metal en el piso. La anécdota con él fue cuando un día, y no me pregunten por qué, llené con zapatos viejos una bolsa de arpi­llera, la puse en un carrito con el cual jugábamos y me aparecí en su casa con mi carga. Siempre contento y risueño, la toma por el fondo y dándola vuelta desparrama su contenido en el piso. Al ver todos aquellos zapatos viejos, resecos, descolori­dos, inclusive algunos sin compañero me mira y me dice:” ¿Quién te mandó?” Ante la falta de res­puesta, junto con su esposa que en ese momento entraba, conjugan la más paternal de las sonrisas generando en mí esa imborrable imagen que hasta hoy perdura.

Juancito Tous continúa

pegándole en el clavo

Juan Tous, nació en Argentina en la Provincia de San Juan.

Otra historia. Elementos similares y elemen­tos diferentes. Su padre, inmigrante español, vino a América como tantos y se radicó en ese lugar formando familia. Un coterráneo le dice, “venite a Uruguay que aquí vas a estar mejor”, y efectiva­mente, en 1929 se viene y comienza como peón, ahorra y compra una fracción, trae a su familia des­de la Argentina, compra más fracciones y con diez hijos, (cinco varones) arma una próspera empresa familiar en la cual todos trabajaban y de la cual to­dos vivían. Llevaban las cosechas al mercado en carro tirado primero con burros y luego con caba­llos. Posteriormente en un camioncito “Ford 31”.

En 1960 Juan contrae matrimonio, decide dejar la granja y comienza a trabajar con su cuñado en otro emprendimien­to familiar consistente en una fábrica de cal­zados. Estaba ubicada en Paso de la Arena, en el 6646 de la actual calle Luis Batlle Berres. Cambian las condicio­nes del mercado, la fá­brica tiene que cerrar y Juan, que había apren­dido el oficio, queda en el mismo lugar traba­jando como zapatero. Cambió de local más de una vez, pero siem­pre se mantuvo en un radio no mayor de cin­cuenta metros.

Si buscamos una anécdota por supuesto que la encontramos. Tiene él un carisma particular que irradia amistad y servicio, lo cual lleva a que no falte opor­tunidad en la cual a alguien está ayudando. En de­terminado momento atendía yo en un local, y en otro mis hijas anotaban a los pacientes, daban in­formación, etc. Sucede que en el local en que ellas estaban no había baño, y era Juan que, a solicitud de ellas, pedía y las cruzaba hasta la casa de la familia Torres, para aliviar sus necesidades fisioló­gicas. ¿Qué obligación tenía? ¿Por qué lo hacía? La respuesta está en Usted querido lector.

Siempre dispuesto cuando le pedíamos: “Me abrís el consultorio”,”Me cerrás el consultorio”, o cuando le preguntábamos “¿Hay mucha gente esperando?”, o le decíamos, “Avisá que voy a de­morar”, y un sinfín de otras cosas que hacían de Juan, un amigo compañero que “siempre estaba”. Dejamos ese lugar, lo vemos de vez en cuando, y ahora cuando le fuimos a plantear que escribiría­mos sobre él, nos recibió con la misma calidez de toda la vida. Ese es Juan. ¿Hace falta algo más?

Terminando esta nota cúmpleme informar que Juan Tous, el mismo buen hombre de siempre, me solicitó que hiciera público su agradecimiento a las familias Torres, Otero y Paradello, por las múltiples instancias en que, de una u otra manera, ellas lo ayudaron a seguir adelante.

Ahora sí, luego de una “caminata” (pero con za­patos) por la historia, y luego de recordar a dos íconos de un oficio que tiende a desaparecer, les digo que por aquí nos quedamos.

Como decía un amigo de mi padre (que siempre venía en auto) “Nos vamos caminando…”

Rómulo Guerrini

 

 

AGOSTO 2017

 

Una historia como tantas

Esta es una historia como tantas, parecida a la de muchos de ustedes, que narra las viven­cias cotidianas que trascurría acá, en ésta queri­da zona oeste.

Es el fiel reflejo de lo que fue una época no tan lejana en el tiempo, pero si tan diferente, en don­de la niñez era esa maravillosa etapa de la vida en que éramos felices, muy felices con casi nada. Nos bastaba algunas latas, cuerdas, corchos vie­jos, algún cartón, papel de diario y en el mejor de los caso, “papel de estraza”, para crear los juegos más ingeniosos y fantásticos, pasába­mos horas creando y divirtiéndonos. Chapotear en los charcos y mojarnos hasta las rodillas, pisar la escarcha o correr como desaforados bajo la lluvia era maravilloso.

También era una fiesta ir a la casa de los abuelos ya sea a pasar unos días o de paseo. La figura de ellos a pesar de sus rezongos y los “pellizco o coscorrones” correctivo, que en esa época era muy común que nos dieran, a pesar de las siestas obligadas y algu­na otra reprimenda como dejarnos sin ver a “Pilán” o “Bonanza”, nos marcó para siempre; porque siempre primó el cariño y amor que nos dieron, esos tiempos compartidos, esa vivencias para nosotros increíbles. Por cierto, na­die tuvo que hacer terapia para superar las reprimendas o los rezongos. Lo que perduró en el tiempo fueron sus ense­ñanzas, los límites que nos pusieron y el respecto que nos trasmitieron y su amor.

Abuelo Florencio

Dejar volar la imaginación, cerrar los ojos y volver atrás, a ese tiempo lejano de nuestra ni­ñez. Entonces lo visualizo, allí bajo el parral, tijera de podar en mano, camisa impecablemente blan­ca, -lavada con “azul” y planchada con “almidón”- bombacha azul, alpargatas negras, faja azul, an­cha, a la cintura, oculta tras ella, una bolsita de “rapé”. De tez blanca, muy blanca, rubio y muy finito cabello, cubierto con boina negra, destacan más aún su profunda mirada de ojos verdes, pe­netrantes, apacible, dulces. Allí podando el parral estaba Florencio, el abuelo.

Los retorcidos troncos del parral trepan sobre alambres tensados y columnas de material, y es­parce sus frutos que cuelgan provocando la gran tentación de “robar” algunos granos. El abuelo observa, esboza una diminuta sonrisa, pero aún así sentencia: “ni se les ocurra!!!las uvas no se tocan hasta que estén bien maduras” y agrega, vaya para el gallinero ayudar a su abuela que está recogiendo huevos.

Como correspondía por aquellos años de los ’60, no pasaba ni por asomo, contradecir la orden de los mayores y allá se iba.

En el fondo, retirado unos metros apenas del viejo rancho de “adobe y paja” el gran galline­ro -con árbol dentro incluído- era el recinto en el que convivían, gallinas, gallos, gansos y pa­tos. En el medio del alboroto allí estaba la abuela María Angélica, tirando maíz y juntando huevos que con gran esmero colocaba en una canasta de mimbre. Al ver la diminuta figura se alegra y dice, “pasa mija y ayúdame a recoger”. Esta tarea era por demás divertida, permitían entrar y jugar con las aves mientras se ayudaba a la abuela. Era una gran fiesta estar dentro del ga­llinero, la mayoría de las veces sólo había que conformarse con tirarle las “sobras” de la comida desde afuera.

Un poco más atrás estaban los co­nejos al que día tras día había que sa­lir a buscar su tan sabroso alimento, el hinojo. En frente desafiantes dos perros “atados”, ellos que no habían tenido la misma suerte que “Negrita” y “Káiser” que jugueteaban por todo el terreno al libre albedrío,

Un poco más retirado el baño. Sí, allá tan lejos del rancho estaba.

La comida de la abuela

La abuela María Angélica era más castaña que el abuelo, cabello negro con pequeños rulitos, de comprensión gruesa, siempre de vestido floreado, delantal con peto, medias gruesas y unos zapatos de tela. Con más arru­gas que el abuelo a pesar que no ha­bía diferencia de edad, un poco tos­ca, se caracterizaba por su sonrisa y aquellos dos hoyuelos cercanos a la comisura de sus labios.

La abuela era una “genia” para cocinar, ella hacía la sopa más rica del mundo; el “cabello de ángel” y “entrefino” era los fideos que siempre usaba y este rico alimento no faltaba nunca en la mesa, tanto para el almuerzo como para la cena.

Una vez a la semana puchero, guiso, la pasta casera de jueves y domingos (preferentemente tallarines y ravioles) eran acompañado de varia­dos menú. Todo era un deleite para el paladar, y ni que hablar de los boniatos asados, había dis­puta por quién comía más, aunque las raciones siempre eran dispuesta según lo que indicara la abuela. De postre la clásica fruta, de estación y si no era época, las manzanas, naranjas y bana­nas que se compraba en la feria de los jueves en Paso de la Arena. También algunos días para el almuerzo tocaba postre casero.

“Qué nadie toque la fruta”, sentenciaba el abuelo Florencio, es que hasta que él no diera la orden de que estaban a punto para comer no se podían arrancar. Y es más, sólo los abuelos cose­chaban las frutas y verduras, que en abundancia había para el consumo familiar.

Siesta sagrada

La hora de la siesta era sagrada, después de comer, levantar la mesa, ir a tirar las “sobras a los bichos” y lavar los platos, venía el religioso des­canso de una hora, hora y media, no más.

El rancho tenía una distribución básica, puerta al frente que ingresaba a un largo pasillo en don­de convergían las otras habitaciones. A la amplia cocina, la seguía “la pieza” de los abuelos, y más atrás, “la pieza de los nietos” el mayor de los nie­tos vivía con los abuelos desde pequeño por ende era su habitación. En ella una cama grande muy linda, que nadie podía tocar si él estaba, pegada a la misma, otra cama era usada para el resto de los nietos que fueran de vacaciones o estuvieran de visita. Mis primos vivían en un apartamento al fondo, pero solían estar todo el tiempo en el frente, más aún si uno de nietos pequeños es­taba. Allí la diversión era completa; Miguel y “La pequeña Lulú” eran primos y muy compinches, quizás porque se llevaban sólo cinco meses de diferencia y porque desde muy chicos compar­tieron muchas cosas, escuela, paseos, picardías y vivencias como ésta que les voy a contar. Era acostarse y comenzaban a reír, y eso enfadaba a la abuela que quería descansar. Todo comen­zaba cuándo sentían algo que se arrastraba, y ya sabían lo que seguía, es que la abuela tenía la costumbre de guardar una canasta de mimbre llena de frutas debajo de la cama, sí debajo de la cama, y ni bien se acostaba la corría para dar­les la porción de postre, media manzana, media banana y una naranja para cada uno, ese ritual les causaba mucha risa a los pequeños. Ni bien empezaban a degustar aquel manjar, cuando a los pocos minutos se sentía otra vez, arrastrar el canasto, es que la abuela iba por su segunda porción. Nuevamente las risas hasta que desde la otra pieza, que por cierto se oía clarito, ya que sus paredes no llegaban hasta el techo de paja, se sentía gritar a la abuela, “chisssss cállense y duerman un rato”. Pero las risas “bajitas”, las muecas, gestos y hablar por señas no cesaban. Jugaban a quién descubría más imagen (las que, muchas veces sólo ellos podía ver) en aquellas mancha de humedad que había en las paredes de adobe pintadas de cal blanca, la imaginación volaba, se encontraban en aquellas paredes todo tipo de caras, animales, y hermosos paisajes, ¡se era feliz con tan poco!

Cuando los abuelos comenzaban a “roncar” aquellos pícaros niños se deslizábamos suave­mente, procurando no hacer ruido y se escabu­llían para afuera. No siempre lo lograban de pri­mera, y se sentía el grito de, “vuelvan a la cama, ya”.

 

 

Los frutales de la quinta

“En mi quinta hay cien árboles bellos” como dijera nuestra gran poetiza, Juana de Ibarbourou. Así era, en aquel no tan extenso predio convivían los frutales más variados, higueras “gotita de miel y brevas”, parral de uva “chinche”, blanca y mos­catel, ciruelos rojos, blancos y “botellita”, naran­jos, limoneros, duraznero, mandarinas, nísperos, castañas, manzanas, peras, guindas y un gran nogal que daba abundante nueces.

Aquellos frutos que se volvían inalcanzable hasta que el abuelo Florencio comenzaba a cose­char, y trajo más que un dolor de panza, cuando aquella inocencia infantil y con la complicidad de una siesta, aquellos primos salían a escondidas a comer. Claro está, aquellas frutas estivales que sigilosamente cortaban y comían a escondidas, estaban a pleno rayo del sol, entre las 14 y 15 ho­ras que duraba la siestita; por ende caliente pro­vocaban las consecuencias que todos imaginan. Como si fuera poco atrás venía el rezongo cuan­do la abuela Angélica preguntaba, “quién comió tangerinas? Y la respuesta al uní­sono era de: “nadie” mientras aquellos pe­queñuelos despedían un olor que inundaba el lugar. Inocencia o picardía de niños que se dice, y que muchas veces veían con la represaría, “mañana no se levantan de la siesta hasta que yo lo haga”.

La quiniela clandestina

El abuelo Florencio era catador de vinos, pero para incrementar la entrada de dinero, también incursionó en otro rubro bien distinto por cierto, levantar quinie­la “clandestina”, tarea que por cierto era muy co­mún hace cincuenta años atrás. Para no quedar­se atrás, también “levantaba algo de apuesta a los burros”. Un señor era quién le proporcionaba las boletas y luego levantaba el juego. La abuela recibía a los que iban a su casa y hacía el jue­go, la redoblona era la más solicitada. El abuelo iba a las fábricas y comercios de la zona y “La pequeña Lulú” iba casa por casa de los clientes fijos, me acuerdo de algunos, “Doña Nieves”, “lo de Picherno”, “lo de Chichita del Herrero” todos en la misma cuadra.

El sorteo se trasmitía puntualmente a las cinco de la tarde y era común que todos sintonizaran CX 10 en aquellas viejas y grandes radios a vál­vula. Cuando salía el 13, 17 o 25 seguro había muchos, “que lo agarraban”; por eso al otro día “el rancho” era un hervidero gente feliz, que ve­nían a cobrar.

Queda mucho para contar, los remedios ca­seros, los paseos, la lotería del domingo, los mandados, en fin si les parece les seguimos con­tando. Una aclaración, “El Ro” Guerrini, se ha to­mado una merecidas vacaciones, pero ya volverá también con sus historias.

P.D: esta narración es un “gustito” que queríamos darnos y con ella, rendir homenaje a mis queridos abuelos María Angélica Delgado y Florencio Delgado. Si, ambos Delgado, también ésto da para otra historia…

Myriam Villasante

 

JULIO 2017

 

Una casa con historia

Días atrás la Casmu inauguró su nuevo Policlí­nico en Paso de la Arena.

Tuve el privilegio de trabajar en esa casa como practicante primero, y como médico después, durante cuarenta y cinco años. Sentí placer al recibir la invitación a participar en la alegría del renovado emprendimiento.

Una vez allí, luego del discurso de rigor, de saludar a las autoridades y a mis queridos ex compañeros comencé, solo, como aislado del envolvente bullicio, a recorrer las nuevas instala­ciones. No pude evitar en mi intimidad el efecto producido por el choque de encontradas com­paraciones entre las imágenes de la flamante reconstrucción y las que guardaba en mi retina desde la época en que en esa casa vivía la fa­milia Bianco.

No se nos ocurre hacer una descripción ar­quitectónica ambiente por ambiente del ayer y del hoy. A grandes rasgos diremos que esa casa fue mandada edificar por el Dr. Bianco luego de haber adquirido ese solar y el adjunto sobre la calle Cosme Agullo. Para ello contrató un arqui­tecto cuyo encargo era casa habitación y consul­torio. Al frente de la casa lucía en letras de bron­ce, el nombre de su dueño, César C. Bianco, el que desapareció con las reformas. El estilo concordaba con el modernismo imperante a fi­nes de la década del cuarenta. Detrás de la casa se edificó otra construcción que constaba de un pequeño apartamento de servicio y un garage. Posteriormente, ya fallecido Bianco, su sobrino Augusto Darnauchans “Pelusa” construye su vi­vienda en el solar contiguo.

Si desde el punto de vista material se produjo en mí esa impresión, imaginen qué puedo haber sentido cuando, recorriendo la historia, me doy cuenta que esa casa está signada por un hilo conductor que es el servicio a la comunidad. Es como si esos terrenos en el centro de Paso de la Arena hubieran sido tocados por la varita mági­ca de un Hada protectora diciendo: “aquí procu­ramos darle un mejor bienestar”.

Tal vez casualidad, pero es cierto. El Dr. Bian­co se instala en nuestro barrio y en poco tiempo se transforma en un referente para la asistencia médica de la zona. Fallece en forma prematura el 8 de diciembre de 1956 y quedan viviendo en esa casa su esposa Haydée, su cuñada Domin­ga y sus sobrinos, el mencionado Augusto, con su hermana Miryam (Lilly).En el apartamento del fondo vivía Carmela, quien ayudaba en las tareas domésticas. En el ocaso de la década del sesenta, en ese apartamento, comienza a atender el Dr. Raúl Cadenazzi, primero medici­na general y después pediatría. Sus consultas se hicieron famosas por la enorme cantidad de pacientes que concurrían. Los días de atención, mucho antes del comienzo al pasar por el lugar se notaba la cantidad de público que esperaba para ser atendidos. Debo decir que fue este mé­dico (compañero y amigo de mi querida herma­na Matilde) quien generaba la mayor cantidad de órdenes para practicante a domicilio de Casmu, que yo con mucho gusto cumplía.

Pasa el tiempo, se retira el Dr. Cadenazzi, van falleciendo los familiares y en determinado momento las propiedades son compradas por una empresa de servicios fúnebres que instala oficinas y una sala velatoria. A los pocos años, la estrategia económica aconseja la supresión de esa filial con venta del inmueble, el cual fue adquirido por Casmu, a los efectos que ya co­nocemos.

Si miramos la proyección en el tiempo, ve­remos que la bendición del Hada terminó sien­do cumplida: Bianco salvando vidas, Cadenazzi protegiendo la primera parte de la existencia de muchos de los que hoy pasan por allí tal vez sin recordar, o algunos sin saber, que en ese lugar fueron atendidos, y ahora Casmu, en su acción preventiva y de atención en el primer nivel.

¿Y la empresa fúnebre?

Nadie puede negar que no haya nada más vinculado al trabajo médico, que una empresa de este tipo. Inevitablemente antes o después, gra­cias a…, o a pesar de…, todos vamos a necesitar de esos servicios. Por más cuidados y atencio­nes, esmeros y “desesmeros”, aciertos y des­aciertos, que hayamos tenido, o que hayan con nosotros tenido, al final del corto o largo transitar, allí quietitos, estaremos para rendir cuenta.

Concluimos en que el hilo conductor no se cor­tó. Desde la construcción, hasta su proyección en la actual función, ese lugar estuvo, está, y estará vinculado al bien comunitario

¿Y el Dr. Bianco? ¿Quién y cómo era?

No tuvimos trato personal, cuando él fallece contaba yo diez años. Amigos me cuentan de su persona. Joven, inquieto, inteligente, eligió ve­nirse al Paso de la Arena huyendo del ruido de la ciudad; le encantaba la vida “pueblerina”. No debemos olvidar que en aquel momento nues­tro barrio era un pueblo satélite de Montevideo; de la cañada Jesús María (límite de La Teja) en adelante era todo campo hasta pasar el arro­yo Pantanoso en que aparecían las primeras construcciones. Tenía intensa actividad política militando en el partido colorado. Era también periodista, encargado de una columna deportiva en el diario El Día. Cuando fallece, este medio de prensa publica: “Ingresó a esta casa siendo muy jovencito, de modesta condición económica concilió su necesidad de trabajar con su voca­ción por la medicina, y siendo excelente estu­diante fue también un buen periodista de aguda y alerta sensibilidad y de estilo culto y elegante como pudo ponerlo de manifiesto posteriormen­te en distintas secciones de nuestro diario”. Fue también Médico y dirigente de Liverpool F.C., el cuadro de sus amores. Inicialmente se traslada­ba a caballo, comprándose luego un autito de segunda mano que a veces se lo manejaba un vecino de nombre Reynaldo. Personalidad jo­vial y extrovertida, su doble condición de político y médico le llevaba a tener un fluido vínculo con su entorno. Se le ubicaba en su casa o en el bar de la familia Sityes, o en el bar y enramada del Sr. Torres. En estos dos últimos lugares se inte­graba a las diferentes ruedas jugando al truco, conga y tute. En este último juego las apuestas las hacía de a ¡un centésimo! A veces en las me­sas de conga se integraba un adolescente que cuando repartía las cartas, si estaba ubicado antes que él le decía: “sos un burro” porque le tocaban cartas malas. Cuando en la rueda que­daba después de él, le decía: “sos un burro…, inteligente” porque levantaba y tiraba en buena forma. Una nota sin anécdota como que no es tal, por eso aquí les cuento una.

Por su forma de ser, tenía muchos vínculos políticos y comerciales. Estando tan integrado al barrio y tan vinculado, era habitual que se le pi­diera favores, entre ellos algún empleo. En una oportunidad, estando en uno de los bares se le acerca un vecino y, contándole las desgracias de su vida, le pide trabajo. Al otro día, Bianco le da su tarjeta y le dice: “andá a hablar con el inten­dente y dile que vas de parte mía, de lo contrario no te atiende”. En ese momento otro integrante de la rueda, levantando la voz dice:”está bien que le consiga trabajo dotor…, pero no tan rápido! “ ”

Como vecino, tal vez por su condición de no haber tenido hijos, era muy afecto a los niños. Él y su Sra. esposa invitaban niños a su casa col­mándolos de atenciones y regalos. A otros del vecindario les regalaban libros, lápices, ropa o les enseñaban manualidades, o sea que se com­portaban como adorables padres con los hijos de los vecinos.

También colaboraba con el tablado. En una oportunidad el tablado se “tiró a premio” y había que prepararlo, armar las alegorías, luces, etc. Como no había dinero se organizó una “Kerme­se” en “Los Paperos” (la Sociedad de fomento y Defensa Agraria). Fue el Dr. Bianco que a través del teléfono llamó a diferentes casas comerciales de alto porte solicitando donaciones; la respuesta no se demoró siendo además muy generosa. Con esos elementos armaron el evento recaudando pesos mil quinientos, un platal en la época. Con ese capital construyen un precioso tablado con una alegoría muy bien hecha candidata al primer premio. La noche antes a que pasara la comisión fiscalizadora se des­colgó el tal temporal de viento y lluvia que, se­gún cuentan, descargó toda su furia sobre la magna obra, amane­ciendo un esqueleto de varillas de madera y de alambres en medio de un piso lleno de car­tones y papel de diario pintado, mojados. Los elementos borraron el tablado, pero no pudie­ron ni podrán, mientras alguien lo recuerde, borrar de los corazo­nes la dedicación y el empuje del Dr. César Bianco.

Una calle de nues­tro barrio hace justicia llevando su nombre.

Rómulo Guerrini

 

 

 

 

JUNIO 2017

José, Lucilia y Domingo

los portugueses del Rincón

De aquí, de allá o de donde fuere, cada uno de ellos podría haber sido usted, o quien ésto es­cribe.

Esa posibilidad depende del azar, del lugar en que nos tocó nacer y muchas veces, además, del en­torno socioeconómico de ese lugar.

Visto de esta manera podemos concluir que so­mos hijos del azar.

¿A qué viene ésto?

Una vez más me atrevo a pedirles que cierren sus ojos y sueñen. Imaginen que hace muchos años nacieron en otro continente, en un caserío rural con costumbres muy diferentes a las nuestras. ¿Qué hu­bieran hecho?: Lo mismo que quienes esa circuns­tancia vivieron, y es lo que intentaré contarles.

José Mateus nació en Couto, Domingo Queiroz y Lucilia De Moura en Calvao. Son pueblitos campesinos de la Península Ibérica, más precisamente de Portu­gal. El nombre no mucho importa, se los menciono por si tienen la curiosidad de ubicarlos en un mapa.

¿Cómo era el lugar? ¿Cómo vivían? ¿Cuáles eran sus costumbres?

Debemos ubicarnos en un contexto histórico muy particular, como era el de la Europa empobrecida en la post guerra. Francia con De Gaulle, España con Franco, Portugal con Salazar.

Lo primero que llama la atención era el régimen de tenencia de la tierra. Algunas familias tenían su propiedad y en ella vivían, la trabajaban y ese era su sustento; algo similar a lo que aquí denominamos es­tancias. Pero la mayoría de las tierras eran fiscales y la costumbre permitía que cualquier persona delimi­tara una fracción y la trabajara en su provecho, (una especie de asentamiento campesino, o un Instituto de Colonización, pero informal). No se podía vivir en el predio, sólo trabajar.

Esas comunidades de trabajadores rurales se agrupaban en un caserío, que sí, era muy numeroso, lo denominaban pueblo. Amaneciendo iban todos ha­cia el campo, hombres, mujeres y niños mayorcitos. Algunas mujeres quedaban para llevar agua, prepa­rar la comida, y atender los animales. Por la tarde volvían a sus hogares. El horario lo marcaba el sol, y el único descanso era el domingo con la correspon­diente misa.

Absolutamente desconocidos del más elemental beneficio social, atención sanitaria, o cosa que se le parezca. Iban y venían del campo cargando sus herramientas a pie o en carros arrastrados por vacas, pues no era habitual el uso del caballo.

La labranza era manual y ayudada también por vacas prendidas a rastras y arados. Lo producido se llevaba a vender al mercado de la ciudad más cer­cana, que en este caso se llamaba Chaves. El heno para los animales se llevaba en atados sobre la ca­beza, en las espaldas o, si eran muy grandes, colga­dos al lomo de un borrico. Cada familia tenía su casa construída en piedra y madera, con techo de tejas, alojando en la planta baja sus animales. Cada hijo que se casaba era ayudado por su padre, vecinos y amigos en la construcción de su futura vivienda con materiales que se juntaban en los pedregales y mon­tes de la zona.

Las calles eran estrechas con fuertes pendientes y muchas veces con escaleras. El agua potable, por medio de canales y caños, llegaba desde una ver­tiente hasta una fuente instalada en el centro del po­blado. Generalmente allí la iban a buscar las mujeres en cántaros de diferentes tamaños. Es interesante saber las diferentes maneras de usarla. De la boca de salida se llenaban los mencionados cántaros, también allí se dejaban por la noche carne de ba­calao y de pulpo para que el agua, corriendo sobre ellas, les quitara sal y las mantuviera frescas. Un pri­mer estanco era para que bebieran los animales, y un segundo nivel más bajo era para las lavanderas. Como podemos apreciar, la fuente era un democrá­tico espacio del que todo poblador tenía necesidad.

Para cocinar se usaba leña, calentando grandes ollas de hierro con tres patas que se colocaban en braseros hechos en un recuadro de piedra que ocu­paba parte de lo que era el piso de la planta alta. A veces no había chimenea y el humo escapaba por el espacio entre la pared y las tejas del techo. Cuando se quebraba una pata, se equilibraba la olla apoyándola  en un adoquín. Este accidente era tan frecuente, que había un oficio, mayoritariamente entre los gitanos, que consistía precisamente, en arreglar patas rotas de los potes (ollas) de la cocina. Familias siempre muy numerosas, no por falta de planificación familiar o por falta de los posteriores métodos de control, sino porque se entendía como normal, y así lo era, tener tantos hijos como la naturaleza fuera dando. Los ni­ños mayores no iban a la escuela, o dejaban de ir para cuidar a los menores. Los cursos eran solamen­te hasta cuarto grado, con una sola maestra cuando la había; en caso contrario tenían que trasladarse a otro pueblo que contara con ese servicio. Para tener reconocido el cuarto grado, había que trasladarse a la ciudad y rendir pruebas durante siete días. Como no se tenía el dinero para ello, muy pocos niños se hacían con el preciado certificado.

No existían los robos, se podía tomar uva o cual­quier fruto de cualquier cultivo ajeno, siempre y cuan­do se comiera en el lugar. No se consideraba robo si era para comer. Los juguetes comprados no existían, muñeca o pelota de trapo hechos por los mismos ni­ños. También pequeños carritos cuyas ruedas eran rodajas de castañas unidas con un escarbadiente como eje.

El tiempo de emigrar

He intentado dar un pantallazo de cómo vivían nuestros amigos José, Domingo y Lucilia.

Debemos agregar que los padres normalmente promovían en sus hijos la idea de emigrar. No se podía sacar de la tierra comida para tan numerosas proles. El consejo paterno se transformó en necesi­dad cuando el gobierno decidió forestar los terrenos fiscales, quedándose esa gente sin sus parcelas, y los hijos sin trabajo y sin comida.

Esta situación condicionó a José para que a los ¡11 años!, dejando el campo y la escuela, fuera a trabajar a las cercanas minas de uranio. (Recorde­mos que Alemania, en guerra, estaba fabricando su bomba atómica y necesitaba mineral de uranio, que compraba a Portugal).

José, como era menor no podía entrar a las ga­lerías, ayudando entonces a las mujeres lavadoras, quienes separaban de la tierra el mineral a procesar. El trabajo de José consistía en destapar las canale­tas cuando se llenaban con la tierra arrastrada por el agua. Por supuesto descalzo, y en invierno, los pies rojos como tomates, por el frío. La paga era siete es­cudos diarios y con ello podía comprar una rosca de pan de centeno, que alegre llevaba a su casa. No llegaba completa aquella rosca, pero bueno, algún mordisco bien merecido estaba.

Sin Servicio Militar no podía salir del país, a los veintiún años ingresa al mismo, en donde se le daba casa y comida más una paga de ¡un escudo diario! No alcanzaba ni para comprar el hilo para remendar el uniforme, menos para la pomada de los zapatos, la que era sustituída con friegas de cáscara de banana. Cumplida esa obligación, con dinero prestado por su padre, emigra a nuestras tierras.

El “tío Manuel Simoes” trajo a

Uruguay más de cincuenta paisanos

Un lector distraído podrá pensar que este relato no corresponde al Rescate de la Memoria; que ésta no es la historia de nuestro oeste monte­videano. Tal vez desde su punto de vista tenga razón, pero debo decirle que la historia no es el relato de episodios aisla­dos que se suman en el tiempo, es una vincula­da sucesión de hechos, con sus causas y conse­cuencias, que llega has­ta nuestro presente.

José, Lucilia y Do­mingo son hoy prós­peros productores de nuestra zona pero…

¿Su historia nos es ajena? De ninguna manera, ellos son lo que son, imbuidos en su propia historia. Lo vi­vido desde la infancia lo llevan grabado a fuego en su memoria y en sus vidas. Ellos forman parte de todos nosotros y en ese formar parte no debemos excluir lo vivido en otras tierras.

Nos relatan una niñez feliz en una familia que los formó en valores como respeto, trabajo, y constan­cia. Ese aprendizaje, aplicado luego en un país que les abrió sin discriminación las puertas, les permitió formar una familia (no tan numerosa) y acceder a una vejez digna del esfuerzo realizado. Los tomamos como ejemplo porque, al igual que muchos otros con similares experiencias, han poblado nuestro país y por eso los consideramos parte de nuestras vidas. Basta mirarnos en un espejo para encontrar en nues­tras familias, antes o después, similares relatos.

¿Por qué portugueses en Rincón del Cerro? Muy sencillo: como siempre sucede, viene uno, le va bien y comienza a llamar a otros; así fue como don Manuel Simoes trajo a Uruguay más de cincuenta paisanos.

Domingo, a quien su padre con toda naturalidad le preguntaba para dónde quería irse, llegó en 1963 con diez y siete años, era uno de trece hermanos na­cido en el pueblito ya mencionado. Vino en el vapor “Salta” comprando el pasaje con dinero que su tío le había adelantado. Como todos, una vez llegado comenzó trabajando por casa y comida, y como to­dos, poco a poco fue mejorando su jornal, pasa por varias medianerías hasta que junta lo suficiente para comprarse una fracción en la cual disfruta hoy de una apacible vejez.

Siempre buscamos alguna anécdota que ilustre el relato y que a su vez lo haga más ameno. En este caso no la busqué: ¡Me topé con ella! en una forma absolutamente inesperada y para mí muy remove­dora porque me llevó a mis épocas de vendedor. Como Uds. saben nací y me crié en una granja que a su vez elaboraba y vendía vinos. Nunca dejé de estudiar, pero en realidad era lo que era: un mu­chacho granjero, productor y vendedor del precia­do zumo fermentado. El comercio tiene sus cosas, más allá de la simpatía del vendedor, se pelean la calidad del producto, la presentación, la oferta continuada, etc., pero hay algo que influye en for­ma determinante y es el precio. En la década de los años sesenta la situación comercial era complica­da, muchos conflictos, abundancia de oferta, mucha competencia, pero estábamos todos más o menos en la misma: “peleándola”.

Sucedió que un buen día tomo conciencia que mis clientes estaban comprando menos, y a veces nada, lo que generó mi natural preocupación. Al final me doy cuenta que la causa era la irrupción en el mercado de una nueva marca de vinos “San Cono”, que no eran de mala calidad y que se ofrecían a un precio sensiblemente inferior al promedio. Como era de esperar se generaron todo tipo de inconvenien­tes; fiados, baja de precios, relación difícil, pérdida de clientes, etc. Aunque de todos modos eran las reglas de juego del comercio, ¡yo odiaba al tal “San Cono”!

El origen de esa competencia estriba en que ese vino, que repito: no era malo, no era producido por quién lo vendía. El famoso vendedor era un produc­tor de uva, no era vinicultor, era viticultor. Entregaba su cosecha a una bodega y ésta se la pagaba con vino. Como era un gran trabajador, criado como he­mos visto, obtenía muchos kilos por hectárea lo que se traducía en litros de vino que él podía ofertar a menor precio. Sumaba a esta ventaja el hecho de que la mayoría de los bares y almacenes estaban atendidos por inmigrantes recién llegados como él, que si bien no eran portugueses eran vecinos ga­llegos. Como Uds. ven, me enfrentaba a una difícil competencia lo que generaba en mi persona senti­mientos que prefiero no confesar.

La anécdota es que cuando Domingo me va con­tando su lucha para hacerse un lugarcito aquí en Uruguay me comenta que vendía vino al cual le ha­bía puesto el nombre de un santo : ¡¡San Cono!! Yo no podía creer lo que estaba escuchando ni lo que estaba viendo. La vida me había colocado delante al individuo que generó la mayor cantidad de impre­caciones de origen comercial que de mí pueden ha­ber nacido. Era un portugués que vino a “hacerse la América”. Todo bien, pero…, ¡no a costilla mía!

Cuando le digo: ¿Pero entonces….? quedó cla­vado en la silla sorprendido por mi reacción porque él desconocía mi pasado viñatero. Pero entonces… ¿Eras vos?

Manolo Simoes, quien me lo presentó y me llevó hasta su granja, intercede explicándole la situación y el por qué de mi estupor, luego de lo cual terminamos los tres abrazados en un solo festejo en honor a las oportunidades que la vida nos dio de pasar estos mo­mentos. No hicimos más que reconocer lo que cada uno hace en la natural lucha por la existencia.

José. Como dijimos vivía en un pueblito llama­do Couto. Su papá se vino en 1930 y su mamá en 1948. Él en 1953. Su padre estaba instalado como medianero de un Sr. de apellido Pastorino en la gran­ja ubicada en la esquina de Cno. Tomkinson y Cno. Manuel Flores. Lugar emblemático que lo fue, cu­bierto de viñedos, salpicado de muy altas antenas de radio de la empresa “PressWireless” donde funcionó durante años el primer y único teletipo en nuestra zona. Pegado a este predio estaba la bodega de otro portugués, don Domingo Guerra, quien nos prestaba sus lagares para depositar vino cuando la capacidad de la nuestra no era suficiente. Allí trabajó el recién venido José, junto a su padre y a su hermano. Si bien tenía casa y comida, los pesitos eran flacos. No conforme con ese ingreso consigue un trabajo que consistía en arrancar plantas de limones por lo cual percibe cincuenta pesos mensuales; como su rendi­miento era muy alto logra llegar a ochenta pesos (un platal para aquella época).

Joven, resueltos la casa y la comida, y con buen sueldo decide levantar la vista y comenzar a ocupar­se de otros temas no menos importantes como ser buscar con quién compartir su vida en este promi­sorio país. Habitualmente los portugueses se reu­nían los domingos en casa de uno de ellos en Pajas Blancas; allí entre bailes, comidas y bebidas conoce a Lucilia De Moura con quién inicia una relación que se prolonga hasta nuestros días.

Ahorrando pesito sobre pesito, más lo que ga­naba Lucilia, deciden animarse a comprar una frac­ción de campo. Busca que te busca se enteran que un señor en Punta Espinillo ya no podía atender su plantación de espárragos y van a verlo. Aquello daba pena, poco y flaco espárrago pero mucha gramilla, faltaba riego y mano de obra. Él y Lucilia tenían las cuatro manos que acariciarían aquella tierra para sa­car de ella el fruto que los haría sentirse orgullosos y felices. El precio no era malo pero lo que juntaron no alcanzaba. Como caído del cielo un jovencito hijo de granjeros de la zona les ofrece hacerles la gestión en el Banco para pedir un préstamo. Concluido el trá­mite se trasladan al predio en el cual hoy estamos cómodamente instalados deshojando recuerdos. El nombre del iluminado jovencito es William Delpratto. El primer pago de intereses fue acreditado a los seis meses con lo producido de la primera cosecha de espárragos y luego, año a año, se fue pagando el préstamo con lo que aquella tierra devolvía a quie­nes con su sudor la regaban. Así fue como estos dos muchachos venidos desde donde les conté hicieron su nido, en él vivieron y criaron a sus hijos, cada uno de ellos con su granja, y hoy gozan de una ve­jez plena sin privaciones y con la dicha de no haber vivido en vano, dando ejemplo que cuando se quiere se puede.

Lucilia, a los diez y ocho años se vino con otras dos hermanas y dos primos, todos llamados por su tío Manuel Simoes. Consiguió empleo como domés­tica ganando cincuenta pesos por mes. Trabajó con la misma familia durante cinco años siempre por el mismo sueldo, hasta que se fue a trabajar con su flamante esposo. Se la jugó y ganó. ¡Felicitaciones Lucilia! Tuviste la habilidad de cautivar a José con tus juveniles encantos, y demostraste la formación recibida en tu tierra natal al haber sido madre y es­posa cuidadora de tu familia, enseñando aquí lo que allá aprendiste.

Estimados, creo que podemos hoy ir dejando por aquí. Les traje un Rescate de la Memoria de gente que vive entre nosotros, pero que tiene y comparte muy fuertes vivencias de lo que fueron sus primeros años de vida en otro continente. Tanto es así que las tomamos como si fueran nuestras, porque ellos se ganaron el derecho a vivir y a com­partir con nosotros.

Rómulo Guerrini

 

 

La carne, la leche, el agua

Sentado sobre una de las raíces de un frondoso ombú, disfruto a pleno el placer de observar la na­turaleza. Ver la perfección de las lí­neas de una araucaria, ver cómo el ciprés calvo va cambiando el color de sus vestidos, ver esa alfombra de hojas multicolores debajo del fresno, en fin, ver el eterno ciclo de vida de la cosa verde el cual, por suerte, el hombre todavía no se ha ocupado en alterar. Pero hay más. A mis pies, se adivina entre las hojitas de pasto un sendero en el cual se desarrolla una gran acti­vidad. Sí, es un camino de hormi­gas. Decía don Ricardo Thompson (yerno de don Tomás Tomkinson): “La naturaleza nunca aburre”. Bas­ta observar cómo trabajan esos mi­núsculos seres, cada uno de ellos cumpliendo su función llevando para su casa el alimento, para re­conocer en aquellas palabras tanta sapiencia. Abstraerse un instante de nuestra vida de relojes apura­dos y celulares esclavizantes, para poder ver esa otra que tenemos a nuestros pies y que, lamentable­mente ignoramos, no deja de ser un privilegio para quién haciendo un alto en el camino logra percibir que la vida: Es otra cosa.

El hombre también como la hormiguita, desde siempre buscó su alimento. Sin ir hasta la pre­historia en que se tomaría el agua, de los ríos y manantiales; la carne, matando animales en es­tado salvaje, y la leche del pecho de la madre, más cerca y hasta en nuestro barrio, vemos cómo esos elementos eternamente vitales para la su­pervivencia se lograban de una manera diferente a lo que hoy estamos habituados. Eso es lo que va a centrar nuestro relato; cómo accedíamos a ellos a mediados del siglo pasado.

Carne, leche, agua, elementos básicos para nuestra supervivencia, sobre todo el último, sin el cual toda la vida de nuestro planeta desaparecería.

Carne. Parte blanda comestible de ciertos ani­males que se usa para el abasto y manutención de las poblaciones.

Leche. Zumo blanco que se forma en las ma­mas de las hembras y que sirve para alimento de sus crías. Agua. Considerada por los antiguos, junto con el fuego y el aire, uno de los constitu­yentes básicos de la materia.

Hacemos esta pequeña enunciación porque dicen que el saber no ocupa lugar y porque consideramos interesante una referencia previa de lo que va­mos a comentar.

Cosas tan diferentes entre sí pero tan unidas desde nuestro punto de vista, porque sobre todo en las dé­cadas del cincuenta y del sesenta, conformaron un referente diario en nuestras actividades.

Como niños estábamos encarga­dos de hacer los mandados, y para obtener cada uno de estos productos había que hacer una tarea diferente. Para la carne había que ir al “puesto de la carne”, para la leche había que ir “al expendio”, y para el agua había que ir “al tanque”. ¿Suena raro, no? Suena raro, pero así era. Lugares específicos donde abastecerse de esos elementos.

No eran utilizados por toda la po­blación. En cuanto a la carne existía venta de ella en otros lugares, clan­destinos y legales, en Montevideo y en San José. Se vendía leche en la casa de las familias que poseían vacas, y el agua estaba en casi todos los domici­lios gracias a pozos y aljibes a veces con motor, la mayoría con baldes.

Creo que ahora podemos ir en­tendiendo qué es lo que unía a esos tres elementos: La necesidad de tenerlos, lugares específicos donde encontrarlos, y el hecho social de reunirse para lograrlo. Al tener necesidad de ellos había que desplazarse hasta donde esta­ban, transformándose ese lugar, en un punto de encuentro que terminaba siendo un evento social diario, teniendo cada uno su característica, y ésto es lo que el Rescate de la Memoria quiere decirles.

Venta de carne legal y clandestina

Igual que hoy era un artículo básico en nuestra dieta. Se accedía a ella en la carnicería que estaba en la ex calle Gral. Simón Martínez esq. Tomkinson, perteneciente a la familia Rughiero, donde hoy se halla el supermercado “ECO”. Tam­bién se obtenía en la cadena de carnicerías que estaban al otro lado del puente de la Barra del Santa Lucía, con límite de kilos por persona. Al haber una prohibición naturalmente surgen las maneras de evitarla, tan es así que se generó el comercio ilegal (contrabando) de la carne entre San José y Montevideo. El negocio consistía en pasar carne evitando los controles y luego aquí en el barrio, se revendía en lugares que oficia­ban de carnicería. Algunos de estos “comercios” tenían servicio a domicilio. Otra forma de obtener el preciado producto era comprándolo a un mata­rife apodado “El Ñato”. Faenaba las reses en los montes ubicados donde ahora está el barrio “Las Flores”, las vendía a lugares en donde se despa­chaba al menudeo y donde se hacían chorizos. Perseguido por la autoridad, alguna vez estuvo “hospedado” en donde hoy está el Punta Carre­tas Shopping.

Por último y tal vez lo más interesante, tam­bién se podía adquirir en un quiosco que estaba ubicado en la actual esquina de Tomkinson y Al­fredo Moreno. Como Uds. recordarán, existía un frigorífico gestionado por el estado cuyo nombre era, “Frigonal” (Frigorífico Nacional). Jurídica­mente era un ente autónomo como AFE, ANCAP, etc. Su misión era la de ente testigo, y a su vez proveer a la población un producto más en cuen­ta. Además de carne y subproductos elaboraba conservas y dulces, todo de indiscutible calidad.

Este quiosco consistía en una estructura de madera de forma rectangular con un techo tipo “bombé” que sobresalía hacía las partes anterior y posterior. El espacio que quedaba entre el mos­trador y el techo se cerraba con tapas laterales formando un gran cajón. Cuando el quiosco se abría al público, esas tapas se levantaban que­dando enganchadas al techo que sobresalía, aumentando la protección en caso de lluvia. La carne era traída desde el Frigonal en camiones enormes (marca GMC), pintados de blanco y rojo. A veces venían temprano pero otras no tan­to, formándose las interminables colas “esperan­do el camión”. Era común ver la gente sentada en el cordón de la vereda; los que vivían cerca iban hasta su casa y volvían (cuidame el lugar). El jue­go consistía en ser el primero en ver o escuchar al camión cuando se estaba aproximando. Cuan­do llegaba se producía gran algarabía como ex­plosión de una duda contenida (porque a veces no venía). Los funcionarios del camión así como los del quiosco eran muchachos jóvenes con muy buenos físicos y mientras hacían su trabajo, con risas y bromas se sumaban a la alegría general, porque el ser humano, como todo bicho, cuando ve comida, se pone contento.

La carne se colgaba en ganchos al techo del quiosco, y desde allí con sierra y cuchillos se iba trozando para la venta. Como los funcionarios eran del barrio eran por todos conocidos, (sus apellidos eran Fernández y Delorrio), lo que ge­neraba la continua chanza de reclamarles siem­pre el mejor corte.

¿Y la higiene? Este tema podría definirse como un choque de culturas, o como una visión extra galáctica. Camiones cerrados, transportes refrigerados, cadena de frío, indumentaria apro­piada, guantes, etc., no figuraban en ningún dic­cionario. ¿AGUA?, era provista en baldes desde el pozo de la familia Concepción, en cuya vereda se ubicaba dicho quiosco. ¡Las moscas...!, eran como de la casa; solamente se las fastidiaba con ramitas de eucalipto o de laurel, cuyo mayor beneficio era hacer sentir importante a quién de ellas se ocupaba.

Para acceder a esa carne se pedía el “Carné de pobre”, así se le llamaba.

Funcionó desde 1952, más o menos, hasta 1963, luego quedó abandonado y un buen día la Intendencia se lo llevó.

Expendio de leche

A pocos pasos de allí sobre la calle Tomkin­son estaba el Expendio Municipal de la leche. Al igual que con la carne había otros lugares don­de proveerse del blanco producto. Había vecinos que tenían vacas, una, dos, tres o más, y como la producción supe­raba las necesidades familiares vendían lo que sobraba. Mi casa era una de ellas. Re­cuerdo los baldes lle­nos de leche en una heladera y los vecinos con su botella o con jarros todos los días a comprar. Los domin­gos también. Mi ma­dre prefería que tra­jeran jarros en vez de botellas porque eran más fáciles de llenar al tener la boca ancha y no tener que esperar que disminuyera la espuma. En la actual calle Dr. César Bianco estaba Don Eduardo, un señor inmigrante español de profesión enfermero, que trajo de España su apego por lo que de niño aprendió: Cuidar vacas. Ya jubilado lo vimos por nuestro barrio llevarlas de un lado a otro buscando el mejor pasto. Cuando en nuestra casa no había leche, me mandaban comprarla a la suya, o a la casa de la familia Scarzella, que vivía en Cno. Cibils y la actual Mirungá, donde hoy funciona la escuela Nº188. Esta familia plan­taba mucha alfalfa, lo que le daba a esa leche un sabor característico. Ni se les ocurra pensar que alguna autoridad controlaba la calidad o la higiene del producto. Pero… ¿saben una cosa? Nunca hubo un problema, ni comentarios de des­contento. Así era y…, todos conformes.

El expendio vendía leche de Conaprole, que venía en botellas de vidrio de boca ancha con ta­pitas de cartón en las cuales estaba impreso en letras rojas el día de envasado. Después se cam­bió el cartón por el aluminio. En la puerta tenía un cartel gris con letras negras que decía “Expen­dio Municipal”. Fue atendido por la Sra. Eugenia Garcés y por el Sr. Rege. Re­cordamos con especial cariño a “Doña Eugenia” (madre de nuestro amigo Raúl Rodríguez) por su forma de atendernos, nunca alzaba la voz, siempre suave y pausada, con una sonrisa solucionaba todos los problemas. Especial afecto por esa casa en la cual además, íbamos a aprender catecismo con el padre Corso.

Al igual que con la carne, con la leche se formaban colas. El precio era reducido y se accedía a ello a través de cupone­ras otorgadas por la Intendencia. Como la demanda era mayor que la oferta, la leche se terminaba, y era este el motivo por el cual había que ir lo antes posible y hacer la cola para no quedarse sin lo que se buscaba. Se generaba una competen­cia de quién iba cada vez más temprano. Personas mayores y niños. Sí, niños de nueve y diez años que, como iban de tar­de a la escuela, su madre los mandaba a hacer la cola. La anécdota se dio cuando uno de esos niños quiso ser primero.

Frente al expendio vivía un señor de nombre Manuel, tropero, jubilado, viudo, que por lo que se ve no tenía mucho sueño o se acostaba con las gallinas. El hecho es que siempre era el primero en la cola. Esta niña se propuso ser ella la prime­ra para lo cual llegó a las cinco de la mañana y ¡ganó!... sí, una sola vez: al otro día su entusias­mo se desvaneció cuando llega a la misma hora y ya estaba Don Manuel, allí siendo el primero como “Un solo hombre”. Este señor tenía la virtud de ser muy conversador y siempre mantenía a la concurrencia entretenida haciendo más corta la espera.

O sea: A escasos metros de distancia del quiosco de la carne encontramos otro grupo hu­mano también en la espera por su alimento, con similitudes y diferencias, pero grupo humano al fin con ancestrales conductas en pro de la su­pervivencia.

Tanques de agua

Hemos visto el punto de encuentro de la car­ne y el punto de encuentro de la leche, pero… ¿Hubo punto de encuentro del agua? Sí señores, sí lo hubo y más de uno.

Al no haber agua corriente debíamos proveer­nos del vital elemento de otra manera. Lo habitual era el pozo manantial. Algunos vecinos lo cons­truían en el límite de su terreno con la mitad del brocal a cada lado, permitiendo así la provisión para los dos padrones. Lo más común era balde y cadena. Algunos tenían noria; los más adelan­tados motor y depósito elevado. En las granjas el infaltable molino a viento; tanto eso es así que pegado a nuestra escuela 150 hubo una empresa que instalaba y reparaba esos aparatos. Su mar­ca era GIUGNI, había mercado para ello.

Sin duda que el agua es un pilar fundamental en el aspecto sanitario de la población. En esa línea, las autoridades sanitarias del momento deciden abastecer de agua potable a los barrios periféricos, mediante un sistema de tanques dis­pensadores, cuyo contenido se reponía periódi­camente con camiones equipados para ese fin. Sin duda muy buena la intención y la idea. Los depósitos se construyeron con anillos de hormi­gón vibrado con una capacidad de 5000 litros. Hubo uno en la puerta de nuestra escuela Paso de la Arena, del cual no queda ningún rastro. Fun­cionó otro en el cruce de Tomkinson y Francisca Aznar de Artigas, que todavía se mantiene como documento de lo que fue. Un caño grueso para cargarlo y un caño fino de bajada para abastecer las dos canillas que estaban al lado. Tenía agre­gado una flecha esmaltada que variaba su altura según la cantidad de líquido existente, sirviendo de indicador

Nuestra fiesta como niños comenzaba cuando venía el camión reponedor. El solo hecho de ver un movimiento no habitual o diferente, era motivo para que formáramos en su entorno una rueda que no perdía detalle. Nos daba risa ver aquella manguera de lona que al rellenarse, por los múltiples orificios que tenía, le na­cían chorritos de agua simulando una regadera lineal. Por supuesto que el agua más rica era la que capturábamos con nuestra boca, “a pleno vuelo”, de esos chorritos.

Aquí no había largas colas, apenas se acumulaban algunas personas con recipientes cuando venía el camión. Tampoco se generaba mucho ambien­te para la charla porque aquí ya no se esperaba, (había dos canillas) una vez llenas sus vasijas se retiraban, lo que generaba un desplazamiento continuo sin mayor tiempo para colas. De todos modos, al igual que los anteriores, fue un punto de encuentro al cual concurría la gente a satisfacer una necesidad bá­sica.

Poco tiempo funcionó este siste­ma. Hubo un mal uso dado por perso­nas que conectaban una goma desde la canilla hasta tanques que traían en diferentes vehículos llevándose agua potable para otros usos y en grandes cantidades. A veces canillas rotas, falta de reposición, etc., hicieron que en poco tiempo esos depósitos pasaran a ser mudos testigos de una buena intención.

Rómulo Guerrini

Estimados: A veces no es fácil transmitir lo que se quiere. Hoy el intento estuvo en recrear un instante de la historia, un instante en el cual, para obtener los elementos que nos ocuparon, teníamos que tomarnos determinado trabajo que consistía en ir y esperar, generándose en esas esperas encuentros de diferente tipo entre los participantes de las colas y a su vez entre los de afuera, los que pasaban y se vinculaban aunque no buscaran el producto. Fue un instante históri­co que pasó por nuestro oeste y que nos gustó recrear para que no muera en el olvido como le pasó al pobre quiosco de la carne.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El imperceptible tic tac del reloj nos recuerda el paso del tiempo y con él, reafirmamos nuestro compromiso de llegar a ustedes con entregas que justifiquen, cada vez, vuestra paciencia de lectores.

En ese marco me plazco en traerles hoy una nota en la cual nuestro entrevistado se llama Walter Raúl Elhordoy Pulgar "El Vasco".

Ya mayorcito, jubilado, arquitecto, ex bodeguero, accede a nuestro requerimiento, y no sólo eso sino que, con desbordante entusiasmo, se suma a la idea de rescatar la memoria del Rincón del Cerro aceptando que el paso del tiempo todo lo cambia pues, los nuevos sistemas de comercialización y las nuevas técnicas de cultivo recolección y transporte, ya no necesitan de la pequeña granja familiar y sus peones. Inexorablemente, a medida que los mayores van partiendo, los hijos y nietos van tomando otros caminos quedando múltiples parcelas abandonadas con sus construcciones, o en oferta al mejor postor.

El deshojar de los años hizo que una zona de chacras y quintas, lenta e inexorablemente se vaya transformando en un área residencial para personas que buscan escapar del cemento ciudadano.

Identificado con la zona y la naturaleza no pudo evitar hablarme de ese tesoro que es el río Santa Lucía y de su dolor por la contaminación y la deforestación que se van dando en toda su cuenca.

Si seguimos en estos temas con "Pichulo", (apodo que surge de la primera expresión de su hermana mayor cuando lo vio recién nacido) ocuparíamos varias ediciones de LA PRENSA DE LA ZONA OESTE, pero al no ser lo que hoy nos convoca le hago la primera pregunta:

¿Tienes idea de los orígenes de tu familia?

"Yendo hacia atrás, te digo que mis padres fueron Rolando Elhordoy Fontana y Celia Pulgar. Mi abuelo paterno fue Beltrán Elhordoy, hijo de Ramón Elhordoy, ambos uruguayos, nacido este último en 1843. Ramón es hijo de otro Beltrán Elhordoy, vasco, nacido en Oñate (Guipúzcoa- España) no sé en qué fecha, como tampoco sé en qué fecha vino a América. Te puedo agregar que el panteón familiar en el cementerio del Cerro dice: "Familia Elhordoy, 1875".

Este vasco, un hermano y un sobrino emigraron probablemente por el tema del mayorazgo. En aquella época, al morir el padre, quedaban toda la responsabilidad y todos los bienes en manos del hijo mayor quedando los demás en situación de desamparo. Sé que ya en América se dedicaron a plantar alfalfa; no te olvides que era ese el combustible de la época. No sé de qué manera, pero fueron dueños de grandes extensiones de tierra limitada por Cno. O’Higgins antes de llegar a lo que hoy es Camino Conde, hasta Camino Sanguinetti y de allí hasta la costa".

Hay familia Elhordoy en distintos departamentos del país, ¿no es así?

Sí, parte de la familia emigra a San José, otra a Paysandú y obviamente en Montevideo. Tenemos un escudo familiar y hemos hecho reuniones para juntar y conocer a todos los descendientes de la familia. En estos eventos participaron alrededor de 150 integrantes, una de las reuniones se realizó en Paysandú y otra aquí en Montevideo, en Granja San Francisco, -evento que oportunamente fue cubierto por LA PRENSA DE LA ZONA OESTE-

Completando esa línea te digo que mi padre tuvo seis hermanos: Beltrán, Raúl, José Ramón, Laura, Livia y Soe". Mi madre, fue hija de Juan Manuel Pulgar y Manuela Nicolini. Este abuelo, español de Burgos, vino a Uruguay desde Cuba. Tenía dos hermanas: María Aída y Catalina y un hermano: Juan.

¿Dónde naciste?

"En la casa de mi abuela Julieta, que aún permanece en pié, y es la primera a la izquierda entrando por Cno. Conde. Es de dos plantas y tiene diecisiete habitaciones. En la parte posterior había un galpón para la bodega y otro para casa de los peones, que ya no están. También hubo un enorme palomar, con cientos de ellas, en el cual irrumpíamos de golpe y juntábamos las que aún no podían volar con las cuales mi madre preparaba exquisitos platos. Eran cuarenta cuadras de frutales y viñas, trabajaban muchos peones y, como era habitual, con casa y comida. Por la tarde me mandaban a repartirles el mate cocido.

Yo te conocí viviendo en la casa que está por Cno. Sanguinetti pegado a la escuela...

"Sí, a mis once años nos mudamos para allí. Fue un cambio muy fuerte; pasé del niño campesino y aislado a otro entorno y a una nueva convivencia rodeado de amigos. A pesar de la corta distancia pasé del "medio del campo" a un lugar más ciudadano; totalmente diferente con otras realidades y otros códigos. Tenía allí a mi alrededor escuela, comercios, herrería, (carros, caballos, arados), peluquería, expendio de carne, bar, despacho de nafta agrícola y común, cancha de fútbol, (Orillas del Plata) etc., o sea una variedad de elementos que me abrieron puertas a un, para mí, desconocido mundo.

Por esa época comencé a ayudar en el almacén de ramos generales de mis abuelos. Que hago un mandado, que acomodo una cosa, que traigo otra, etc., pero además me gustaba hacer caricaturas de los parroquianos trasladando al papel imágenes típicas de los personajes de ese lugar. Había uno grandote que lo dibujé apoyado en el mostrador con la típica pose del que toma… y toma. Me quedó bastante bien y a él no sólo le gustó sino que me felicitó, "por lo buen fotógrafo que era". Las caricaturas se dejaban colgadas en la pared del despacho de bebidas. Con este hombre aprendí que no todo buen principio tiene buen final. Mirá lo que me pasó: Era el invierno de 1954 y el vapor "General Alvear", encallado y moribundo en Pajas Blancas, sufría la apropiación indebida de sus pertenencias en la cual participaba el mencionado parroquiano. Todos lo sabían pero de eso no se hablaba. A su vez, circulaba un semanario sensacionalista llamado, "La escoba" que se ocupaba de publicar todo tipo de fraudes y chanchullos de esos que no se saben. ¡Alguien le había pintado en un ángulo de la caricatura allí expuesta, una escoba! Entro al almacén como siempre, sin saber lo que estaba ocurriendo y de repente el mencionado individuo, que había visto la escoba agregada, muy enojado me agarra por el cuello y me levanta en el aire más alto que su cabeza diciéndome: te…, te…, te…voy a ma…, ma…, matar (era tartamudo) creyendo que yo había agregado esa escoba ¡que ni siquiera había visto!"

¿Cómo fue ir al liceo?

"Si pasar de la quinta a la nueva casa fue para mí un gran sacudón, no menor fue cuando comencé Secundaria saliendo del campesino Rincón del Cerro, para ir al citadino liceo Miranda.

Ustedes se preguntarán ¿Por qué el Miranda y no a uno más cercano? La explicación se vuelve fácil si les digo que los dos únicos ómnibus que llegaban al Rincón, cuando pasaban frente al liceo Bauzá como venían repletos y con gente colgada ¡no paraban!

¿Cuántas anécdotas habrán dejado esos viajes?

Sin duda, te cuento una: en las barreras de la calle Agraciada se formaban filas de ocho o diez ómnibus esperando el paso del tren, todos repletos y como te dije con gente colgada, lugar propicio para los punguistas que se dividían la zona por cuadras y luego bajando en el boliche de los hermanos Cerrillos, (Agraciada y José Freire) se repartían los dividendos. El guarda Rómulo Peirano, los conocía y al verlos les gritaba "aquí no" cuidando de esa manera su pasaje.

En el Liceo Miranda conocí otras personas, otras costumbres, otros hábitos y modales, y poco a poco, fui aprendiendo que existían mundos diferentes al que me formó desde la niñez.

Terminado el liceo y ya mocito, me llama mi tío "Chambo" y me pregunta qué pienso hacer. Por un lado tenía "el futuro asegurado" continuando en los trabajos rurales y en los diferentes emprendimientos de mi familia, y por otro, la incógnita de seguir estudiando profundizando la línea que inicialmente mi directora me había señalado. Opté por lo segundo, aunque nunca abandoné la bodega familiar, y hoy puedo decirte que no me he arrepentido"

Cuéntame rápidamente sobre la bodega…

"Bueno, aquí fuimos colegas y si empezamos a hablar del tema también ocuparíamos el espacio de varias notas. Mi abuela la fundó en 1924 y en ella trabajaban todos sus hijos varones. Mis tíos fueron falleciendo quedando sólo mi padre y allí me hice cargo de la misma desde la época de estudiante hasta hace poco tiempo en que me jubilé y vendí el predio a Secundaria. En algunos períodos integré la Comisión Directiva de la Organización Nacional de Vitivinicultores".

¿Qué significó la arquitectura para tí?

"Siento que fue mi vocación. Agradezco a la vida que me cruzó con aquella Directora y con mi tío "Chambo". También agradezco a la Universidad de la República que sólo pidió mi esfuerzo para darme una herramienta que permitió ganarme la vida".

¿Hiciste el viaje de Arquitectura?

"Sí, por supuesto. Hicimos el viaje de estudios el que mucho nos formó. Recorrimos diversos países de un lado y de otro de la infranqueable Cortina de Hierro; podría contarte infinidad de anécdotas pero sería tan extenso que lo dejamos para otra oportunidad".

Tenemos que parar. Sólo decime: ¿Cómo fue aquello de los conejos?

Al hacerle esta pregunta veo que la expresión de su cara cambia. Pasó de estar serio y compenetrado en el relato mientras aportaba elementos a la entrevista, a una actitud jocosa, risueña y casi diría yo, de picardía.

"Ahhh… ahí querían matarme. Resulta que Nicanor Pino (peluquero), padre de Ademar que siguió el oficio, y abuelo de Nelson, que se orientó hacia la música, criaba conejos. El vasco Pedro Lanz, me enseñó a castrar los machos. El método era sencillo, pero tenía su detalle: había que quitar los dos testículos a la vez y de un solo movimiento, de lo contrario si quedaba uno, éste se introducía en la panza y ya no se podía sacar. Iba bien con mi trabajo hasta que con un conejo me pasó eso y yo pensé: "si lo digo me rezongan, y si no lo digo no pasa nada". Opté por lo segundo. El hecho fue que al tiempo aparecieron todas las conejas preñadas y después conejitos por todos lados. Realmente le compliqué la vida a don Nicanor. ¡Todo por un testículo!".

Como Uds. se imaginarán terminamos los dos en la misma risueña actitud.

Hablar con "Pichulo", es como hacerlo con una enciclopedia. Tengo la sensación de que ni siquiera he empezado. De todos modos ¡basta por hoy!

Gracias Walter. Gracias "Pichulo". Gracias arquitecto. Gracias amigo.

En esta nota has transmitido vivencias y datos que por tu actitud solidaria no se perderán en el olvido.

Gracias también a LA PRENSA DE LA ZONA OESTE, que tiene la inquietud de seguir en esta línea. Y por último gracias a ustedes, queridos lectores, una vez más.

 

"La época escolar cambió mi vida"

 

En la casa de mi abuela Julieta viví una primera etapa como niño rural, que hoy considero de aislamiento. Éramos mi hermana y yo, criados entre mayores cuya única consigna era el trabajo. No teníamos juguetes, me entretenía modelando animalitos u objetos en barro y también pintando láminas que la directora exponía en la escuela.

El camino hacia la escuela era de tierra; teníamos que recorrer doce cuadras que hacíamos junto con las hermanas Vercezi, que vivían por Cno. Conde un poquito más lejos. Cuando llovía aquello era un lodazal y solucionábamos el problema llevando otro par de zapatos.

Supe querer a mi escuela de Rincón del Cerro, construída en un terreno donado por la familia Sanguinetti, gracias a la insistencia de mi abuela Julieta que cuando algo se proponía, lo lograba. Se enseñaba carpintería, cocina, tejido a cargo Margarita Pujadas, (esposa de Julio Mahilos, dueños de La Baguala), y curtiembre a cargo de Giniña.

Teníamos un solo turno y no éramos más de cien alumnos. Como las distancias eran grandes algunos venían a caballo y otros eran traídos por un camión que recorría la zona; primero fue el de Evaristo Moreno y luego el del vasco Astibia. Allí nos preparaban para enfrentar la vida. Las niñas para amas de casa y los varones para trabajar. Lo normal era terminar la escuela (los que la terminaban) y ya vincularse a algún tipo de relación laboral, generalmente en la familia o con vecinos. Hasta donde sé, soy el primer alumno que accedió a una carrera universitaria.

Te agradezco esta oportunidad de poder expresar mi eterno reconocimiento a una mujer que fue Maestra con mayúscula y que, desempeñando el cargo de directora de la Escuela 159, me estimuló para que concurriera al liceo y siguiera trabajando como todos, pero también yendo a aquello para mí tan extraño, como era ingresar a la enseñanza secundaria. Su nombre era María Dolores Gil. Al contrario de la anterior directora, de apellido Bols, que nos pegaba con una regla en la punta de los dedos, ella imponía su autoridad con la contundencia de la palabra. Era yo muy rebelde y tenía la costumbre de, en todo momento, hacer con los hombros el gesto de "no me importa". Un día, ella me paró frente a toda la clase y preguntó si alguien sabía el por qué de mi actitud. Hubo respuestas diversas, pero lo que yo sé, es que fue tal la vergüenza que nunca más repetí aquel gesto.

En una oportunidad la embajada de Francia organizó un concurso escolar que consistía en pintar un cuadro referente a Paris y el río Sena; lo pinté y ella lo envió, evidentemente no fue premiado pero fue en esa instancia que ella me mencionó la idea de que estudiara arquitectura por mi capacidad para dibujar. ¡Y sin duda que la escuché! No podía tener yo en ese momento idea de lo que significaba ser arquitecto, pero sus palabras todavía las tengo en mis oídos como si recién me las hubiera dicho".

 

Rómulo Guerrini

 

 

Caminando

Muchas veces hemos oído decir: "Y…, la historia se repite". Debemos creer que en gran parte ese dicho es cierto. Desde la escuela hemos escuchado de la existencia de grandes imperios, algunos con persistencia de siglos, que al final, por la causa que fuere, les llegó la decadencia y el ocaso.

Vemos los restos de obras monumentales construídas por grandes civilizaciones de las cuales, sólo quedó eso: los restos (Egipto, Grecia Roma). También vemos obras que, evidentemente, alguien las hizo y no tenemos la menor idea de su origen (Stonehenge, Nazca, Moais).

Cómo se han instalado, han caído, gobiernos dictatoriales y gobiernos democráticos, cediendo a la implacable fuerza de los pueblos. En fin…, la historia se repite.

¿Por qué comienzo así?

Porque hoy les traigo otra historia de inmigrantes que, en el marco de buscar nuevos horizontes, repite el ejemplo de todos nuestros ancestros. Como ésta tiene también algunos detalles interesantes, me pareció un pecado no contarla, y nada mejor aún que fuera uno de sus protagonistas quién así lo hiciera.

En una soleada mañana de marzo yendo por Luis Batlle Berres hacia afuera, pasando Lomas de Zamora tomo la primera entrada a la derecha y antes de detener el auto, veo que se abre una puerta lateral del domicilio apareciendo muy sonrientes Marta Vallarino y Pedro Delpino. Me estaban esperando, su ansiedad no les permitió aguardar que detuviera la marcha para venir a recibirme. Pasamos al comedor y me encuentro la mesa primorosamente arreglada para un desayuno. "¡Pero ya desayuné! Bueno, los acompaño con un té". Y así cómodamente instalados comenzamos a deshojar los tiempos y remover sentimientos…

Cuéntame Pedro, ¿Tus padres son italianos?

"Sí, mi papá se llamaba Ernesto Delpino y mi mamá Carolina Capra. Él estaba enrolado en el ejército italiano y oficiaba de ayudante guardaespaldas, de un Coronel de esa arma que mucho apreciaba a mi padre. Transcurría el año 1914 y se venía lo que luego terminó siendo la primera guerra mundial. Ese coronel cometiendo infidencia, le avisó a mi padre y le dijo que se fuera para América."

Sin dinero, sin saber leer ni escribir, -aunque había aprendido a firmar- y sin documentos, Ernesto Delpino, se dirige al puerto y logra embarcarse como ayudante carbonero en un vapor que iba para América. Todo el viaje apaleando carbón, durmiendo cuando podía, y comiendo a veces, pero cada vez más cerca de Buenos Aires, que era el destino final. Su único consuelo era que en algún lugar del mismo barco, iba una de las siete novias que había invitado para esa aventura. Tampoco a ella le habían enseñado a leer y escribir y por problemas de documentación no podía embarcarse en puertos italianos. Para salvar esa dificultad viajó a Francia y subió al mismo barco.

Lo miro a Pedrito y lo veo "enroscado" en sus raíces, hablando sin parar, como si miedo tuviera de algo olvidar. Uno siente al verlo, como que está pleno, feliz, reubicándose en lo que fue su origen y el de toda su familia. Feliz de ser, de estar y de poder transmitir sus emociones contenidas, tal vez toda una vida. Le digo: "Pará Pedrito, pará. Cuéntame bien cómo fue eso del dolor de barriga que cambió la historia".

"Ahh sí, resulta que en esa época el viaje era desde Europa a América y el pasajero se podía bajar en Santos, Montevideo o Buenos Aires. Mis padres venían a Buenos Aires, pero mi mamá no lo estaba pasando bien; en Santos pudo hablar con mi padre y allí decidieron que si no mejoraba, se bajaban en el próximo puerto. No te olvides que no tenían la menor idea de tiempos ni de distancias ya que desconocían la geografía. Aquí en Montevideo, con su atadito de ropa, bajaron y optaron por quedarse. No volvieron al barco, que sin ellos partió. Siempre me pregunté quién habrá echado el carbón hasta Buenos Aires".

Nuestro entrevistado se toma unos minutos respira hondo y prosigue, "Solos, sin ningún vínculo, sin conocer el idioma, caminan alejándose del puerto. Llegan hasta un ombú que estaba, en donde hoy se cruzan Santa Lucía y Ruta 5, allí pasan la noche y los días siguientes. Pidiendo y preguntando mi padre logra un trabajo a cambio de comida. Un gran paso fue cuando logra otro trabajo a cambio de, ¡casa y comida! Poco a poco se van vinculando con otros paisanos y logran casa, comida y ¡remuneración!

El trabajo era de sol a sol, pero era más que eso porque antes de ir al campo había que desayunar, uncir los bueyes, preparar la herramienta, juntar agua, darle de comer a los bichos, etc.

Dos años haciendo esa vida les permitió ahorrar lo suficiente como para comprar once cuadras de campo en Camino O’Higgins."

Aquí le pido a Pedro una pausa como para ordenar un poquito el relato. Para no caer en la historia repetida obviamos todo lo que fue la evolución natural fruto del esfuerzo y del trabajo. Sólo imagínense ustedes, lo que puede llegar a producir una familia con trece hijos, (diez varones) todos trabajando junto a los padres. Lo único que les digo es que hambre nunca más, ninguno pasó.

Se repartían tareas: Ernestito y Ramón en la bodega, Enrique en el mercado, Onelio en las quintas, Adolfo en los viñedos, Antonio y Pedro en el reparto de vinos; por supuesto que los otros hermanos no se quedaban atrás en cuanto a trabajar, ocupándose de un sinfín de otros quehaceres. A medida que los hijos se iban casando se instalaban con similares emprendimientos que luego siguieron la mayoría de los sobrinos. Algunos tomaron otros caminos como por ejemplo Sergio, que instaló, y con muy buen suceso, la Granja de eventos "San Francisco"

¿Pedro, te acuerdas de alguna anécdota?

"No sé si es anécdota, pero te cuento que los varones no podíamos contraer matrimonio antes de los 25 años. Siempre se iba casando el mayor. En caso que así no fuera y el que le seguía llegaba a los 25, entonces papá le autorizaba el casamiento. Cuando éramos quince, a la hora de almorzar y de cenar, papá y mamá se sentaban en una cabecera; nosotros nos sentábamos en orden de edad descendiente, el mayor al lado de papá terminando la vuelta conmigo, al lado de mamá porque era el más chico.

En Navidad nadie faltaba, se armaba una mesa grande en la cual entre hijos y nietos llegamos a ser cuarenta y tres. En año nuevo igual, pero los casados podían faltar para ir a la casa de los suegros".

"¿Carneaban para esas fechas festivas?

"Sí, dos chanchos grandes y un novillo. Los chanchos eran criados en casa y el novillo lo traíamos de San José. Venía toda la familia y cada uno tenía asignada una tarea. Me acuerdo que al novillo lo colgábamos de un eucalipto y lo subíamos con una linga enganchada al tractor".

Mientras Marta me sirve otro té, la charla continúa: Te acuerdas de ésto, y de aquello, y de fulano… Sin querer surge un capítulo de risas y emociones al hablar de su bodega. Como fuimos colegas, también fuimos compinches en ese tema y hay infinidad de anécdotas que, al recordarlas, nos genera la dicha de ser felices. Pedro me cuenta que los ladrillos para las paredes de su bodega, se hicieron con la misma tierra que se sacó de la excavación y que los ladrilleros eran los mismos que habían construído la bodega de Juan Olivieri.

"¿A qué edad se casaron?"

Aquí es Marta la que toma la posta y me dice: "Fuimos novios a mis catorce años, y me casé con diez y seis. Mis padres no estaban de acuerdo en que lo hiciera, pero igual lo aceptaron y me firmaron el permiso. Como era menor tuvimos que hacerlo con autorización judicial. La ceremonia fue en la capilla de la Inmaculada Concepción en el año 1960, con el padre Colombo. El vestido me lo hizo Teresita Rijo, cuando vivía en la casa de la calle Tomkinson. Recuerdo que cuando lo fui a buscar ella no estaba y me atendió su hermano Edison, quién muy solícito me dijo: "Tomá, aquí está tu vestido". Lo que Edison no sabía, era que ¡¡me estaba dando el viso y no el vestido!!

¿Fue fácil ponerse de novios?

"No para nada" responde Marta, "Desde hacía tiempo Pedrito andaba en la vuelta y mi papá lo controlaba. Siempre con cara de pocos amigos, hasta que un día había que matar un chancho y quién habitualmente lo hacía no estaba. Mi padre le pregunta a Pedro si sabía hacerlo y él (que nunca había matado ninguno) le dijo que sí. Llegado el momento temblaba porque sabía que se la jugaba toda, en esa oportunidad, pero clavó la cuchilla con tanta suerte que, de un solo golpe el trabajo quedó hecho y de la mejor manera. A partir de allí mi padre comenzó a dejarlo entrar en casa. Como Pedro era el más chico de los hermanos, en su casa, le tocaba siempre lavar los platos y la cocina. Aburrido de ello me dice de casarnos. Le digo a mamá y me responde "Háblalo con tu padre"

Yo le di largas al asunto, pasaba el tiempo y no me animaba, hasta que un día al verlo sentado solo a la mesa de la cocina, me arrimo y también me siento a ella. Las manzanas del centro de mesa me las fui devorando una a una, en el más pesado de los silencios hasta que, cuando se acabaron, junté fuerzas no sé de dónde y se lo dije".

Marta suspira y continúa el relato, "Clavada en la silla, pálida y empapada en transpiración, escuche a su padre decir: ¿lo pensaste bien? si lo tienes pensado así, tienes que saber que de mi parte, no estoy conforme; pero si tú lo decidiste, yo lo acepto y te digo que aquí en casa de ahora en adelante, te quiero sólo de visita".

"Yo interpreté como que si me iba mal ya no podría volver. Bueno, me animé, nos casamos, el "Coco" Olivieri nos hizo la mudanza y aquí estamos, pasamos las bodas de oro y andamos volando".

Terminado de decir ésto, comienza a festejar con una risa contagiosa que al instante nos une a los tres en tal celebración, como si estuviera ocurriendo el suceso más importante del mundo. Me consta que para una pareja así constituida y como la de ellos, así mantenida, cada día y cada minuto constituyen un canto a la vida que debe vivirse en una permanente celebración, y quienes los queremos disfrutamos que así sea.

Ya en los ecos de esos gratos instantes Marta me ofrece unos bocaditos y, mientras los disfruto, me doy cuenta que Pedro está sumido en un contrastante silencio, expresando su rostro una mezcla de dolor y tristeza que me obliga a preguntarle qué sucede. Fue entonces que me cuenta cómo fue que adquirió la propiedad en la cual hoy viven, y cuál es el motivo de su tristeza.

Quién más quién menos, tenemos en nuestras vidas alguien que sin ser de la familia y verdaderamente sin ningún interés de devolución, nos ayuda. Pedro y Marta lo tuvieron y su nombre fue: Pedro Scasso. Este señor era el anterior dueño de esos terrenos y viendo que vivían en la casa de los padres y observando la forma de trabajar de Pedro, se los ofrece en venta. Como el dinero que podían juntar no llegaba ni a la mitad, Pedrito habló con el Sr. Scasso y le dijo que no iba a hacer el negocio. La respuesta fue que ya estaba decidido, que esos terrenos eran para él, que entregara lo que pudiera y el saldo también lo pagara a medida que iba trabajando. Nada de hipotecas, le dijo, me lo pagarás con tu trabajo. Y así fue como en esa seguridad que da la confianza inspirada por las buenas personas, don Scasso, escrituró esos padrones a nombre de Pedro y Marta antes que terminaran de pagarlos.

Escuchado ésto ¿Cuál es la tristeza? La tristeza es la otra parte del relato que refiere a la muerte de este hombre y que Pedro así me lo contó: "Don Scasso estaba muy mayor y no andaba bien de salud, hasta que un buen día lo internan en el Hospital Italiano, hecho del cual no me enteré. Amigos me avisan y me dicen que reiteradamente pide por mí, que quiere decirme algo; inmediatamente acudo al Hospital, pero había terminado la visita y no me dejaron entrar. Voy al otro día y… ¡Había fallecido! Toda la vida guardo el interrogante sobre lo que querría decirme. Me quedó como un sentimiento de culpa por no haber llegado a su llamado, y eso no lo puedo resolver. Es en momentos como el de hoy que me acuerdo de todo aquello e inevitablemente me domina una mezcla de agradecimiento, tristeza y nostalgia, muy difíciles de expresar, solamente entendible por quienes hayan vivido una experiencia como la mía"

Hasta aquí llegamos. Pedro acompaña a sus hijos en un emprendimiento agro-industrial. Marta, el eje de la casa, además de sus tareas domésticas atiende el jardín y se dedica a la pintura, estando las paredes de su hogar tapizadas por variados cuadros, a cual más hermoso. Diferentes técnicas y estilos sirven para que ella se solace mostrándolos.

Me voy, me llevo peras y manzanas, símbolo del esfuerzo y el conocimiento de quienes nacieron y se criaron junto a la tierra y a la producción granjera.

Ahhh. ¿Y el dolor de barriga? Ya pasó. Tal vez lo que nunca se supo fue que ese dolor cambió la historia. Sin él, otra familia Delpino habría nacido en Argentina, ese apellido en nuestro oeste no lo habríamos tenido, y yo jamás habría disfrutado de compartir con ellos una inolvidable mañana como la de ese día. Le damos gracias a Carolina Capra, y le pedimos disculpas por el reconocimiento a su dolor de barriga gracias al cual, un siglo después vivimos exquisitos momentos.

Hasta la próxima.

Rómulo Guerrini

 

En un nuevo encuentro con "Al rescate de la memoria" me hallo en situación diferente a las anteriores, y ya verán el por qué.

La vida llevó a que me identificara con la profesión médica, pero en ningún momento ello desplazó, en el alma, mis orígenes granjeros. Siendo ésto así, es fácil entender mi placentero vínculo con todos quiénes logran su sustento trabajando la madre tierra.

Pero no todo fue medicina y no todo fue la granja. Hubo también otro aspecto formativo y fundamental, que fue el entorno barrial inmediato.

Sí, ustedes me entenderán, la calle, la escuela, los vecinos; estos vecinos que formaban parte de una extendida familia, un vínculo sin protocolos, signado por la naturalidad del afecto y el respeto. Me refiero a ese grupo de personas que nos acompaña desde el vamos, que siempre estuvo presente en las buenas y en las malas y que, a medida que van pasando los años, se va haciendo cada vez más reducido. Son personas mayores que aman el barrio al igual que nosotros y que guardan infinidad de recuerdos y anécdotas que debemos rescatar antes que el tiempo nos lo impida. Hoy vamos a charlar con una de ellas, su nombre es Gladys Galli Colombelli.

Siempre colaboró con La Prensa de la Zona Oeste y nos pareció procedente un encuentro. Muchos la conocen como Gladys Cheffo porque "Cheffo" era el apodo de su padre.

Cómodamente instalada, en un agradable entorno, nos recibe en su domicilio de Cno. Tomkinson casi Cno. Cibils. Luego de saludarla y explicarle el motivo de la visita nos dice:"Bueno, pero a mí no me nombren, no es necesario" entendiendo su respuesta que enmarcamos en una natural humildad y en un natural "ya está…", replicamos: ¿Por qué ocultar una verdad? Al contrario, debemos saber a quién agradecer la bonhomía de compartir cosas que atesora en su memoria, ya que actitudes altruistas nos ayudan a vivir felices y proyectarnos en paz. Como no podía ser de otra manera, su cara se ilumina y lentamente comienza…

"Mis cuatro abuelos eran italianos. Los paternos llegaron en 1878 y uno de sus hijos fue José Félix Galli Argenti (mi padre).Los maternos llegaron en 1890, también tuvieron varios hijos y uno de ellos fue Aurora Colombelli De Agustini (mi madre) La anécdota es que mi abuelo había arreglado el casamiento de mi padre con una chica de una familia de su amistad, y ante la negativa del novio no tuvo mejor idea que echarlo de la casa. Mi padre se fue a vivir a una pensión y el ocho de abril de 1916 en la capilla de la familia Schiaffino contrae matrimonio con mi madre. Ni padres ni hermanos concurrieron al evento. Sus padrinos fueron Sacarías De León y Amelia Paradello. Mis abuelos construyeron y luego vivieron en la casa donde hoy se encuentra el club Huracán de Paso de la Arena. Cuando ellos fallecen, mi padre renuncia a los derechos sucesorios que legítimamente le correspondían. Ya que estamos, también te cuento que en la casa donde hoy se encuentra el Club Social y Deportivo Paso de la Arena vivían sus dueños el Sr. Beltrán de León y su esposa Alcira Luoni. El club se fundó en 1948, pero la idea se venía gestando desde mucho antes, tan es así que había una comisión con tal fin que estaba integrada por Mario Carrique (Toto), Vicente de León (hermano del dueño de la casa) y Carlos José Galli (mi hermano).Este fallece trágicamente muy jóven, y en su recuerdo el campo deportivo del club lleva su nombre".

Aquí Gladys se detiene y pide un vaso con agua. La charla le produjo sed. Esto me dio a mí la oportunidad de hacerle una pregunta:

" ¿A qué escuela concurriste?" 

"¡Cómo a qué escuela concurrí!"

Me contesta como diciendo: Esa pregunta no se hace pues la respuesta es obvia.

"¡A la 150!" (Recordamos que en aquél momento no tenía nombre, posteriormente se la denominó "Rafael Barradas")

Fue como apretar un botón, se acomodó en el sillón, dejó el vaso a un costado y con una sorprendente nitidez me cuenta cómo era el edificio (ya en su actual ubicación en el que fue domicilio de la familia del Sr. Edelmiro Mañé) me recrea la época, recuerda el nombre de todas sus maestras, y por supuesto de muchos compañeros.

"Mi padre y mi tía fueron de los primeros alumnos que tuvo esta escuela que funcionó desde 1890 hasta 1939 en una vieja casona que aún se conserva y que está ubicada en la calle Luis Batlle Berres casi Alfredo Moreno. Cuando yo concurría se enseñaba costura y algo de lo que nunca me he olvidado es el abrazo que me dio esa profesora cuando se enteró de la muerte de mi hermano. Fui condiscípula de José Mujica, recuerdo cuando su señora madre lo hacía sentar al piano y ensayar diferentes acordes con la natural ilusión de que algún día se compenetrara con el arte. No habrá sido concertista peeero…, llegó a presidente!"

"¿Siempre viviste en Paso de la Arena?"

"Sí, siempre en este lugar. Estos terrenos, desde la actual calle Luis Batlle Berres hasta donde era la granja de la familia Forli, pertenecía, una parte al Sr. Jaime Lluveras, y otra parte a la sucesión de la familia Gastambide. En 1930 mi padre compra un solar del nuevo fraccionamiento, construye la casa y se viene a vivir con mi mamá y mis dos hermanos. Se ve que habrán festejado la nueva residencia porque nueve meses después me tocó venir a este mundo siendo nueve años menor que mi hermana. Te cuento que en el remate del terreno pegado a mi casa pugnaban por el mismo mi papá y otro señor (Mario Carrique). La anécdota es que cuando ese señor se dio cuenta que el oponente era mi padre, desistió del intento. Ello afirmó una amistad que hoy, aunque ellos no están, se mantiene dentro de mí con la misma o más intensidad que cuando nació. El vivir siempre en el mismo lugar genera vínculos tan fuertes que se mantienen de generación en generación, tus vecinos son como tu familia y a veces más que eso. Te cuento que cuando fallece mi hermano el Sr. Julio Forli habló con mi papá y le ofreció el panteón de su familia para sepultarlo, y así se hizo. Cuando el que fallece es mi papá, el Sr. José Secchi procedió de igual manera y mi mamá así lo aceptó. Eran otras épocas y otras costumbres"

"¿Tu mamá trabajó en la casa de Tomás Tomkinson?"

"Sí, trabajó en la casa de la familia Tomkinson, él hacía muchos años que había fallecido y mantenían la chacra su hija y el yerno (Ricardo Thompson) hasta que finalmente el 17 de abril de 1932 se remató y se creó el parque Tomkinson. También trabajó en la casa del Sr. Máximo Manzanarez, esa casona enorme que está en Tomkinson y Luis Batlle Berres donde funcionó UTU hasta que se trasladó a la casa de Luis Batlle en Cno. de las Tropas. Esa casa fue construida por el Sr. Raúl Martínez copropietario de la firma Martínez-Reina, una importantísima empresa textil de nuestro medio (La Aurora). Se la vendió al Sr. Manzanarez dueño de una gran cadena de almacenes de barrio, y éste, al Sr. Pumarega, propietario de una casa de venta de juguetes (La Catedral de los Niños). Por último pasó a ser propiedad de una familia de nuestra zona productora vitivinícola. La cadena de almacenes del Sr. Manzanares se distribuyó por todo el país. Como vendió su casa de Paso de la Arena, mi mamá perdió el empleo, pero recuerdo claramente que tomábamos "la"E" (tranvía) para ir al centro en donde estaba la sucursal número uno (Uruguay y Rondeau) y ese señor al vernos nos decía: "lleve doña Aurora, lleve, ofreciéndonos todo tipo de atenciones."

"Sé que eres una apasionada lectora, que manejas el idioma francés, y que trabajaste muchos años en la estación de servicio que fue de la familia Otero, ubicada en las actuales Luis BatlleBerres y Tomkinson. Recuerdo claramente que mi padre me mandaba a comprar repuestos, lamparitas, etc., y allí estabas tú atendiendo. Recuerdo mi asombro cuando al pedirte tal tornillito o tal arandela tú, en aquella para mí interminable fila de cajoncitos, casi en forma mágica rápidamente encontrabas lo requerido. Me gustaba hacer ese mandado, por un lado me sentía importante, por otro era "una escapadita", pero además disfrutaba de cómo tú me atendías. Siempre con una sonrisa y siempre con una muestra de cariño mayor a lo que aquel niño podía esperar".

"Es verdad, con ellos trabajé muchos años. Era como de la familia. Comencé el 12 de noviembre de 1948. Recuerdo que en 1952 compraron una camioneta "Ford F1" y los muchachos querían salir en ella, la excusa era ir al cine "Copacabana", don Juan los dejaba si yo iba con ellos."

Con lo que acaba de decirme me doy cuenta que esa debía ser su característica personal, pues mi madre dejaba ir al cine a mi hermana con su novio, si Gladys iba con ellos. ¡Qué plomazo! je, je. Pero debemos decir que no todos eran plomazos, pues el día en que mi querida hermana hizo la visita de presentación a los que serían sus suegros para toda la vida, allí estuvo Gladys y fue una angelical compañía.

"¿Un personaje?"

"Manuelito Concepción. Vecino de toda la vida. Son tantas las anécdotas que no sé qué decirte"

Quienes conocemos a Gladys sabemos que hay un nombre que identifica a una institución de la cual ella fue fundadora y a la que le dedicó parte de su vida dando lo mejor de sí para desarrollar una de las tareas más gratificantes para un ser humano: enseñar. No podíamos en esta charla omitir ese nombre porque para nosotros Aexalpa y Gladys son como dos almas y un solo corazón.

A propósito nos cuenta un suceso que fue un chispazo en la mente de una persona y sin el cual seguramente Aexalpa no hubiera existido.

"En aquel entonces (1955) funcionaba una Comisión de Fomento integrada por padres de alumnos. A un grupo de ex alumnos se nos ocurrió que nosotros también de una u otra forma podríamos hacer algún tipo de obra que beneficiara a nuestra escuela y a la comunidad toda. Presentamos la idea a la directora del momento y quedamos decepcionados por el poco interés demostrado. Cabizbajos y resignados nos reunimos nuevamente y uno de nosotros dijo: ¿Y si lo hacemos igual? Su rebeldía contagió al grupo y poco a poco fue sumando entusiasmos logrando de esa manera que 26 muchachos empezaran una obra digna de imitarse y que hoy, sesenta años después, sigue irradiando aquella fuerza inicial. El nombre del ex alumno que cambió la historia es Ángel Odazzio. El primer presidente fue Raúl Schiapacasse".

Sería interminable esta nota si dejamos que siga hablando sobre tan entrañable institución, por lo tanto me voy a limitar a transcribirles lo que ella escribió.

A.EX.AL.P.A. (Asociación ex alumnos Paso de la Arena)

No indica ex alumno de qué institución, simplemente dónde nació.

¡19 de junio de 1956! Sesenta años y sigue tan campante.

Fuimos 26, quedamos sólo 2…, el tiempo, la vida, Dios…

En ese entonces no había celulares ni computación. ¿Dónde ocupar nuestra mente? La utilizamos en algo superior: Ayudar al prójimo, y por qué no, a nosotros mismos. No deseo mencionar motivo verdadero, no herir a nadie, si lo hubo, lo sé pero, pero…

¡Qué felicidad enseñar lo que nos enseñaron! Maestras y profesores, solteros y casados, sábado a sábado, dejábamos nuestros hogares y al regreso, ¡hacerlo felices! Años después también entre semana, y Aexalpa crecía cada día más y hasta lo sigue haciendo. En los comienzos sin sede propia, dábamos clase en el subsuelo del teatro de barrio y los días de lluvia teníamos que sacar el agua con baldes. No solamente ayudaban los directivos a dar clase, hubo aquellos que sin interés alguno se unieron a esta gran obra y hasta el día de hoy lo siguen haciendo. Les menciono algún curso: Corte y confección, ayuda escolar, tejido, bordado a mano, contabilidad, máquina, dibujo niños, francés, bordado a máquina, etc. No tuvimos sede hasta que se pudo comprar el predio. Piedra fundamental: ¡Qué gran día! Primera vez que podíamos decir: ¡Somos propietarios!

Luego vendría el edificio primitivo, totalmente de chapas de zinc, paredes y techo. Para combatir el frío usábamos estufas "Volcán" a querosene, había que vigilarlas pues eran a presión. Pero cada vez más felices con pequeños triunfos. Crecían alumnos y se ofrecían profesores con nuevas enseñanzas.

Al saber de esta gran obra una Institución Holandesa ofrece ayuda económica, qué mejor emplear ese donativo en mejorar nuestra sede. Las paredes de hormigón suplantaron las de chapa, se agregó Secretaría y Sala de Estar al frente, así como también lugar para la persona que habitaba al fondo, baños y cocina.

¡Llegó el día! Exponer obras de nuestros alumnos. Festejo de camaradería a fin de festejar el año lectivo. Pero no todo fue "color de rosa" Qué dolor la pérdida de nuestros compañeros y amigos más jóvenes y otros no tanto según aquella canción: "Cuando un amigo se va, queda un vacío imposible de llenar…"

Más arriba Gladys dijo: Éramos 26, quedamos sólo 2.

Debo decirle que sí, que eso es una verdad; pero hay otra verdad que no debemos omitir: Eran 26 y hoy quedan cientos. Cientos o miles son los que pasaron enseñando o aprendiendo y cada uno de ellos guarda en su corazón un sentimiento que, proyectado en un promisorio futuro, logra que aquel chispazo de idea siga concretándose en una maravillosa obra ejemplo de humanidad.

Estamos finalizando. Hemos recorrido un poquito la vida de Gladys y un poquito la vida de Aexalpa. Sin duda tienen mucho en común.

Hemos cumplido con la intención de vincularnos, acercándoles a Uds. vivencias de gente como nosotros que tienen hoy el privilegio de haber vivido y…, recordar.

Comunicar es para mí un placer. Comunicar es para la Prensa de la Zona Oeste un deber, y si les digo un secreto…: ¡También es un placer!

Hasta la próxima, amigos.

Rómulo Guerrini

 

Cuando asistíamos a la escuela y al liceo nos enseñaban que una de las maneras de dividir los tiempos de la humanidad era tomar como referencia la aparición de la escritura, pudiendo catalogar de prehistoria todo lo anterior e incluir en la historia todo lo que después sucedió. Sin duda que para dividir en dos períodos la evolución de la humanidad, la aparición de la escritura es una buena referencia a tales fines.

Pero sucede que cuando se comenzó a escribir, o cuando de alguna forma se comenzó a documentar los acontecimientos, no se empezó bruscamente de hoy para mañana. Quiero decir que se comenzó escribiendo lo que sucedía y también lo que había sucedido. Y es en éste, "lo que había sucedido" que me detengo y enfatizo, porque ese es ni más ni menos que el mejor ejemplo de la tradición oral. Antes de la aparición de la historia como tal, con hechos documentados, las noticias, las costumbres, los acontecimientos, se transmitían de unos a otros, de padres a hijos, de mayores a menores, por tradición oral, construyéndose de esa manera entre otras cosas la identidad de los pueblos. Un claro ejemplo de plasmar la palabra en la letra, lo tenemos en los evangelios. Pablo, Juan, Mateo y Lucas recogieron las enseñanzas de su maestro, generando cada uno de ellos un texto que perdura hasta nuestros días, dando origen al llamado Nuevo Testamento contenido en el libro sagrado del cristianismo. (La Biblia)

Tal vez nos preguntemos ¿Qué tiene que ver Jesús, Cristianismo, Biblia, con nosotros y con esta nota? La respuesta es que desde el punto de vista histórico tal vez poco, pero desde el punto de vista humano mucho, porque hemos decidido esta vez hacer la nota al estilo "prehistórico". Sí, no escribiremos lo que nos dijeron; transcribiremos lo que oímos. No es lo mismo. Usted,

querido lector, va a leer directamente lo dicho por el entrevistado. Va a ser como si con él estuviera conversando. Le sugiero que cierre los ojos y escuche, escuche…

Hechas las aclaraciones del caso iremos ahora a la nota propiamente dicha.

Una historia como

tantas de inmigrantes

Se trata de la entrevista a un integrante de una familia que perfectamente puede representar a todas las familias afincadas en esta zona entre 1880 y 1950. Típica historia de inmigrantes que con su esfuerzo y tenacidad lograron lo que su tierra natal en aquellos momentos no podía ofrecerles.

"Buen día, buen día". En la avenida Luis Batlle Berres nos recibe Ana Olivera, nuera de nuestro entrevistado. "Hola, pasá, pasá, aquí está Juan, está esperándote". Paso por la puerta trasera de su casa y entro en un amplio espacio usado como comedor. Allí está Juan Nervi Traversa, con sus jóvenes noventa años quien nos recibe con un gran abrazo y con toda la alegría reflejada en su rostro como diciendo: gracias por haber venido. Debo decir que me sentí muy pequeño frente a aquel gigante que durante toda su vida comulgó con la tierra y con la naturaleza, dando y tomando, y en ese intercambio rescatando lo necesario para vivir, mantener a su familia e ir previendo una vejes venturosa como la que se ganó.

Mirada clara, profunda, sincera y firme a la vez. Gesto jovial como el que durante décadas mostrara desde su camión cada vez que teníamos oportunidad de saludarlo.

Nos sentamos, y luego de charlar sobre temas del momento y del vínculo de sus padres con mis abuelos su nuera le dice:" Bueno Juan, a ver si le cuenta algo de su vida, de sus padres…" "Ahh bueno sí, sí…" Y con la mirada encendida comienza su relato. Escuche lector, escuche…

"En el año 1923 había mucha pobreza en Italia, que sufría las consecuencias de una larga guerra. Mis padres (Assunta Traversa y Giovanni Battista Nervi) eran piamonteses de la provincia de Asti del pueblo Roccaverano; con veinte y pico de años se casaron y se embarcaron en Génova con destino a estas tierras. El nombre del buque era Mafalda". "La idea era "hacer la América" El viaje duró treinta y dos días, y vinieron acompañados de muchos paisanos.

Cuando llegaron a Montevideo otros paisanos les consiguieron dónde vivir y además, trabajo. "El trabajo consistía en mojar higos con un hisopo embebido en aceite para que no se resecaran y se abrieran". El dueño de los higos era otro paisano llamado Antonino. "Por esos años estaban haciendo la carretera, y cuando se acabaron los higos me fue a cargar materiales para el hormigón en una carreta tirada por bueyes". Rápidamente se ganó el reconocimiento de todos, porque él había aprendido en Italia a herrar bueyes, cosa que aquí no se hacía. Terminada la ruta, se instala con su esposa como medianero en una chacra de doce hectáreas perteneciente al Sr. Roberto Haro. Estaba ubicada en la llamada Parada Nueva en el cruce del Camino de los Camalotes y la vía férrea. Había traído de Europa, escondida entre sus ropas, semillas de espárrago, y a ese cultivo se dedicaron. Aún hoy se comenta en familia que todas las esparragueras de esa época en Rincón del Cerro, provenían de aquellas semillas.

Juan, recuerda una anécdota y la cuenta, "Cerca de la chacra había un camino de tropas. Un día veo pasar una tropa de bueyes rumbo al matadero y entre ellos uno que estaba en muy buen estado. Más que rápido le propuse al tropero cambiarlo por un buey lastimado, a lo que el buen hombre accedió. A los efectos de la matanza era lo mismo".

"En 1924 nació mi hermano mayor José (Pepe), y en 1926 nací yo".

Con entusiasmo de niño feliz Juan, recuerda a su padre. "Desde muy chiquitos empezamos a ayudar a papá en todas las tareas. En una jardinera íbamos con él a vender verdura en el mercado viejo, (hoy MAM). Salíamos a las cuatro de la tarde para llegar a eso de las ocho de la noche. Recuerdo una vez que fuimos con papá y mi hermano en un carro de cuatro ruedas tirado por dos caballos y repleto de coliflores. Se vendieron todos con una ganancia de: ¡Siete pesos! De regreso a casa, papá dormía y Juan guiaba el carro".

"Además de espárragos se plantaba maíz, y la chala se utilizaba para rellenar cochones que, crujían al menor movimiento"

Le preguntamos a Juan que recuerda de su mamá, y con entusiasmo sigue su relato, "También ella trabajaba mucho. Sembraba, hacía las tareas domésticas, hacía dulces, quesos y manteca con mi colaboración, a quien mandaba una y otra vez correr hasta el fondo de la quinta, sacudiendo el tarro, hasta que estuviera pronta"

Qué recuerda del dueño del campo, consultamos, y responde, "Don Roberto Haro, para nosotros era como de la familia. Nunca hubo inconvenientes con las cuentas, siempre nos ayudaba con las herramientas, y cuando papá compró aquí, (haciendo referencia a su chacra de Luis Batlle Berres casi las Higueritas) él no quería que nos fuéramos, pero a pesar de ello nos ayudó a instalarnos y siempre contamos con su apoyo. Él fue quien me regaló mi primer tordillo negro". "Era un niño aún, me encariñé mucho con ese caballo, y lo mimaba con terrones de azúcar a tal punto que con un silbido, obediente, venía de donde estuviera".

Respecto a los recuerdos de su escuela, nos cuenta, "Íbamos a la escuela pública de Estación Llamas. Allí fui compañero de Catalina Blengio sin saber que iba a ser mi compañera y esposa para toda la vida. También fui compañero de Luis y de Matildita, los hermanos de Jorge Batlle Ibáñez, que vivían en aquella época frente de la escuela.

Con Jorge me encontré hace algunos años y recuerdo una anécdota: estábamos en una reunión y me comenta lo mal que estaba el país, a lo que yo le retruco: Y si vos también ayudaste a fundirlo, loco. Terminamos a las risas y abrazos"

¿Se acuerda de algo

vinculado al tranvía?

"¡Cómo no me voy a acordar! Era como el auto y el camión de la familia. El "mótorman" era amigo nuestro y de todos. Traíamos y llevábamos las bolsas con verduras y también herramientas de una quinta a la otra. Paraba aquí enfrente y esperaba que bajáramos o subiéramos toda nuestra carga, e inclusive nos ayudaba cuando el bulto era muy pesado. Si eran muchas cosas los pasajeros también ayudaban. Teníamos un cliente muy importante en el centro en la calle Andes, justo en la parada destino. Llevábamos las bolsas con verdura en la plataforma, al llegar bajábamos, y mientras el tranvía preparaba la vuelta nosotros hacíamos la venta, volviendo en el mismo coche en que habíamos ido. ¡Si me podré acordar!"

Juan, hace una pausa como para seguir hurgando en viejos recuerdos, historias que marcaron su vida, "A fuerza de mucho trabajo y buen criterio la familia iba prosperando. Mi padre decía que al banco se va a guardar, no a sacar, y de esa manera en 1939 por $ 13.500 compra esta propiedad que pertenecía a la quinta de Bonilla y que desde entonces pasó a llamarse "Villa Assunta". Años después, pensando que los hijos eran dos, también compró la quinta de Bottino. Estaba todo plantado de duraznos en la variedad "Sol Uruguayo". Poco a poco eso se fue cambiando por viña y verduras. A mí me gustaba más la tierra y José (Pepe) sentía pasión por la mecánica. Él era quién arreglaba todas las herramientas y quién luego hizo incursionar a la familia en el negocio del transporte".

Haciendo gala de su prodigiosa memoria, continúa Juan con su relato.

"Teníamos a "Mussolini", un burrito que con la cabeza cubierta con una bolsa de arpillera, hacía girar la noria para sacar agua para riego. Cada tanto el agua dejaba de salir por los canales porque "Mussolini" se dormía y dejaba de dar vueltas. "¡Ma Cristo qué voy a hacer!", decía mi padre. Pero pronto solucionó el problema con una extensión de alambre y una campana que hacía sonar para despertar al pequeño durmiente cada vez que el agua dejaba de correr. Años después se compró un motor"

Entusiasmado nuestro longevo entrevistado, sigue su relato, contando otra anécdota que recuerda, "Resulta que un día estábamos juntando papas y aparece un hombre vendiendo un caballo. Mi padre le dice que ese caballo con diez cajones de papas no llega a recorrer cien metros, retrucándole el hombre que si no llegaba le regala el animal. ¡Por supuesto que llegó y por supuesto que mi padre se lo compró y pagó!"

En medio de su charla Juan cambia el tono de su voz, y estampando en su rostro una nostálgica expresión nos dice: "Los animales eran una fuerza de trabajo fundamental en esas épocas". Sumando tristeza y bajando la mirada agrega: "esos sí, en esa época no había problema de robos, antes nadie tocaba nada".

Retomando su gesto inicial le vuelve la luz a sus ojos y nos recuerda que no todo era trabajo, que la muchachada también se divertía.

"Cargaba en una jardinera la victrola a cuerda y pasaba a buscar a las muchachas Céspedes, Barrios, Velázquez, Borelle, y nos íbamos a bailar a lo de Serafín. Una de ellas aprendió a tocar el acordeón y entonces empezamos a cobrar entrada. Con el tiempo la jardinera quedó chica y entonces íbamos en el carro". "También se corrían carreras de caballos; pencas de mil y pico de metros en la quinta de Bonilla"

Tradición familiar

En 1950 Assunta y Giovanni vuelven a Italia y ambos ceden sus derechos sucesorios a las respectivas familias.

Transcurridos los años fallece Giovanni, luego Assunta y también José (Pepe) el hermano mayor de Juan. En la actualidad Juan y su hijo Guillermo siguen en la misma propiedad peleando el día a día.

Ambos disfrutan el privilegio de pertenecer a una familia que nació, creció y vive de lo producido por su trabajo en la madre tierra. Ambos tienen la envidiable capacidad de que, sea en el lugar que sea y bajo el régimen que sea, con un pedazo de tierra y un pozo con agua, jamás van a pasar hambre. Llevan además la responsabilidad del peso de la historia familiar, el cual no sólo no deben mancillar, sino que con acciones deben contribuír a enaltecer proyectándose en quienes los trasciendan.

Un agradecimiento a Juan, a Guillermo y a Ana por habernos abierto las puertas de su casa y de su corazón, con la bondad y la sencillez de la buena gente.

Rómulo Guerrini.

 

Caminando por el Paso de la Arena me encuentro con una amiga.

La alegría de vernos domina la charla y poco a poco, sin tomar de ello conciencia, vamos pasando a los recuerdos. Como una de las esquinas de Luis Batlle Berres y Tomkinson está cercada por obras, inevitablemente surge el comentario sobre la misma y sobre lo que allí hubo años atrás. Surgen imágenes de la otrora quinta de Pumarega, de "Joselito" (niño cantor español) entonando sus canciones en el portón de la circundante reja, y también del quiosco policial cuando estaba más hacia el eje de la calzada, y que posteriormente fue trasladado cuando se ensanchó la avenida.

En ese momento nos damos cuenta que ese quiosco podría ser motivo de una nota para nuestro Rescate de la Memoria.

Efectivamente, pensar en él nos hizo recordar que no era el único, que en nuestra zona hubo cuatro y que luego tres de ellos fueron demolidos. Todos eran iguales, como hechos a molde, y sin lugar a dudas lo eran porque obedecían a un diseño presentado por el Arq. Costa Lemes, en 1938 en un llamado a concurso de la Facultad de Arquitectura.

Aquí hacemos un alto y luego les sigo contando sobre los quioscos policiales.

Queremos destacar que la historia no sólo es contar cronológicamente los hechos; es mucho más que eso, que nos resultaría tremendamente tedioso y difícil de recordar. El devenir histórico conlleva naturalmente implícito al ser humano, sus sentimientos, y sus costumbres enmarcadas en las circunstancias del momento.

¿Y a qué viene ésto? Ya verán.

Observemos las diferentes modas: La época de los cines, de las radios portátiles, de los lavaderos, de los videoclubs, de los pantalones Oxford, que la maxi, que la mini, etc., todas costumbres que vienen a veces importadas, a veces no, que se imponen y tan rápido como vinieron se fueron.

El ser humano es el mismo en todas sus manifestaciones, y a través de los siglos sigue siendo el mismo en eso: en la necesidad permanente de renovarse. Una vez más repetiremos que lo único perdurable es la permanencia de los cambios.

Volviendo al tema que nos ocupa les cuento que con los estilos de construcción sucedió lo mismo. Hasta más o menos la década del 20 predominó el estilo español, con la clásica casa cuadrangular, alta, con una puerta central y dos ventanas laterales en su frente. A partir de allí por influencias europeas, por el acceso a nuevos materiales y nuevas técnicas, cambia la moda, ingresando a nuestro país un nuevo estilo de construcción que se llama Art. Decó consistente en una combinación de líneas curvas y rectas que permiten infinidad de diseños.

Pues bien, el mencionado arquitecto presenta su proyecto en el momento justo (estaba de moda ese estilo). Como moderno, funcional e innovador fue elegido, y a partir de entonces en la década del cuarenta nuestro país fue a lo largo y a lo ancho sembrado de estos quioscos, principalmente en la ciudad de Montevideo. En lugares estratégicos, ocupando poco espacio, con amplio ventanal, calabozo y teléfono cumplieron ampliamente su cometido en el momento que les tocó servir.

Hemos intentado transmitirles cuál fue el origen de estas construcciones, ahora nos gustaría contarles algo de lo que fue su vida útil.

Policía bajó a un niño del ómnibus

y lo llevó al quiosco policial

Hubo uno en la esquina de la actual Luis Batlle Berres y Cno. De las Tropas. En nuestro viaje de ida y vuelta al liceo allí estaba. A su alrededor movimiento de caballos y troperos, sobre todo a mediodía, luego de haber entregado el ganado en el Frigorífico Nacional, cuando retornando a sus domicilios paraban a tomarse una (o más) en el bar allí ubicado.

La anécdota se dio un día cuando volvíamos a nuestra casa en el 127 junto con mis amigos Hugo Moliné, Norma Marco y María Rosa Iriart. Habíamos visto en la mañana una fila de tanques de guerra que por la calle Tomkinson se dirigían a un campo de tiro ubicado en Pajas Blancas. Con ellos veníamos haciendo bromas sobre ese hecho cuando de repente, entre el pasaje, aparece un policía muy enojado y casi sin hablarme me indica que lo acompañe y me baja del ómnibus. A continuación me introduce en el quiosco (no en el calabozo), cierra la puerta y se va. Sin salir de mi asombro, (estaba solo) abro la puerta y me libero de mi ocasional cautiverio. El ómnibus se había ido, no tenía dinero y en aquel entonces no existían los boletos de estudiante, por lo tanto "patita pa’ que te quiero" rumbo a mi casa. La alegría, esa vez aumentada por haber llegado a mi casa, sirvió para contrarrestar el rezongo de mi madre por haber demorado tanto. Y su enojo con el policía por haber bajado a un niño del colectivo, y conmigo porque, "algo habrás hecho".

El teléfono del quiosco estaba al

servicio de los vecinos y algunos niños…

En la esquina de las actuales Luis Batlle Berres y Paz Aguirre había otro del cual poco tengo para contarles. Aquí podemos decir algo que era común a los cuatro, y se refiere al teléfono. Por favor: hagan el esfuerzo de creer lo que van a leer porque me consta que cuesta creerlo. Los cuatro cuando no tenían guardia quedaban con la puerta cerrada, pero sin llave. Pocas familias tenían teléfono el cual era considerado casi como un artículo suntuario, por lo tanto cuando alguien lo necesitaba acudía a cualquier quiosco, entraba hablaba, no pagaba, cerraba la puerta, y el servicio a la comunidad era prestado. Eran teléfonos que allí estaban se usaban y…, ¡No se vandalizaban! ¿Qué cerebros habría que trasplantar para volver a tener lo que nunca debió envilecerse?

La contraparte es que los niños siempre fueron eso: niños, y a veces tenían su picardía algo exacerbada. Algunos de ellos desde estos teléfonos hacían pedidos a la barraca de Celso Fernández, que estaba ubicada donde hoy está la terminal de Paso de la Arena. Que tantas varillas, que tantas bolsas de portland, etc. Luego se sentaban frente a la dirección que habían indicado y esperaban al camión de la barraca. Su diversión consistía en ver y reírse de la situación generada cuando el vecino decía: ¡Yo no encargué nada! Por complicidad de género, omitimos juicio…

El guardiacivil "Don Pérez"

sí que imponía autoridad

El ubicado en Luis Batlle Berres y Tomkinson es el único que queda y fue el más integrado a la vida barrial. Naturalmente por su ubicación, y porque casi siempre contaba con guardiaciviles, era el referente de todos los vecinos. Algún robo de herramientas, gallinas, o animales, alguna reyerta de boliche o entre vecinos, era el uso policial que tenía. Muy solicitado era en caso de accidentes, para pedir médico, o sencillamente usar el teléfono para algo considerado de importancia. La parte posterior donde está la puerta era usada como refugio mientras se esperaba el ómnibus. También era usada por algunas parejas para decirse cosas en un espacio con "cierta intimidad". En noches de mucho frío, el o los guardiaciviles permitían entrar para disfrutar el calorcito de la estufa eléctrica.

Creo que es ahora el momento de mencionar a una persona que fue guardiacivil, que en nuestro barrio vivió y junto con su esposa crió a sus hijos, de los cuales fuimos compañeros en la más linda escuela: la 150.

Todos lo conocían por "Don Pérez", hamacando su corpulento cuerpo lo veíamos transitar por Tomkinson en dirección a la garita policial. Primero a caballo, luego en bicicleta y ya entrado en años a pie, su sola presencia imponía respeto; dije respeto, no miedo. Esto debe destacarse porque nosotros como niños eso era lo que sentíamos, y eso lo logran los elegidos, eso lo logran los que tienen la capacidad de imponer autoridad, sin necesidad de recurrir a la violencia.

Tan es así lo que les digo que la siguiente anécdota lo confirma como la mejor prueba.

Un buen día estaba reunida la muchachada en el bar sito en frente a la garita policial (Bar Sityes), siendo el policía de guardia Don Pérez. En determinado momento estando alguno de ellos "bastante alegre", comienza con cánticos ofensivos a la autoridad policial, mientras ésta pacientemente escuchaba. Una vez, dos veces, tres…, pasado el límite de lo tolerable la autoridad cruza la calle y se dirige directamente al que cantaba. Sin decir una palabra, con todos los ojos encima de su uniforme, y en medio de un naciente pesado silencio, Don Pérez abre las esposas que traía en sus manos y la respuesta del infractor fue: ¡Lléveme preso Don Pérez!

No lo llevó, él fue solo. ¡Eso es autoridad!

Sea que cobraban en la fábrica,

gastaban en el boliche y

terminaban en el calabozo

Por último nos queda contarles sobre el que estuvo en la calle Cibils esq. Costanera al parque.

Como a lo largo de la vida gocé el privilegio de cosechar amigos, hoy recurrí a uno de ellos que por ser un poquito mayor que yo, y por haberse prácticamente criado en el Parque Tomkinson, me supera ampliamente en el conocimiento del tema. Con su natural alegría y con su prodigiosa memoria me recibe en su casa Gilberto Recalde. Recordamos a algunos amigos que ya no están, comentamos de otros que arrastran sus penas, y luego de un "la vida es así", solito…, solito…, siguió comentando: "…si, desde que me acuerdo, ese quiosco estuvo allí, no tengo claro cuándo lo demolieron, habrá sido allá por la década del sesenta. Y…, todo era distinto, éramos una familia. Estaba el guardián del parque, el Sr. Rodríguez, (el padre de "el muñeco") recorría todo a caballo y qué respeto se le tenía. Había cuadrillas que mantenían la caminería limpia y el pasto cortado. En esa esquina estaba el quiosco policial, enfrente por Cibils estaba la fábrica de conservas "La Acarú", y casi enfrente por Costanera había un boliche. Lo interesante es que la fábrica, el quiosco y el boliche formaban como una unidad, y ahora te cuento el porqué"

Mientras Gilberto se entusiasma con su relato, yo me entusiasmo con lo que escucho, y mientras tanto…, anoto.

"En el quiosco, de noche no, pero de día casi siempre estaba el guardiacivil. Venía a pié, en bicicleta o a caballo. En la fábrica trabajaban sobre todo hombres que hacían el descanso o los cambios de turno cruzando y quedándose bajo los árboles o yendo al boliche. A veces consumían alcohol y se generaban conflictos en los que intervenía la policía, o sea que cobraban en la fábrica, gastaban en el boliche y terminaban en el calabozo. Era como que todo estaba coordinado necesitándose unos a otros."

Continúa Gilberto:"En realidad el boliche no era boliche. Esa era la máscara. Lo que había en la trastienda era una mesa de casín en la cual además se jugaba al monte, al gofo, y a los dados, manejándose sumas importantes. Los días de cobro, entre alcohol y dados, el horno no estaba para bollos. Si la cosa se ponía muy espesa el policía llamaba a la comisaría, venía la camioneta con refuerzos y se llevaba a alguno para descomprimir la situación. Lo interesante es que a ese lugar de juego venían personas desde lejos, estacionando sus autos a prudencial distancia para no llamar la atención. Se recibían además, apuestas clandestinas de quiniela, siendo la banca conocidos vecinos de la zona".

No lo puedo interrumpir, mi amigo sigue con un entusiasmo imparable…

"Todos sabían todo, pero esas eran las reglas de juego; el mismo policía iba a buscar agua caliente, pero nada veía ya que él no accedía a la trastienda. Una vez alguien hizo una denuncia y cuando concurrió la comisión policial, se produjo el tal desbande. Uno de los jugadores que debía ser muy conocido del dueño, se ocultó en el dormitorio ¡Pero estaba la señora en la cama siendo ella misma la que no permitió la entrada de los agentes!" "Otra anécdota que recuerdo fue cuando al policía del quiosco teniendo un individuo detenido esperando que vinieran a buscarlo de la comisaría, se le acabó el agua caliente y le dijo al preso: "No te escapes que ahora vengo", ¡Y no se escapó!"

"La última, la última". Me dice Gilberto.

"Otra que me acuerdo fue cuando uno de nuestra barra lastimó de una pedrada en la cara a una niña. La madre hizo la denuncia y el policía vino a buscar a nuestro amigo. Vino en bicicleta y se lo llevó preso ¡en la parrilla!".Desde allí él, a medida que se iba alejando, giraba la cabeza y saludaba a los vecinos. Evidentemente muy preocupado por la situación, no estaba".

Naturalmente que sí prolongamos la charla con Gilberto, van a seguir apareciendo personas, hechos, anécdotas, situaciones, que enriquecerán este relato. Como creemos que ya pueden tener ustedes una idea de lo que quisimos transmitirles hoy nos quedamos por aquí.

Un encuentro.

La ubicación en el tiempo y las costumbres.

Cuatro lugares, amigos y anécdotas.

Qué más le podemos pedir a este nuevo intento de rescatar nuestra memoria.

Abrazo, queridos lectores.

Rómulo Guerrini

 

Siempre en el intento. Recordar y recordar. Escribir y escribir. Damos gracias a la vida por el placer de evocar lugares y situaciones que, al visualizarlos, nos producen la caricia del alma de encontrarnos con aquello y con aquellas personas con las cuales compartimos y que, de alguna manera, con el tiempo se transformaron en hermanos de la vida.

En cada nota, en unas más, y en otras menos, ésto nos sucede; de ahí el placer de la tarea.

Tenemos hoy un nuevo tema que tiene que ver con cine y con radioaficionados, pero más que eso, tiene que ver con personas. Sí, con las personas que con su esfuerzo lograron que todos accediéramos al fruto de su trabajo.

Según lo que mi padre me contaba el primer cine de Paso de la Arena se ubicó en el local de Luis Batlle Berres y Tomkinson donde hoy hay locales comerciales y en su vereda está la parada de colectivos que van hacia el centro. Acompañó la llegada del séptimo arte a nuestro país, y sólo proyectaba películas cortas, mudas. La anécdota es que como los films eran de segunda mano se cortaban frecuentemente, con la disconformidad de los asistentes. Esa situación generó en la zona un dicho: "estas películas están peor que los arreos del finado Matos". Seguramente ese señor se caracterizaba por los remiendos y ataduras de sus riendas y demás.

Más cerca en el tiempo tenemos la proyección de películas en el cruce de la actual Luis Batlle Berres y Tomkinson, (frente al anterior lugar) cuyo responsable era el Sr. Luis Montanaro. Como esta persona era el "alma mater" del cine en nuestro barrio en esos años, nos tomaremos las siguientes líneas para hacer su presentación.

En la por entonces Av. Gral. Simón Martínez y Cno. De los Orientales había una granja y bodega que se extendía hasta la vía del Tranvía a la Barra del Santa Lucía. Pertenecía a un señor inmigrante italiano de apellido Serrina, que fallece prematuramente sin dejar descendencia. Todavía hoy vemos los edificios de lo que fue su casa y la bodega. Su viuda gustaba mucho de la muchachada y organizaba en su amplia vivienda bailes y "asaltos" a los que concurría la sangre joven de los alrededores. Allí nacieron amistades y parejas que perduran hasta nuestros días.

Los caseros de ese emprendimiento eran un Sr. de apellido Montanaro y su esposa. Tenían un hijo de nombre Luis, a quién nos referimos. Ayudaba a sus padres y era el "Chaufer" de la Sra. Serrina, manejando un coche "Chevrolet del 39" de color verde. (Recordar que muy pocas familias tenían auto). A su vez desde muy chico mostró su inclinación por la mecánica y la electrónica. Una de las amistades que generó el baile de "La Serrina", fue la de Luis con otro muchacho que vivía en Paso de la Arena y que tenía las mismas inquietudes, (mecánica y electrónica). Este muchacho, hijo de un destacado funcionario de la entonces "Casa Sapelli" (instalador de aparatos de radio en la década del 30) encontró entre los libros de su padre un manual para armar transmisores. Junto con Luis armaron dos transmisores pero… ¡Faltaban los receptores!

En la calle Paysandú estaba la casa Fuentes y Cía. Allí concurren los dos amigos y compran dos "kits" de receptores de radio comercial y de onda corta. Como había que adaptar la frecuencia, les hicieron un ensanche de banda y saben una cosa: ¡¡Funcionó!!

Teniendo los aparatos, se registran en la Oficina de Radiocomunicaciones (Hoy URSEA), ob

teniendo los permisos de radio-operador. Imaginen ustedes el entusiasmo de estos muchachos que con 17 años, con sus manos construyeron aparatos de absoluta avanzada que les permitían comunicarse con el mundo sin otro límite que la potencia de su transmisor. Felices con lo que hacían, descubriendo un nuevo mundo, también descubrieron que no eran los primeros en la zona. Saliendo al aire se encuentran con dos vecinos que les precedieron y que fueron el Sr. Esteban Murin, operador de Radio Sarandí (cx5 cc) y el Sr. Andrés Cervieri domiciliado en la calle Lomas de Zamora (cx1 cv).

A Luis le correspondió la característica (cx7cp) y a su amigo (cx8 co).

Ya vieron cómo llegó Luis de "Chauffer" a radioaficionado. Quedó presentado.

Merece un aparte recordar lo que fue en su momento, tener esas capacidades.

La importancia de los radioaficionados

Vivíamos en un país en el cual muy pocas familias, y muy pocos comercios tenían teléfono. A su vez las comunicaciones de larga distancia nacional dependían de un tendido de alambres conductores sobre columnas de madera que con naturalidad veíamos a los costados de las principales rutas, y cuyo estado no siempre era el mejor. Un poco de mal tiempo y ya sabíamos que se complicaban los teléfonos. Para hablar se debía llamar a la operadora y decirle el número que se requería. Aquí podían decir: "Sin demora", "Demora de tantas horas", o "Demora indefinida". Ella llamaba al número solicitado a través de otra operadora local, el tono del timbre era diferente al habitual de modo que quién escuchaba ya sabía que era "larga distancia". Al levantar el tubo en el número requerido se escuchaba la voz de una operadora que decía:"Larga distancia. ¿Puede atender?" A veces se entendía lo que se hablaba, a veces era imposible. En este caso las operadoras se prestaban como intermediarias repitiendo a cada uno lo que el otro decía.

En 1959 cuando las inundaciones, gran parte del país quedó incomunicado y fue allí cuando la gente tomó conciencia de la importancia que brindaban los radioaficionados. Se transformaron en el soporte de las comunicaciones. Los informativos los mencionaban en cada una de sus actuaciones destacando la utilidad de sus servicios muchas veces en situaciones vitales. Si viajábamos a otro país, llevábamos direcciones de radioaficionados locales a los cuales recurrir en caso de necesidad. Evidentemente amigos, otro mundo que hoy nos complacemos en recrear.

Hablando de estos temas me veo en la obligación de mencionar a dos personas que recorrieron similar camino, no como radioaficionados, pero sí en la electrónica. Nacieron y vivieron aquí en nuestro barrio. Armaban receptores y televisores. Trabajaron en una agencia internacional de noticias que tenía su planta transmisora en Cno. Tomkinson y Cno. Manuel María Flores. Sus nombres son: César Cuello y Valentino Anilionis.

A grandes rasgos hemos recordado a gente de la electrónica. Como les prometí al inicio, haremos ahora un paseo por el cine, en el cual también Luis Montanaro con su capacidad técnica y con su vocación de altruismo marcó una época.

Las matiné del barrio

Paso de la Arena

Hasta principios de la década del 60 funcionó el Teatro de Barrio, (anteriormente, el tablado). Terminada la temporada de carnaval comenzaba un ciclo de cine. Las películas eran proyectadas por nuestro amigo Luis, desde la caja de un camioncito marca Ford A de 1929 con dos máquinas de 35 mm. que había comprado en un remate.

Al clausurarse el teatro de barrio, el Club Social y Deportivo Paso de la Arena toma la posta y comienza la proyección de películas en el espacio libre al frente de su sede, también a cielo abierto. En ese tiempo llega al Uruguay el "Cinemascope" que era un artificio técnico que permitía que el espectador se sintiera más cerca y más dentro de la pantalla, como si fuera una pantalla envolvente. Le daba "mas realidad" a la película. El desafío estaba planteado, Luis Montanaro recoge el guante y decide adaptar los proyectores.

Junto con otro Luis (De León), concurren a la casa Pablo Ferrando y compran lentes que permitieran mejorar la calidad de la proyección. Como el problema continuaba, colabora con ellos otro amigo ("Lito" Ferreira) que era operador en el cine "Olivos" situado en la Avda. Agraciada. Juntos alquilan una máquina que proyectaba esas películas y ¡la desarman! Después de ver cómo era y cómo funcionaba la devuelven (supongo que armada).

Con lo que aprendieron, con los lentes que compraron, con las máquinas viejas, con un envidiable entusiasmo, y con ¡dos balas de cañón! obtenidas en el cuartel de "La Paloma", nace el primer proyector de películas "Cinemascope" "made in Paso de la Arena" Y… ¿Saben una cosa? ¡¡También funcionó!!

Para ganar espacio, el nuevo proyector (una joyita) se colocaba en la casa del vecino que está entre el Club y la casa de la familia Sityes. La última fila de asientos era de hormigón, y es la que aún hoy se conserva adosada al murito que separa el Club de la casa del mencionado vecino.

De la cartelería se ocupaba Walter Robatto, (el flaco). Era tan detallista en su trabajo que usaba pinceles con pelo de camello, con lo cual las letras quedaban perfectas. Algunas compañías prestaban o alquilaban afiches de propaganda anunciando las próximas películas. Los rollos de celuloide venían en latas y había que devolverlos igual a como se recibieron, por lo tanto una vez proyectados había que tomarse el trabajo de rebobinarlos en sentido contrario. Alberto Guerra oficiaba frecuentemente como boletero. Como la concurrencia era muy importante había que ir temprano para tener los mejores lugares que podían ser para ver la película o también para no ver la película. El resultado de esta última opción, son hoy mis queridos cuatro hijos, la mejor prueba de lo que les estoy contando.

Con lo que se recaudaba se mejoraba el local, y así fue que llegó a cercarse y techarse. lo que no obligaba a suspender por mal tiempo.

Querido lector. En pocas palabras hemos recreado lo que fue, y no volverá. La tecnología mató aquellas maneras de hacer las cosas. Lo que nunca podrá matar, y rogamos para que así sea, es el espíritu de alegría y confraternidad que nace como inagotable manantial de una juventud que siempre se renueva.

Rómulo Guerrini

 

Domingo. Ocho y media de la mañana. Nublado, frío.

Papel y lápiz. Las piernas envueltas en una pañoleta, y en ella acurrucada devolviéndome cariño, la gatita rescatada de un arroyo en Tacuarembó.

Amplio ventanal. En una cercana distancia veo el movimiento de las hojas de los eucaliptus producido por una suave brisa. Adivino su murmullo. Las flores con sus pétalos blanco amarillento nos darán miles de semillitas que intentarán perpetuar la especie a pesar de ese gran depredador llamado hombre. Un ámbito de paz dado por la madre naturaleza.

En ese entorno, sin las cotidianas obligaciones laborales y de otra índole, afloran los recuerdos y una vez más se nos plantea la obligación de transmitir a las nuevas generaciones información que no poseen, tratando de generar en ellos el sentimiento de identidad con los lugares que frecuentan.

¿Y a qué viene todo ésto?

Hace unos días me encontré con unos amigos, y comentando una y otra cosa surgen recuerdos vinculados al Club Social y Deportivo Paso de la Arena. Me di cuenta que comentaban hechos que sería importante transmitir y ello fue lo que dio origen a esta nota. No es mucha cosa, pero siempre algo es más que nada.

Cuando vemos grandes o pequeños emprendimientos, grandes o pequeñas obras, siempre son consecuencia de una idea. Alguien antes lo pensó, nosotros lo vemos, pero alguien antes lo vio en su imaginación. Lo que una vez es concretado fue antes, una o muchas veces, pensado.

Finalizando la década del cuarenta, el edificio expropiado para el ensanche de la entonces Avda. Gral. Simón Martínez quedó desocupado.

Un grupo de muchachos que habitualmente se reunían en la enramada del boliche del Sr. Domingo Torres, (donde ahora está la explanada de la parada de taxis), visualizando desde allí el mencionado edificio, pensaron en ocuparlo y utilizarlo para sede del naciente club de football, "El Expreso". Habiendo cumplido con los formalismos de rigor frente a las autoridades municipales, la idea era ya un hecho.¡¡El novel club tenía sede!! Ya se poseía el crisol en el cual se iban a fundir tantas ilusiones, en el cual tomarían forma tantos proyectos de gente buena, de gente sana, habitantes de un Uruguay que nos gustaría volver a ver.

En todos los grupos siempre hay alguien que lidera o que se destaca por tal o cual motivo. Este caso no faltó a la regla y ese alguien se llamaba Roberto Gómez. Funcionario de la textil "Martínez Reina" cuyo domicilio estaba en la calle Tomkinson, a metros de Luis Batlle Berres, donde hoy funciona una panadería. Gran hacedor, trabajador incansable, dedicación sin límites, todas cualidades que hicieron que por decantación natural ejerciera un incuestionable liderazgo.

Tan así eran las cosas que en determinado momento el grupo planteó que el club llevara su nombre. Su modestia le hizo declinar el ofrecimiento, pero obligó a pensar otro nombre y, en un contexto más ampliado, surge a partir del 1 de setiembre de 1949 el CLUB SOCIAL Y DEPORTIVO PASO DE LA ARENA.

Sumadas razones (confianza, novelería, condición socio-económica, costumbre, vínculos) hicieron que el club fuera creciendo en actividades y en número de socios, siendo sus sucesivas directivas integradas por referentes de la zona. Como su nombre lo indica "Social y deportivo", sus actividades no sólo tenían que ver con el fútbol: en lo social se propendía a las actividades culturales destacando entre ellas una del año 1950 que comentaremos porque llegó hasta nosotros un documento que así lo avala. Se cumplían cien años de la muerte de nuestro prócer. Con tal motivo, la Comisión Directiva del momento organizó entre escolares de sexto año, un concurso que consistía en hacer una redacción vinculada a tan importante fecha. Los niños premiados recibían un libro con la historia de la vida de Artigas. Destacamos que cada uno de esos libros incluía una dedicatoria firmada por el entonces presidente: Sr. Natalio Morales y por el entonces secretario Sr. Aparicio López. ¿Podremos reeditar similares eventos? ¿Será que plantear tal aspiración es colocarse fuera de contexto? Si logramos que Ud., estimado lector, analice estas interrogantes será porque hemos logrado transmitirle algo…, y si así fuera nos llenaríamos de satisfacción por haber cumplido con nuestro deber.

Los bailes de carnaval

En carnaval al lado de la enramada se instalaba el tablado. Era el Sr. Gómez el encargado de toda la instalación eléctrica del mismo, del club, y también de todas las guirnaldas que se colocaban a lo largo del recorrido de los que fueron los primeros corsos vecinales en la zona. Terminado el corso la fiesta carnavalera se continuaba con baile en la sede social, el cual era amenizado por diferentes orquestas del momento. Una de ellas se destacaba porque su director era un excelente flautista, dándole con su instrumento un encanto diferente a las sucesivas presentaciones. Se la conocía como la orquesta "del negro Luz".

Como había que ser muy cuidadoso en el manejo de las finanzas, cada movimiento se pensaba al detalle. En una oportunidad, llegado el baile, surgió la interrogante de comprar o no papelitos. La inversión era de riesgo porque costaba ¡¡cinco centésimos!! cada paquete, y si no se vendían quedaban "de clavo". Alguien (el tesorero) tuvo la idea de regalar una bolsa a cada dama en el momento de entrar. Esa idea, que para algunos era un contrasentido, generó de los varones una rápida respuesta derivando en lo que después se transformó en "la guerra de los papelitos". Los paquetes se vendían a ¡¡veinte centésimos!!..., y se agotaron. En suma: Negocio redondo.

Una anécdota que pinta la época, se dio con los globos que se colocaban para adornar el salón. Resulta que uno de ellos, luego de inflado y colgado, tomó una forma particularmente alargada que junto a otros dos de forma redondeada imitaba genitales masculinos. Un integrante de la comisión se dio cuenta y más que ligero subsanó el inconveniente.

Estos bailes fueron perdiendo concurrencia luego que la SFDA comenzara con los también famosos "bailes de los paperos".

En el teatro de barrio cuando no había espectáculos, o cuando terminaba la temporada, se proyectaban películas. Una vez que el mismo desaparece las películas se siguen proyectando, pero ahora el equipo se trasladó al Club y en la explanada anexa a la fachada se instala una sala que por determinado período fue referente cinematográfico de la zona. Si los bailes fueron semillero de numerosas familias, tengan por seguro que las largas tardes de cine no le fueron a la zaga en ese sentido.

Tardes de fútbol en el

"Parque Carlos José Galli"

Los domingos se programaban partidos de fútbol que contaban con nutrida concurrencia. Desde temprana hora se veía a las familias arrimarse, intentando ubicarse en la mejor posición. El lugar era la cancha propia denominada, "Parque Carlos José Galli" cuyo nombre lucía orgulloso coronando la entrada con letras hechas en hierro forjado. Así se le denominó en honor a un jugador del plantel del original "Expreso", que falleció muy joven en un accidente. El cartel estaba colocado sobre el lado de la cancha orientado hacía Luis Batlle Berres. Como con tantas otras cosas, el tiempo y algunos seres humanos cumplieron con la tarea de destruir lo que nunca nadie más planteó restituir. Si así fuera, se hubiera salvado del olvido a quienes contribuyeron haciendo obra, y cimentaron un sentimiento de identidad barrial que no debemos perder.

Al comenzar mencioné dos amigos que me inspiraron a escribir estas líneas. Como se imaginarán son mayores que yo, y como se imaginarán ambos fueron partícipes en mayor o menor grado en la vida de esa querida institución barrial como es el CSDPA. Ambos felices de recostarse en sus recuerdos. Mirándolos se adivinaba a través de sus caras el sentimiento de felicidad que les producía el viaje en el tiempo; sobre todo porque era un viaje a una época que recordamos con fuertes vivencias de profunda y sana alegría. ¿Quiénes son? Ustedes los conocen. Son gente como nosotros, como todos. ¿No los vieron? Hoy en la calle se cruzaron con ellos… ¿Cómo? Sí, sí. Porque ellos somos todos, porque ellos son cualquiera, porque ellos forman parte de esa memoria colectiva que no debe perderse. Porque ellos junto a LA PRENSA DE LA ZONA OESTE, sufren lo que se pierde y cuidan lo que queda, única manera de trascender en el bien del prójimo.

Rómulo Guerrini

 

 

Si al leer el título piensan que les voy a contar historias de inmigrantes debo felicitarlos, porque acertaron.

Si tratamos de visualizar hoy inmigrantes venidos de Rusia se nos hace difícil, a menos que pensemos en ejecutivos o diplomáticos. Pero si nos ubicamos en la primera mitad del siglo pasado, miles de ellos encontraremos.

A nosotros los que vivíamos aquí, en este país llamado Uruguay, no nos llamaba la atención que gente de otros lejanos lugares viniera a tentar suerte en estas tierras. Población nativa ya no quedaba, por lo tanto todos éramos inmigrantes o descendientes de ellos.

Lo que iba variando era el lugar de origen: Italia, Portugal, Francia, y ahora "los rusos". El entrecomillado vale porque en realidad no es que fueran todos rusos, así se les decía por venir del centro oeste europeo y, en una extendida ignorancia geográfica, nominarlos así era más sencillo. Polacos, húngaros, ucranianos, yugoeslavos, eran para nosotros: "rusos".

Ubicados en este contexto intentaré contarles la historia de uno de esos inmigrantes que muy bien podemos tomarlo como símbolo de lo que fue una época y circunstancia, de una parte de la humanidad.

Su nombre fue Josef Recus Lanchesqui. Nació en el campo, en las extensas llanuras ucranianas, en aquel entonces bajo dominio de lo que fue el Imperio Austro Húngaro. El pueblo más cercano a la chacra de sus padres se llama Tarnopol, y la ciudad más cercana se llama Lvov.

Familia campesina de la cual nunca nada contó y de la cual a los 22 años decide separarse y migrar, a un lugar llamado América en el cual la vida era fácil y placentera. Como no concurrió a la escuela no sabía leer ni escribir, por lo tanto imagínense usted cuál sería su idea de América y del recorrido para llegar a ella. También debemos recordar que Europa estaba desangrada luego de la Primer Guerra Mundial y, precisamente en esa zona, se vivía de una economía agraria de subsistencia.

Había organizaciones clandestinas que se encargaban de vender pasajes y pasaportes. Josef trabajó, juntó su dinero, y un buen día se toma un tren en dirección al puerto de Hamburgo. Dos días con sus noches, demoró en llegar a este puerto situado en la desembocadura del río Elba en el Mar del Norte.

El barco era de carga y también llevaba pasajeros que viajaban en cubierta o en bodegas acomodados entre los bultos de mercaderías (no existía el sistema de contenedores). El pasaje era "Destino América", y eso habilitaba a bajar en Santos, Montevideo o Buenos Aires.

Josef viajaba con dos amigos con los cuales descendió en el puerto de Santos. Una vez en tierra se dieron cuenta que el color de la piel de todos los peones era muy negro y que a su vez,era imposible entenderse con ellos. Pensaron que era todo el país igual y se subieron nuevamente a bordo.

En Montevideo el panorama era diferente. Una ciudad de aspecto más europeo, no había personas de raza negra (o por lo menos no tantas) y, si bien la barrera idiomática era similar, estaba amortiguada por numerosos contingentes de coterráneos llegados precedentemente. Se sumaba la nada despreciable oferta, de El Hotel de Inmigrantes que les proporcionaba casa y comida gratis por unos días. Con esos elementos los tres amigos no dudaron en abandonar el barco y tentar suerte en estas tierras.

Era el puerto en esos años un inagotable proveedor de mano de obra. Había para ello varios mecanismos. Uno era el "boca a boca" utilizado desde siempre como elemento vinculante. Otro era recorrer la ciudad buscando oportunidades. Otro, formar grupos de seis u ocho inmigrantes y recorrer la zona granjera ofreciendo sus manos a cambio de casa y comida; hoy impensable, pero muy natural en aquellos momentos y por supuesto que dio sus buenos resultados por ambas partes. También se estilaba ir al puerto a buscar la preciada mano de obra y ese fue el mecanismo vinculante que enganchó a Josef, con el que sería su patrón para el resto de su vida.

En Estación Llamas un muchacho hijo de inmigrantes trabajó durante cinco años con casa y comida en el establecimiento del Sr. José Secchi, y de ese modo ahorró el suficiente dinero como para comprar una fracción de terreno en el Paso de la Arena y construir allí el edificio de la bodega que sería el sustento de la familia posteriormente formada.

Necesitado de mano de obra concurre con un camioncito Chevrolet 29 al puerto, se dirige a un grupo de inmigrantes y como no se entendían hablando, por señas les ofrece trabajar y les señala el camioncito que inmediatamente desaparece sepultado bajo una nube de aspirantes. Siempre con las manos les indica que solamente necesita diez operarios; varios se bajan y se viene para donde iba a ser la obra. Al llegar ¡bajan once! Sucedió que uno de ellos (Josef) se había escondido tirado en el piso y no era visto desde abajo. Tampoco nadie lo delató.

En la obra viven y trabajan, (naturalmente, de sol a sol y domingos hasta mediodía), construyen un enorme sótano con paredes de piedra de cincuenta centímetros de espesor que hasta hoy están como recién hechas. Terminado el edificio se acabó el trabajo y todos se van en busca de otras oportunidades. Dos de ellos, un año después deciden volver y preguntar si no habría otras tareas. Con el establecimiento en formación, se les dio trabajo otra vez con casa y comida (de estilo) y durante varios años así vivieron.

Casimiro, que así se llamaba uno de ellos, ahorrando todo lo que cobraba, junta dinero y forma pareja. Se instala con un pequeño comercio en el ramo de almacén siendo ese el comienzo de una familia que prosperó y dejó descendencia. El otro era Josef, quién quedó viviendo en el lugar y formó con su patrón un increíble equipo de trabajo, cimiento de lo que fue una granja más del oeste montevideano.

Recordemos que estamos en las décadas del treinta al cincuenta del siglo pasado y que por esos tiempos había muchos "rusos" como él, aceptados en iguales condiciones.

Los inmigrantes buscan a sus paisanos, y los domingos por la tarde se reunían en cualquier lugar entretejiendo recuerdos, anécdotas y nostalgias, transcurriendo la reunión siempre regada con abundante alcohol. Otro punto de encuentro era en los propios lugares de trabajo, en la época de la cosecha. En zonas granjeras, predominantemente vitivinícolas, las tareas y la molienda de la uva creaban el ámbito propicio para que esos "gringos" como también se les decía, provenientes de distintas chacras coincidieran en un lugar, y en la espera resultaban conversaciones en sus idiomas nativos que daban gran animosidad al encuentro. La anécdota es que a veces hablaban diferentes dialectos según la región de la cual provenían y ni ellos se entendían, generando situaciones de gran alboroto en las cuales todos terminaban riendo.

Josef, trabajó en esa granja hasta su jubilación. Vio casarse a su patrón, vio crecer a sus hijos y posteriormente a los nietos. El no formó pareja, ni tuvo hijos. Vivió como un integrante más de la familia que le dio trabajo. Un día, volviendo del almacén, se acostó en su cama y allí, sin darse cuenta, entró en un sueño del que nunca regresó.

Seguramente encontró la felicidad que por su hombría de bien se merecía. Seguramente se fue soñando con aquellos interminables trigales en los que se crió, con sus padres…, ¿hermano? amigos…; todos esos atesorados recuerdos de la niñez que él nunca contó, sin duda lo acompañaron en ese su viaje de retorno a su Ucrania querida.

 

Rómulo Guerrini

 

 

Desde la creación todas las especies lucharon por sobrevivir. Muchas lo han logrado, otras quedaron por el camino. El hombre es una de las que, y por ahora, va logrando su propósito de supervivencia.

Pero no todos son logros. Por un lado no ha dejado de pelear con sus semejantes, tratando de destruírlos por todos los medios. Por otro lado, con la intención de hacer más placentero su pasaje por este planeta, utiliza medios que contaminan y van destruyendo su hábitat. Situaciones paradojales ambas, de las cuales todos hablamos y lo único que hacemos es ver impotentes cómo crecen, proyectando incertidumbre hacia las próximas generaciones.

Nacido en la madre tierra busca el hombre en ella su sustento. Poco a poco se anima y se arrima al agua. Primero a los bordes de arroyos y ríos, de lagunas y mares. Sigue en su intento, y posteriormente en diversos artefactos comienza a navegar. Así conseguirá alimentos, pero además y sobre todo, aprenderá a desplazarse e ir descubriendo otros lugares en los cuales hallará recursos y tejerá ilusiones.

La tierra, el mar y por último, el aire. En el siglo pasado el hombre conquistó el aire y…, casi, casi, hasta el espacio extraterrestre.

¿Y a qué viene todo este preámbulo existencial? Ya verán.

Hoy nos ocuparemos de una historia que se desarrolló aquí en nuestro oeste, que en su momento conmovió la zona, y de la cual todavía quedan pruebas. Tiene que ver con esa lucha emprendida por el hombre para vencer obstáculos, siendo uno de ellos el agua, y en este caso el Río de la Plata. El también llamado estuario del Plata es conocido en el mundo de los marinos como el cementerio de los barcos. Los entendidos dicen que es traicionero por la cantidad de bancos de arena y bajos fondos que hacen difícil su navegación. Desde Rocha hasta Punta Gorda (Colonia), hay infinidad de historias vinculadas a naufragios. En número de víctimas, el más lamentable fue el de un velero enviado por la corona española. Una tempestad lo dejó sin rumbo frente a Maldonado, encalló y se deshizo contra las rocas. Traía 750 soldados para reforzar la guarnición de Montevideo. Murieron ahogados 500 de ellos. ¡No eran marinos y no sabían nadar! Más cerca en el tiempo, nos han contado la tragedia del "Colombia", que luego de ser embestido por otro buque, se hundió en el puerto a la vista de todos. Fue tan impactante este insuceso, que se generó un estribillo que en parte decía: "…y el tiempo lágrimas llueve la tragedia del 25 de agosto de 1909". Ya al alcance de nuestra memoria sólo mencionamos las tragedias del "Ciudad de Buenos Aires", del "Ciudad de Asunción", y del "Isla de Flores".

Aún se ven los vestigios

del barco "General Alvear"

Ahora sí, yendo a nuestra historia les cuento que ella comienza en la noche del 23 de julio de 1953 en la ciudad de Buenos Aires. Allí estaban embarcando en el emblemático "Vapor de la carrera" los protagonistas de un accidente que, por suerte para ellos, no pasó de un susto.

Luego de la cena, ya en plena navegación, todo transcurría con normalidad y no quedaba más que retirarse a descansar a los respectivos camarotes. Por la mañana, el habitual desayuno y prepararse para desembarcar en Montevideo. Un gran banco de niebla cubría esta zona del Río de la Plata, por lo cual el capitán dio la orden de detener la marcha. A la hora nueve reinicia la travesía y 48 minutos después un brusco sacudón hace caer al piso algunas personas generando alarma entre pasajeros y tripulantes. La quilla del orgulloso barco se había empotrado en una restinga, (un conjunto rocoso sumergido a baja profundidad) el qué se hallaba a menos de 500 metros de playa Zabala, en Pajas Blancas.

El impacto produjo un rumbo en la estructura que permitía la entrada de agua en la bodega inferior. El buque quedó detenido (para siempre) encima de las rocas, pero como al principio la sala de máquinas estaba indemne, sus paletas podían seguir girando. No se generaron corridas por pánico, ni situaciones que hubieran ameritado el uso de la fuerza por las autoridades del navío. Tampoco hubo camarotes inundados, ni barco escorado. Si bien la visibilidad era prácticamente nula, podía adivinarse hacia proa una franja más oscura que era ni más ni menos, que la franja costera.

Una vez que se tomó conciencia de la situación, comenzaron las tareas de rescate, que consistían en trasladar con los botes del barco los pasajeros hasta la costa. Si bien podía transportar 443 pasajeros esa noche sólo llevaba 51.Todos bajaron con sus equipajes y poco a poco fueron llevados a Montevideo. Grande fue la conmoción registrada entre los pocos habitantes del lugar, y sepan que a pesar que no hubo riesgos de vida, igualmente se registraron escenas de dramatismo en las cuales no faltó la solidaridad y el apoyo de aquellos sorprendidos vecinos.

Contaba uno de ellos que esa mañana, desde muy temprano, se escuchaba que ese buque emitía persistentemente tres pitadas cortas y un silencio, un sonido que no era habitual y llevó a muchos de ellos a la costa a ver de qué se trataba. Ya en ese lugar, al inicio sólo veían la niebla, o dicho de otro modo: nada veían. Imagínense ustedes la sorpresa de esta gente cuando en un claro de la niebla, se encuentra al alcance de la mano un vapor con todas sus luces encendidas, y echando humo por sus chimeneas como si estuviera navegando normalmente. Allí comenzó para ellos una historia que todavía se prolonga en los restos que quedan y en quienes tienen aún, el privilegio de recordar aquel instante.

La nave quedó encallada, empeorando su situación 8 días después, porque una violenta sudestada la encimó en las rocas. En las semanas posteriores se iniciaron tareas de rescate. Se bloqueó la bodega inundada y se utilizaron las bombas de achique para alivianarlo. Se trajeron remolcadores y con mareas propicias se practicaron maniobras de tironeo que fueron infructuosas.

Hasta que el buque no fue oficialmente abandonado permanecieron en él su capitán y dos o tres oficiales quienes mantuvieron con los lugareños un estrecho contacto de ida y vuelta, (reuniones, comidas, intercambios, etc.) tanto a bordo como en las residencias de los vecinos.

Condenado a ese lugar en un destino que no eligió, se dispuso un marinero para cuidarlo. Pasan los años y los elementos naturales van haciendo su obra de deterioro en la superestructura. Otros elementos también naturales (seres humanos) colaboraron en la destrucción y desguace de lo que fue la orgullosa nave. Juegos de cama, juegos de loza, cubiertos, puertas, pequeños muebles, y todo tipo de material que de alguna manera podía ser utilizado, era arrancado de aquel cuerpo inerme, transformándolo poco a poco en un esqueleto. Lámparas, faroles, mobiliario, ojos de buey, todo servía, aunque sea para decir:"Lo saqué del General Alvear".

Personalmente recordamos que cuando íbamos a buscar arena a Pajas Blancas, para poder acceder al médano indicado, el dueño del lugar (Sr. Pacheco), hacía sobre la arena un camino de chapas para que el camión pudiera circular. Esas chapas: ¡Eran del General Alvear!

Cuando ya no había nada más para quitarle, allí quedaron sus calderas y sus paletas. Mudos testigos de lo que fue.

Respecto al accidente hay quienes dicen que no fue tal, porque para un experimentado marino como era el Capitán Rogelio Yegros, se considera un imposible cometer tamaño error. Quienes dicen que fue intencional se basan en que la nave había sido recientemente restaurada, pintada, y asegurada en un valor muy por encima de lo que realmente podría valer. Lo cierto es que la compañía aseguradora pagó, y a su vez el barco quedó abandonado.

Hoy cuando concurrimos al lugar sólo vemos unos hierros corroídos por el óxido, pero no podemos evitar la aparición de aquella imagen en la cual el orgulloso vapor, todavía echando humo por sus amarillas chimeneas, estaba siendo tironeado por un remolcador intentando liberarlo de lo que terminó siendo su tumba.

Rómulo Guerrini

 

 

Muñeca era el nombre de una distinguida vaca que vivió en una granja del oeste montevideano.

Vivía en la caballeriza de las vacas, aunque en realidad deberíamos decir en la vaqueriza, o por lo menos en el establo. Era muy campechana y sabemos que no se preocupaba mucho por el que fuere el nombre de su domicilio. Cómodamente instalada, su morada era amplia, iluminada, con techo de zinc a dos aguas pintado de rojo. Paredes de madera y como cielo raso un altillo en el que vivían sus vecinas, una bandada de barullentas palomas que estaban todo el día yendo y viniendo con comida para sus críos.

La planta baja constaba de un dormitorio con un mullido colchón de paja de trigo renovado semanalmente. El mobiliario lo conformaban decenas de fardos de paja esperando ser convertidos en cama. Adjunto, un pequeño espacio, también con cama de paja, para cuando nacían los terneritos porque a partir de la semana no se les dejaba junto con su mamá ya que se tomaban toda la leche y no quedaba para ordeñarla. Además, otro ambiente, con piso de piedra era el lugar usado para ordeñar; rectangular, alargado, en el fondo, opuesto a la entrada, se ubicaba el dormitorio de la familia gallina. Pequeños intersticios servían de cobijo para innumerables pequeños pajaritos llamados ratoneras; su presencia pasaba desapercibida hasta que llegaba algún extraño, allí se hacían notar volando de lugar en lugar y emitiendo su característico canto. Democrático espacio, vivienda de varias familias habitantes del campo. Oficiaba de portero un hornero que en el extremo saliente de una madera del techo, su nido laboriosamente había construido. Él se encargaba de avisar cuando alguien se aproximaba. Mamá hornero cuidaba los cuatro huevitos y él, entre avisos y cantos, traía la comida. En la parte más alta de una madera bajo el alero, la familia abeja instaló su colmena. No se mezclaba con los vecinos, a pesar de vivir en la misma casa lo hacía en forma bastante independiente transportando el polen para alimentar a su reina. No se integraba pero tampoco molestaba. Parientes de ella, las avispas pardas buscaban lugarcitos techados y allí construían sus paralelos y alargados niditos de tierra, al fondo de los cuales muy protegida anidaba la nueva larva. Muy temible su picadura, pero al igual que las abejas, con no incomodarla bastaba. Desde el exterior, ese mundo de vida estaba complementado por variada vegetación verde o ámbar según la época del año. Entre los aromas del aire disfrutaban de su fiesta miríadas de multicolores mariposas vigiladas desde la altura por bandadas de gaviotas desplegando su tradicional vuelo en "U"

Lugar lleno de vida, lleno de sonidos. Con la luna algún grillo, alguna lechuza, algún tero guardián; con el sol sumando chicharras y mangangás la más increíble y armónica sinfonía ejecutada por la orquesta del bicherío con la dirección de la madre naturaleza. Eterna música que nunca aburre.

Fuera de la casa el espacio para las palomas era infinito y hacían ellas buen uso de él. Volaban sin límite, volviendo siempre a su lugar como si el grito de sus crías no conociera distancias para guiar el retorno. Las gallinas, si bien tenían alas, no hacían uso de ellas limitando sus desplazamientos en un relativo cercano entorno a su gallinero.

Con la Sra. vaca la situación era diferente pues su espacio conformado por verdes praderas de alfalfa, avena, o campo natural cerca del arroyo, estaba lejos de su casa.

En la diaria los primeros en dar señales eran los gallos que casi antes que aparecieran los albores matinales ya comenzaban con sus sonoros "qui qui ri quíiiii", avisando a todos la proximidad del día. Les seguían las gallinas con su "coo, coo, có" y los pollitos con su eterno "pío, pío, pío." Bastaba escucharlos para saber que el día había comenzado. Las palomas, más dormilonas, tenían mucho espacio para moverse e inclusive para volar bajo el amplio techo rojo. Hacían sus nidos en la tirantería y no se molestaban entre ellas. Había un inconveniente con su puerta de entrada, pues era un pequeño orificio de forma triangular por el cual podían pasar de a una y por más que se reunían y discutían, nunca

Muñeca era el nombre de una distinguida vaca que vivió en una granja del oeste montevideano.

Vivía en la caballeriza de las vacas, aunque en realidad deberíamos decir en la vaqueriza, o por lo menos en el establo. Era muy campechana y sabemos que no se preocupaba mucho por el que fuere el nombre de su domicilio. Cómodamente instalada, su morada era amplia, iluminada, con techo de zinc a dos aguas pintado de rojo. Paredes de madera y como cielo raso un altillo en el que vivían sus vecinas, una bandada de barullentas palomas que estaban todo el día yendo y viniendo con comida para sus críos.

La planta baja constaba de un dormitorio con un mullido colchón de paja de trigo renovado semanalmente. El mobiliario lo conformaban decenas de fardos de paja esperando ser convertidos en cama. Adjunto, un pequeño espacio, también con cama de paja, para cuando nacían los terneritos porque a partir de la semana no se les dejaba junto con su mamá ya que se tomaban toda la leche y no quedaba para ordeñarla. Además, otro ambiente, con piso de piedra era el lugar usado para ordeñar; rectangular, alargado, en el fondo, opuesto a la entrada, se ubicaba el dormitorio de la familia gallina. Pequeños intersticios servían de cobijo para innumerables pequeños pajaritos llamados ratoneras; su presencia pasaba desapercibida hasta que llegaba algún extraño, allí se hacían notar volando de lugar en lugar y emitiendo su característico canto. Democrático espacio, vivienda de varias familias habitantes del campo. Oficiaba de portero un hornero que en el extremo saliente de una madera del techo, su nido laboriosamente había construido. Él se encargaba de avisar cuando alguien se aproximaba. Mamá hornero cuidaba los cuatro huevitos y él, entre avisos y cantos, traía la comida. En la parte más alta de una madera bajo el alero, la familia abeja instaló su colmena. No se mezclaba con los vecinos, a pesar de vivir en la misma casa lo hacía en forma bastante independiente transportando el polen para alimentar a su reina. No se integraba pero tampoco molestaba. Parientes de ella, las avispas pardas buscaban lugarcitos techados y allí construían sus paralelos y alargados niditos de tierra, al fondo de los cuales muy protegida anidaba la nueva larva. Muy temible su picadura, pero al igual que las abejas, con no incomodarla bastaba. Desde el exterior, ese mundo de vida estaba complementado por variada vegetación verde o ámbar según la época del año. Entre los aromas del aire disfrutaban de su fiesta miríadas de multicolores mariposas vigiladas desde la altura por bandadas de gaviotas desplegando su tradicional vuelo en "U"

Lugar lleno de vida, lleno de sonidos. Con la luna algún grillo, alguna lechuza, algún tero guardián; con el sol sumando chicharras y mangangás la más increíble y armónica sinfonía ejecutada por la orquesta del bicherío con la dirección de la madre naturaleza. Eterna música que nunca aburre.

Fuera de la casa el espacio para las palomas era infinito y hacían ellas buen uso de él. Volaban sin límite, volviendo siempre a su lugar como si el grito de sus crías no conociera distancias para guiar el retorno. Las gallinas, si bien tenían alas, no hacían uso de ellas limitando sus desplazamientos en un relativo cercano entorno a su gallinero.

Con la Sra. vaca la situación era diferente pues su espacio conformado por verdes praderas de alfalfa, avena, o campo natural cerca del arroyo, estaba lejos de su casa.

En la diaria los primeros en dar señales eran los gallos que casi antes que aparecieran los albores matinales ya comenzaban con sus sonoros "qui qui ri quíiiii", avisando a todos la proximidad del día. Les seguían las gallinas con su "coo, coo, có" y los pollitos con su eterno "pío, pío, pío." Bastaba escucharlos para saber que el día había comenzado. Las palomas, más dormilonas, tenían mucho espacio para moverse e inclusive para volar bajo el amplio techo rojo. Hacían sus nidos en la tirantería y no se molestaban entre ellas. Había un inconveniente con su puerta de entrada, pues era un pequeño orificio de forma triangular por el cual podían pasar de a una y por más que se reunían y discutían, nunca

lograban ponerse de acuerdo en quién salía antes o después, generándose interminables bataholas.

La Señora vaca era la más tranquila y silenciosa. Sentada, rumiando parsimoniosamente, observaba el mundo a su alrededor, casi como ajena al mismo. Vivía sola, pues su esposo un muy respetable Sr. Toro, vivía en un campo lejano al cual ella concurría cuando tenían deseos de verlo.

En ese lugar y de esa forma vivían nuestras familias amigas, pero además cerquita de allí estaba una familia de humanos que se encargaba de cuidar vaca y gallinas, pues el resto del bicherío se cuidaba solo.

En ese grupo humano había un niño cuyo padre le encargaba ordeñar la vaca, y aquí comienza una historia que tal como me la contaron, así yo la contaré.

En esa casa, al igual que en el gallinero, la tarea comenzaba con las primeras luces del alba. Como el gallo cacareaba, el padre carraspeaba, y con ello daba la señal de, "hay que levantarse".

Ordeñar no fue nada fácil

Lavada de cara con agua fría y… ¡A ordeñar!

Esmaltado y blanco balde, casi más grande que quien lo llevaba, juntos iban por el empedrado camino, rumbo a la vaqueriza. Agua caliente hasta la mitad que, luego de ser entibiada con la del bebedero, era usada para lavar la generosa ubre.

Muñeca, sin mucho apuro, veía los preparativos: el jarrito con el agua tibia, el jabón, el trapo para secar, la manea para las patas, el alambre para atar la cola, etc. Lo que no veía pero percibía, era la contrariedad de aquel niño haciendo un trabajo que no le gustaba.

Primero atar al ternerito para que permitiera ordeñar, y esquivar todas sus cacas antes de juntarlas. Luego: "vamos Muñeca" para que, sin apuro y con pocas ganas, ella se levantara y dejara su mullida cama yendo al ordeñadero.

Lo primero era atarla a la argolla de la pared para que no intentara desplazarse a los saltos por las maneas que se le iban a colocar. Luego atarle la cola para que no chicoteara en la cara del ordeñador recordándole los sabores del pichi y de la caca de vaca lechera.

Una vez asegurada la noble bestia, comenzaba la tarea de limpieza. Balde con agua tibia, jabón, cepillo y trapo limpio, eran las herramientas. Si había costras pegadas (barro o bosta) "darle" hasta que caigan. Lavado, enjuagado y secado. ¡Ya está! Ahora a ordeñar.

En petiso taburete y con balde entre las piernas comienza el ordeñado cuando de golpe, sin aviso previo, la vaca se arquea y por el lugar correspondiente comienza a salir muy abundante líquido amarillo que humeante corre por el piso. A tiempo nuestro niño logró retirar el balde con leche a un lugar seguro, para ir a buscar otro balde con agua para limpiar el piso.

Concluída la tarea se reinicia el apriete de tetas con buena salida del preciado líquido blanco."Chik, chik, chik", al cuarto o quinto chorro otro inesperado arqueo y de otro orificio más arriba del anterior fluye abundante pasta verdosa que, cayendo en la piedra, salpica para todos lados. Con gran maestría nuevamente salva el balde y su contenido pero… ¿Con qué ganas limpiar con pala, escoba y agua, todo otra vez?

"Chik, chik, chik", los chorritos van haciendo espuma en la leche que comienza a acumularse en el balde."Chik, chik, chik", de golpe, la cola que en el segundo arqueo se había soltado, bruscamente chicotea en cara y boca del empecinado ordeñador generando un nuevo retiro, pero esta vez hacia la canilla de agua limpia.

Otra vez "Chik, chik, chik" y "Chik, chik, chik"…, todo va bien pero, llegando casi a medio balde la cosa empieza a enlentecerse…, los chorros salen más finitos…, las tetas comienzan a arrugarse las ubres a achicarse…, y parece que la leche se acaba. Mamá vaca siente que le están sacando la leche que ella quiere guardar para su ternerito que allí, a dos o tres metros, hace rato que está a los tirones con la soga, y: ¡Decidió esconder la leche! El niño percibe lo que pasa y más y más tira de una teta, tira de otra, cambia otra vez, pero sin resultado.

Dolor, molestia, enojo, se le van sumando y hacen que mamá vaca rápidamente (a pesar de las maneas) patee el balde y vuelque gran parte del contenido ensuciándose el resto.

¡Pobre niño! ¿Qué hacer? Es invadido por la impotencia, la desesperación y… ¡El llanto! ¡Desconsolado llanto! Deja todo como está y decide volverse a casa.

Mojado, sucio, un restito de leche también sucia en aquel inllenable balde, la cara chorreada por las lágrimas, era verdaderamente la imagen de la desolación. ¿Qué me dirá papá? ¡No pude! ¡No pude…!

Dicen que, ya muy grande, ese niño recuerda la escena en que su padre echando leña al fuego al verlo llegar, con total naturalidad le pregunta: ¿Qué te pasó?

La respuesta fue un solo llanto en los brazos de aquel comprensivo padre que al final no era tan severo como parecía.

Gentes de por allí escucharon comentar que a doña vaca Muñeca no le gustaba que le quitaran la leche que era para su ternerito, aunque aceptaba el ordeñe como un acto de amor de quién, además de proveerle de casa y comida, le hablara, acariciara y tuviera con ella una comunicación como si fuera alguien más de la familia vaca, cosa que nuestro niño todavía no había aprendido.

Pasaron los años, "La Muñeca" se volvió vieja y fue vendida a un frigorífico. Cinco días después, la mamá de nuestro niño estando en su casa escucha en la puerta de la cocina un "muu, muu, muuuuu" conocido. ¡Era "La Muñeca"! Se había escapado del frigorífico y se había vuelto a lo que consideraba su hogar. El dinero por ella recibido fue devuelto y vivió y murió viejita en los mismos campos en que tanto pasto había sido transformado en leche.

Rómulo Guerrini

Si pensamos en el Rescate de la Memoria la palabra luto parecería no encajar en ese concepto.

Definimos el luto como un signo exterior de pena y duelo en ropas, adornos y otros objetos, por la muerte de una persona. O sea: asumimos determinadas conductas que intentan comunicar al resto de las personas el hecho de nuestra tristeza por el fallecimiento de un ser querido. Es una forma de manifestar un sentimiento.

Saltamos, bailamos, reímos, gritamos cuando queremos expresar nuestra alegría, consecuencia de algún acontecimiento que nos produjo ese estado. Lo contrario es el sentimiento de tristeza por la desaparición física de un ser querido expresado por angustia, llanto, aislamiento, y rituales que conforman el luto.

Hemos visto sufrimiento humano por la muerte de otros seres humanos o por la muerte de una mascota (ahora hay cementerios de mascotas). Hemos visto caballos, vacas y perros parados o echados al lado de un congénere muerto. Estos seres vivos expresan lo que sienten.

Tal vez sea igual en otros géneros y en otros órdenes de la escala, pero no hemos tenido nosotros la capacidad de observarlos para darnos cuenta de ello.

Pero, en fin, ya entrando en tema surge una inevitable pregunta: ¿Qué tiene que ver ésto con el Rescate de la Memoria? La respuesta no se hará esperar, ya verán.

No nos vamos a introducir en la insondable tarea de hurgar en los sentimientos de los seres humanos, pero sí en hacer, a vuelo de pájaro, una rápida mirada a cómo han ido cambiando las costumbres de encarar precisamente, y en este caso, el luto.

Veremos más o menos desde dónde vienen esas costumbres, cómo han ido evolucionando y, sobre todo, el cambio en el último medio siglo que es el concepto central de lo que intentamos recrear.

La privación de toda clase de adornos ha sido práctica constante en los pueblos de la antigüedad para expresar el duelo, así como la abstención de placeres lícitos y comunes en la vida ordinaria, como bailes, fiestas, o la asistencia a todo género de espectáculos públicos. La vestimenta acompaña, predominando en general los colores oscuros y de diseño especialmente austero.

En la Biblia se lee que Abraham concurrió al entierro de Sara, con los ojos rojos de tanto llorar.

Entre los griegos era usual el traje negro pues en la Ilíada se lee que concurrieron al entierro de Patroclo vestidos de negro.

En tiempos del Imperio Romano los hombres llevaban el luto vistiéndose de negro, no así las mujeres que tenían que hacerlo con colores claros.

Otro aspecto vinculado es que, desde esa época, frente a la muerte de una persona importante, surge la costumbre en los desfiles en su honor y en señal de reverencia, de bajar el arma al pasar frente al cuerpo del difunto.

El color negro se generalizó en los pueblos occidentales a partir de la Edad Media (1500 D.C.)

Debiendo las mujeres cubrir todo su cuerpo menos la cara. Anteriormente se usaba en Francia el rojo y en España el blanco; en el Imperio Otomano el azul violáceo y en Japón también el blanco.

Como la población de nuestro país es mayoritariamente importada de Europa y junto con los inmigrantes vinieron sus costumbres, casi está de más decir, que el color que expresó el luto entre nosotros fue siempre el negro.

Hemos llegado hasta aquí con datos rescatados de los textos. Desde ahora lo que pueda transmitirles es información en parte escuchada y en parte vivida, desde que la memoria me lo permite, hasta la actualidad. Ya se irán dando cuenta. Experiencia enmarcada en un área geográfica que corresponde al Oeste de Montevideo. Está de más, tal vez, aclarar que las costumbres y sus cambios se produjeron en territorios mucho más extensos que los que referimos.

Visita de duelo

Las imágenes que me aproximan a estos temas me ubican cerca de mi madre estando ella de visita en alguna casa que me la hago vieja, de altos techos, con aljibe y galería limitada con en varillado de madera engarzado por vital enredadera. Señoras sentadas en sillones de mimbre hablando pausadamente cosas que no grabé. Por el contrario lo que no se olvida es la actitud, el porte, y el color de sus ropas: ¡¡todo negro!! Asustaban, no eran malas conmigo, me hablaban casi hasta con cariño, pero instintivamente yo rehusaba su proximidad pues aquella cosa grande

y negra que se movía sin hacer ruido era algo nuevo, desconocido, y que, claramente, no me gustaba. ¡Ni qué hablar del desconcierto producido por la lucha entre el rechazo y la obediencia cuando mi mamá me ordenaba: "dale un beso a la señora" !Aquella verruga con pelos en su mejilla todavía me está rozando la nariz. Sin duda era una visita de duelo, compromiso social ineludible háyase o no concurrido al velatorio.

Otra imagen que viene a mi memoria (esta sin negros) es estar en mi casa y mi padre comentarle a mi madre "sabés que falleció fulano". Luego de una natural exclamación de asombro la conversación continuaba… Por supuesto que no sé qué decían, pero lo que sí recuerdo nítidamente es su actitud. Era de dolor, pena, consternación. Era de, "hay que ir, hay que estar,

hay que cumplir". No se anteponían otras obligaciones, lo primero era ir; todo lo demás esperaba. Y esto no debía ser sólo en mi casa; en todas las casas así debía ser, porque en el lugar del velatorio no faltaba un solo vecino. ¡Estaban todos!

Los niños no éramos llevados, quedábamos en casa con un hermano mayor o con nuestra madre, la que después iría a la ya mencionada visita de duelo.

El velatorio en la casa del difunto

El velatorio era en domicilio. Personalmente llegué a verlos con velas por falta de electricidad (cabe acotar que el término velatorio alude al hecho de velar, acompañar, estar al lado de), y también con el finado en su cama, primorosamente arreglada, en un cuarto sin ventanas en el que, además del silencio absoluto, estaba rodeado el difunto de sus seres queridos, más de uno con el Rosario en la mano. Todo impregnado de un profundo aroma emergente de las diferentes flores que lo rodeaban en la cama y en todo espacio que pudieran colocarse, pues cuando se llegaba al lugar lo primero que se veía eran dos cosas: el "bulto" de gente y el bulto de coronas con las cuales se iba formando un cerco en medio del cual estaban los concurrentes.

Nunca se exhumaba el cuerpo antes de las 24 horas, por lo tanto el velatorio transcurría durante toda la noche. Los deudos y familiares cercanos servían el café y/o algún bocadito. Las familias acompañantes estaban representadas durante todo el evento, pues si alguien se iba era porque otro miembro de esa familia había venido a sustituirlo.

Antes de continuar quiero resaltar que alrededor del fallecido todas las sillas estaban siempre ocupadas, permaneciendo las personas en silencio, algunas de ellas, como ya comentamos, rezando el Rosario en voz baja, y en la puerta otras personas esperando que alguna silla quedara libre para ocuparla.

Resalto ésto aquí, ahora, por la tremenda importancia que tiene como contrastante, un cambio cultural muy grande, como más adelante veremos.

Por supuesto que todos los hombres vestían de riguroso saco y corbata.

Maestras de nuestro interior profundo me han contado de personas sin recursos, que al fallecer, eran veladas encima de una mesa y cuando ni mesa había se llevaba una desde la escuela. Al no haber empresa fúnebre el traslado del cuerpo lo hacía un vecino o la Policía.

Camino al Cerro

Después del velatorio se hace la inhumación. Para ello el féretro es trasladado desde el domicilio hasta el cementerio. A propósito de esos traslados les cuento que los que eran de esta zona rural, muchos iban al cementerio del Cerro y lo hacían por Cno. Tomkinson y por Cno. Cibils.

Les recuerdo que en esa época podíamos asomarnos a Cno. Cibils en cualquier momento del día y no ver ni un auto, camión, bicicleta, tractor o lo que fuere, tampoco personas. Lo mismo en Cno. Tomkinson, era usual no ver a nadie. Si pasaba algún vehículo podíamos reconocerlo por el sonido; el tractor de fulano, el camión de sultano…

Si Uds. entienden ésto y sienten aquel silencio, comprenderán si les digo que jugando con los amigos entre los eucaliptos que bordean Cno. Cibils cuando sentíamos un rumor como de motores, lento, suave, pero en aumento, ya nos dábamos cuenta lo que era y lo que íbamos a ver. Con cierto miedo y aprehensión fijábamos nuestra vista en la esquina de Tómkinson hasta que… aparecía aquella majestuosa, impresionante, para nosotros enorme, carroza negra cubierta de coronas. Era más alta que ancha, un largo motor detrás del cual, descubierto, iba sólo el conductor con uniforme azul o gris y gorra con visera, sobre una cara que se adaptaba a su trabajo. Para nosotros, niños, aquello era por un lado una fiesta porque escondidos en el cerco de taranjales disfrutábamos la complicidad del espía, y por otro lado nos daba miedo, miedo a lo desconocido, miedo a la proximidad de la muerte representada por aquel cajón que no veíamos pero que adivinábamos iba en esa carroza sepultado entre las flores, miedo al misterio de todo aquello.

Como les cuento, camuflados entre el follaje estaban nuestros ojos que después de ver pasar la primer carroza, y la segunda repleta de flores, comenzaban el juego de contar los vehículos (actividad prohibida por nuestras madres porque "eso no se hace"). La interminable fila se prolongaba de tal manera que habiéndose dejado de ver los primeros coches por la curva que estaba donde hoy cruza la ruta uno, todavía otros seguían apareciendo por Tomkinson. Siempre iban autos al principio y camiones con gente en la caja, al final. Este pasaje se nutría de familias que no tenían vehículo y de los peones que trabajaban la tierra, quienes estaban integrados de tal modo que a los efectos eran un familiar más. Tal vez hoy no nos llamaría la atención ver una larga fila de vehículos en cualquier lugar, pero debemos ubicarnos en una época en que muy pocas familias tenían auto lo que nos hace resaltar el hecho de que la concurrencia a estos eventos era masiva.

Refrescamos un poquito la historia y recordamos algunas vivencias de la infancia. Nos gustaría ahora referirnos a cómo continuaba la vida de los deudos, sobre todo haciendo mención al uso del luto.

Dos años de duelo,

dos años de negro

Comenzamos por los hombres porque es más sencillo. Estos usaban rigurosa corbata negra o brazalete negro en una manga de la camisa o del saco, pero debía ser bien visible. Lo hacían por convicción no por obligación, pues no sólo se usaban en las apariciones públicas. Estoy viendo en mi memoria la imagen de dos hermanos provenientes de las Islas Canarias, que llevaban reciente luto. Estaban recogiendo alfalfa próximos a la Cañada Bellaca en su carreta con bueyes, llevando los dos, además de la consabida faja turca (por supuesto negra), camisa de felpilla y rigurosa corbata negra. ¿Quién los iba a mirar? Ellos mismos se miraban. Cumpliendo con lo que la costumbre imponía, ellos estaban en paz consigo mismos respetando la memoria de la hermana fallecida. Las mujeres vestían de luto dos años, usando solamente el color negro para todas las prendas. Algunas llevaban un paño negro en su cabeza. En caso de usar sombrero muchas veces se le agregaba un tul que cubría el rostro. Se cuidaban en sus modales y en sus expresiones, resaltando en cada oportunidad su condición y un recuerdo para el finado. Luego del luto riguroso de dos años, comenzaba otro período de "medio luto" que duraba seis meses y en el cual se podían ir alternando en la vestimenta otros tonos algo más claros.

Aprovechamos este relato para mencionar otra desaparecida costumbre que se vincula al día dos de noviembre, conmemoración religiosa por los Santos Difuntos. Para los niños esa fecha era vista como un día lindo. En primer lugar porque no íbamos a la escuela, y en segundo lugar porque la actividad en la casa era diferente: No se trabajaba y nuestro padre, "andaba en la vuelta". La mamá se ocupaba bien temprano de las tareas domésticas y luego daba las indicaciones para que los hijos se vistieran con "ropa de salir". En una jardinera en época de guerra y en un camioncito después, allá marchaba la familia a un evento social ineludible como era brindar el recuerdo y el respeto a quienes nos precedieron. El cementerio y sus alrededores era una romería, gente por todos lados, vendedores de flores por doquier, jovencitos ofreciéndose para traer agua para las macetas, y mujeres destacando sus virtudes en la limpieza de mármoles y bronces. En fin, era como ir a un corso, pues casi no se podía caminar por los senderos. Naturalmente todas las familias hacían lo mismo generándose vínculos con los vecinos de otros panteones. Era como reeditar la vida de un barrio muy especial en el cual los vecinos se veían una vez por año. Toda una costumbre ciudadana que recreada hoy en una película generaría una candidatura al "Oscar". Por supuesto que el comportamiento de los niños debía estar enmarcado en ese clima de sobriedad y mesura que todo lo inundaba.

Sin entrar a filosofar, todos sabemos que la muerte está, que existe y que seguirá indisolublemente ligada a la vida. "Pa’morirse, sólo hay que estar vivo", dicen por ahí. La muerte es a la vida, como el blanco es al negro, como lo bueno a lo malo, como lo alto a lo bajo, son conceptos que necesitan uno del otro para mejor entenderse. ¿Cómo hablar de muerte sin una vida previa? ¿Cómo hablar de vida sin asociarla a la muerte? ¿Recuerdan al "Sabalero"? "Esa vieja puta y fría, te tumba sin avisar". Razón tenía; tal vez algún día se lo podremos recordar personalmente…

Estos comentarios vienen a lugar intentando explicar por qué el encare de nuestra sociedad frente a ese acontecimiento ha cambiado tanto en tan poco tiempo.

Hoy antes de morirnos, tendríamos que pensar cómo hacerlo para no molestar. Estamos todos tan ocupados que tener que ir a un velatorio nos incomoda, pues siempre tendremos otras prioridades. Parece que ahora queda bien velarlos un ratito, porque: ¿Para qué vamos a estar tanto tiempo? ¿Cómo vamos a quedarnos de noche, si mañana trabajamos? ¡Si lo que había que hacer ya lo hicimos en vida! Etc.,etc…

Esta forma de ver las cosas parece adquirir fuerte fundamento cuando observamos la sala velatoria (ya no en el domicilio construído y amado por quien es velado), y vemos el semicírculo de sillas ¡Todas vacías! O peor aún, vemos algunas ocupadas por personas de cualquier edad y condición, hablando a voz en cuello "temas de actualidad", y en otras vemos personas más jóvenes hablando, chateando o jugando con un celular, más en otro mundo que el propio difunto. Por supuesto el muerto no se va a sentir solo, pues le llega de las salas contiguas el rumor de la reunión en la cual se habla con más entusiasmo que si la despedida fuera de soltero. Risas, abrazos, anécdotas; que bien vino la ocasión "Pa’ conversar un ratito" .Vamos a darle un crédito a los amables concurrentes y reconocer, eso sí, que en el momento de retirar el cuerpo se comportan como caballeros. ¡Hasta cara de afligidos saben poner! Por último si usted decide concurrir al cementerio, le sugiero que tenga licencia de fórmula uno, porque de lo contrario le va a ser imposible acompañar el cortejo. Si en días posteriores queremos encontrar a un deudo, lo mejor será pedirle su número telefónico, pues si esperamos por el luto se nos hará difícil hallarlo.

Ahora me parece como que ya he logrado transmitirles lo que quería. Ubicarnos en el tema, recrearlo, y rápidamente resaltar los contrastes. Y esto es "El Rescate de la Memoria". Tomar una época y ver cómo ha ido evolucionando a través del tiempo, ver cómo era, ver cómo es, ver los cambios, poder generar la discusión que nos haga tomar conciencia de qué estamos viviendo. A propósito querido lector queda en usted el derecho a opinar sobre estos temas. Qué está bien, qué está mal, cada uno llegará a la conclusión que guiará sus conductas futuras. Si pude contribuir a que ello así sea, me daré por más que satisfecho.

Hasta la próxima, queridos amigos.

Rómulo Guerrini

 

Como Uds. saben nací en una chacra del Paso de la Arena propiedad de mis padres. Un tío paterno trabajaba otra, lindera a la de mi familia. Varios de sus amigos también vivían de la explotación de la tierra. El rubro era granja, y muchas veces granja y bodega.

En ese ambiente, a medida que el niño va creciendo, se va arrimando a los mayores en el desempeño de las tareas habituales. Al principio ayudando en cosas simples, para después, poco a poco, ir asumiendo responsabilidades hasta que, llegado el momento y ya más grandecito, se produce un "click" en su cabeza y se pregunta: ¿Y yo? ¿Qué voy a ser? O ¿Qué voy a hacer?

Lo habitual era seguir la tradición y continuar con el emprendimiento familiar. Con naturalidad y casi sin pensarlo, el que un día era ayudante, de pronto se veía al frente de una empresa tomando decisiones y rodeado de nuevos ayudantes.

Si había varios hijos varones cada uno se ocupaba de diferente tarea compartiendo responsabilidades con los hermanos. No siempre todos quedaban, muchas veces lo hacía sólo uno. En este caso podría ser el mayor, porque era el primero "que había agarrado", o el menor, porque "no voy a dejar a los viejos solos".

Esto que les cuento así era en nuestro oeste, en todo el cinturón granjero de Montevideo, y en toda la periferia de las ciudades del interior. Desde luego que, al igual que los almaceneros fueron suplantados por supermercados y muchos comercios lo fueron por Shoppings, las granjas no escaparon a ello; quedando en manos de pocos y grandes productores, llevando a una nueva situación en la cual todas aquellas familias que gozaban ese estilo, se ven hoy en la paradoja que en vez de vivir gracias a la granja, vive la granja gracias a ellas.

Ineludiblemente les voy a contar mi caso y cómo, de aquel niño proyecto de granjero, llegamos a un individuo que escribe lo que ustedes están leyendo.

Obligado por mi madre, al concluír primaria tuve que concurrir al liceo. Ambiente para mí hostil, de otra gente, de otro barrio, otras costumbres, en donde no había conocidos, y con los cuales me era difícil entablar vínculos. Lavarse las rodillas, ponerse zapatos que apretaban (en la quinta se vivía descalzo), con limpio y ajustado saco, era un incomprensible castigo diario (¡hasta los sábados!) para aquel indiecito suelto. Desde Cno. Tomkinson hasta la Cañada Bellaca, se escuchaba el grito de libertad al volver por la tarde y saber que estaba el monte y el arroyo disponibles para disfrutarlos con los amigos de siempre.

El tiempo inexorablemente pasa, los almanaques en la ahumada pared se van renovando; ese niño adolescente ya, cosecha ahora nuevos amigos en el liceo y es entonces que por propia voluntad, decide seguir ese trillo en menoscabo de la granja que le daba comida y le había dado la vida. Del brazo de ellos se recibe de médico y durante cuarenta años ve la granja desde afuera, dedicándose a una profesión que tanto amó y que tantas alegrías le dio.

"Seguimos sin entender el título.

Ya lo sé, ya vamos a llegar"

Entre las muchas cosas que la medicina me regaló, una de ellas fue conocer gente y cosechar afectos. En muchas familias hemos atendido desde el bisabuelo hasta el bisnieto y en ese cesto de los frutos cosechados, hubo un miembro de una de esas familias que se iba a destacar por su brillante carrera periodística. Su nombre es Myriam Villasante y es la Directora responsable de la Prensa de la Zona Oeste. Fue ella que un día me hace una nota, luego intercambiamos datos de historia y poco tiempo después, vaya a saber por qué, me pide unas líneas sobre determinado tema y al ser publicadas al parecer tuvieron buen eco entre los lectores. A partir de entonces hace años venimos disfrutando del intercambio que nos regala el periodismo que es comunicación, conocernos, tener cosas para decirnos, y lograrlo a través de la tinta y el papel.

Insensiblemente viajamos de aquella lejana granja a este presente de periodismo. Sin esfuerzo, sin violencia, sin traumas. Empezamos carpiendo y terminamos escribiendo. Eso es la vida: un tránsito. A veces podemos manejarlo, otras no, y otras se corta abruptamente en pleno camino. Vaya nuestro recuerdo a quienes en ese trayecto dejaron lo único que tenían: el estar vivos.

Redactar estas notas es un placer y este sentimiento crece cuando está terminado el trabajo y el mismo nos deja conforme, cosa que no siempre es así aunque hacemos nuestro mayor esfuerzo para ello.

Ahora sí, casi que estamos en el título

Sucede que en algún momento hicimos una nota sobre la Capilla "Schiaffino" que estaba en el predio de la actual empresa COUSA en el Paso de la Arena. Nunca concurrí a un oficio religioso en ella, pero sí recuerdo claramente el tañido de su campana los domingos por la mañana. Tuve que entrevistar a diferentes personas que, además de concurrir, conocieron a las hermanas Schiaffino. Tuve el gusto de conocer a Amalia Schiaffino, descendiente directa de aquella familia. Por lo que me dijeron hubo un evento trascendente en ese lugar y fue el casamiento de un hijo del entonces presidente Luis Batlle Berres. Otras personas me decían que fue una hija, y cada uno de ellos muy seguro de lo que informaba.

Frente a tamaña diferencia, tenía que encontrar la verdad y entonces le planteo a Myriam la idea de ir a ver a Jorge Batlle, lo que le pareció bien, siendo tan así que decidimos ir juntos. La Prensa de la Zona Oeste ya había editado, y con gran éxito, una entrevista a la Sra. Matilde Ibáñez, madre de Jorge Batlle, quién fue suscriptora y recibió LA PRENSA en su domicilio de Pocitos hasta su muerte. Entendíamos que con esa carta de presentación íbamos a conseguir rápidamente la entrevista. No fue tan así, pero al final la secretaria (una exquisita persona) nos da lugar para determinado día y hora. Concurrimos, nos presentamos y ella, de la mejor manera, nos dice que el Dr. acababa de avisar que no podía concurrir, ofreciéndonos las disculpas del caso y fecha para más adelante.

Una entrevista muy singular

Myriam en la suya y yo en la mía, el día anterior al nuevo encuentro la llamó para coordinar, y ella cree que la fecha es más adelante pues así lo tiene anotado. Concordamos en que teníamos dudas, y en que ante la duda lo mejor era concurrir, pues si fallábamos aquello sería un papelón. Como ella no podía fui solo, más que nada para confirmar el acierto o el error.

En el hall del edificio le informo al portero a qué piso voy, y con un gesto me indica el ascensor. Como veo la puerta semi abierta y una persona en actitud de espera me apuro y entro. En la rápida mirada que hacemos en esas situaciones descubro que en aquel ascensor dentro de un "jogging" gris con capucha, y detrás de unos enormes lentes estaba el mismísimo Jorge Batlle.

Ohh…, Doctor, qué casualidad.

Me miró como diciendo: "¿Y Ud., quién es?"

Soy fulano…, y vengo a hablar con su secretaria a propósito de una entrevista…

"No, no. ¿Tiene tiempo? La hacemos ahora".

Por supuesto mi respuesta fue de aprobación y cuando me quiero acordar me hallo cómodamente instalado en un amplio espacio sobriamente decorado, con cuadros, muchos libros, y un busto de Don José Batlle y Ordoñez. Mientras él revisaba correspondencia yo pensaba: Y…, ¿Por dónde me lo gano? Entonces cuando se aproxima y se sienta frente a mí le digo: Dr., antes que nada tengo que decirle algo.

"¿Sí?" Me responde con curiosidad.

Usted maneja los tiempos. Cuando considere que me tengo que ir me lo dice, y yo, en forma instantánea me desaparezco.

Le causó cierta hilaridad, pero ya de entrada entendió que no iba a estar con "un plomazo" y que él manejaría la charla. ¡Y por supuesto que así fue! Si bien sabía a lo que yo iba, no hizo la menor mención a ello y comenzó con una descripción del Paso de la Arena, y un bombardeo de preguntas sobre familias que él recordaba de Estación Llamas y de Rincón del Cerro. Haciendo gala de una prodigiosa memoria me nombró varias de ellas y más detalladamente el vínculo de sus padres con el vecino inmediato que era la familia de Juan Miguel Rostagno. Típica relación de la época, con las visitas, la ayuda recíproca y el intercambio de ñoquis o ravioles según la oportunidad. Rápidamente, como siguiendo un protocolo me preguntó por el origen de mi familia, de qué región de Italia, si había ido a ese lugar, si tenía hijos y si los había llevado a conocer. Todas preguntas que a medida que le iba contestando afirmativamente, hacían que mi comunicación con él se fuera afianzando. Luego me explicó que tenía similares raíces y que estaba muy bien eso de ocuparse de la familia y los ancestros. Me explicó su árbol genealógico materno, que lamentablemente no puedo recordar, más allá de que su Sra. madre era argentina. Estaba yo muy cómodo porque me hacía sentir como que él estaba disfrutando de la charla (más que charla casi un monólogo).

Traté de preguntarle sobre su período en Estación Llamas (en el chalet "Tres palmeras" donde hoy vive mi querido amigo Ing. Estanislao Chiazzaro con su familia), y sólo obtuve su recuerdo de viajar en el Tranvía a la Barra, y su corrida por el repechito desde la parada hasta su casa, en épocas de estudiante.

En determinado momento, su secretaria le alcanza el teléfono indicándole quién lo llamaba. Era una destacada persona de su período de gobierno. Sin más, se enfrasca en una apasionada conversación sobre un tema político de actualidad no sabiendo yo dónde meterme para no escuchar. Aquellos minutos me significaron siglos. Cuando termina me pregunta: "¿Y a Ud. qué le parece?" La respuesta fue fácil pues le dije lo que pensaba y con eso bastó para que pasara a otro tema.

Me dice: "Por allí donde usted vive está Mujica".

Respondo afirmativamente y agrego mi vínculo personal que se remonta a mi época escolar en que su mamá tenía una librería al lado de mi escuela, y a cuando Mujica vendía flores en la que fue la primer feria del Paso de la Arena(1955).

Como me interesa el tema ferroviario y la ocasión lo permitía, le pregunto qué opina de la recuperación del sistema. Me contó con ejemplos, que también él lo intentó, pero que se encontró con una realidad devastadora y que ve muy difícil la recuperación. En ese intercambio le informé alguna cosa que para él fue novedad y sentí que le gustó haberse enterado.

Terminado el café, amorosamente servido por su secretaria, yo veía que en cualquier momento iba a dar por finalizada la charla. Le recuerdo que yo estaba ahí para verificar datos sobre sus hermanos, que me habían llegado pero que eran contradictorios. Por un lado se me informó que quién contrajo enlace en la mencionada capilla era su hermana, y por otro lado lo contrario, que había sido su hermano. Me escucha con atención, y mirándome fijamente, levanta los brazos y el tono de su voz diciendo: "¡Dónde vio Ud. a un Batlle casándose por iglesia!" Frente a mi justificada perplejidad continúa: •¿… y sabe quién estaba en la fiesta? ¡El Cardenal Barbieri! Eran muy amigos con mi padre".

No medí el tiempo, pero tal vez irían noventa minutos de charla cuando se levanta para ir a una mesa a arreglar alguna cosa. Percibí que mi tiempo se estaba acabando y que me iba con las manos vacías en cuanto a lo que había ido a buscar. Ya de pie le recuerdo el motivo de mi visita y me dice: "Mire, vamos a hacer una cosa, espere que salga de todo este trabajo que tengo, y vamos a hacer una reunión con mi hermana, usted y yo, así aclaramos ese tema".

Estoy seguro que me lo dijo en serio. Todavía no me ha llamado. ¿Y yo? Yo…, tampoco.

Ahora sí que entienden el título. Creí que iba a ser un intercambio de preguntas y respuestas y me encontré con una personalidad avasallante, inteligente, informada y a la vez curiosa, en un entorno amable que invita a volver.

Por aquí termina la nota y lo que quería contarles de mi experiencia en un encuentro con este hombre; pero quiero decirles que me quedaron dos preguntas por hacer, que no tienen nada que ver ni con la capilla ni con casamientos, que las llevaba en la cabeza y que como las llevaba me las traje.

Una es: "Dr. ¿Qué significó para Ud. hablar inglés?"

Otra es:"Dr. Le doy un nombre: Dwight D. Eisenhower, una opinión"

Como Uds. sabrán siendo muy jovencito Jorge Batlle ofició de intérprete en la entrevista que su padre mantuvo con este militar norteamericano comandante general de las tropas de invasión a la Europa ocupada y que luego fue presidente de E.E.U.U. por dos períodos.

Nos hubiera gustado tener dos fotos de nuestro entrevistado, una viajando en el Tranvía de la Barra, y otra transmitiendo las opiniones de su padre al, en ese momento, el hombre más poderoso del mundo. Cuánta distancia, ¿No? ¿El inglés? Porque, por más hijo de presidente que fuera, si no sabía hablar allí no iba a estar.

Tal vez las circunstancias nos permitan algún día hacer esas preguntas. Razón que nos obliga a seguir en el intento de poder contarles algo que no tendrá desperdicio y, de esa manera, seguir construyendo nuestro Rescate de la Memoria.

P.D. Si Ustedes leyeron con gusto, habrán percibido que tal vez la esencia de lo que quise transmitirles no era lo anecdótico de la entrevista. En la globalidad de la lectura el mensaje que se filtra es muy otro. Es referente a nuestra existencia, a nuestro pasaje por esta nave estelar que nos lleva quién sabe dónde, y que es la Tierra. Tratamos de decir que nunca debemos tildar una meta de imposible, que siempre debemos intentarlo, que en general lo que nos proponemos se logra, y en caso que así no fuera, igualmente sentiremos el regocijo de haberlo intentado.

 

 

Hola amigos.

Desde hace años La Prensa de la Zona Oeste viene entregando notas vinculadas a nuestro pasado en el campesino oeste montevideano. Unas nos hablan de las distintas etnias que se fueron instalando por estos lares; otras, de los distintos sonidos que nos fueron abandonando; otras, de diferentes lugares que podríamos considerar emblemáticos, etc.

Hoy, siguiendo esta última línea, se nos ocurrió hacer referencia a un lugar que siempre nos llamó la atención pero que, como no habíamos vivido directamente en él, no teníamos suficientes experiencias personales para contarles. Hay un refrán que dice: "el que tiene padrinos no muere infiel" y entonces algunos amigos que sí allí vivieron, se vieron complacidos en proporcionarme datos que, sumados a lo que yo recordaba, sirvieron para conformar esta nota.

Nos gustaría primero referirnos al nombre y luego a algunos elementos qué conformen un poco la historia de Estación Llamas. Comenzaremos lo más atrás en el tiempo posible, para poder entender lo que hoy es ese lugar.

Nos tenemos que ubicar en la segunda mitad del siglo XlX en un muy joven país tratando de curar las heridas dejadas por la guerra grande y las posteriores revoluciones, entrando a su vez en una etapa de modernización y ordenamiento, con la creación del registro civil, el alambrado de los campos, etc.

Montevideo, al impulso de un muy fuerte flujo inmigratorio crece, recibe el agua corriente traída desde el Río Santa Lucía por Lezica, Lanús, y Fynn y, el matadero para el abasto ubicado en la zona de Arroyo Seco debe ser trasladado, eligiéndose para ello un lugar más adecuado que era lejos de la ciudad, a la orilla de un río y con fácil llegada del ganado. Ese lugar fue la barra del Santa Lucía, caserío que sería más adelante denominado pueblo Santiago Vázquez.

Varias ventajas pero un gran inconveniente: ¿Cómo transportar la carne a Montevideo?

Ya verán cómo ese nombre tiene que ver con estos orígenes. Si bien siendo niño, cuando escuchaba "Estación Llamas" pensaba en un incendio, con el tiempo aprendí que estaba en un error.

Planteado el problema del transporte había tres posibilidades. Una de ellas era por agua, en cabotaje de puerto a puerto. Otra era por tierra en carretas hasta los lugares de consumo. Y por último la tercera opción también por tierra hasta un centro de distribución, a través de una línea férrea de 22 kilómetros de extensión. Mario R. Pérez fue el nombre del empresario que llevó adelante ambos proyectos. (el Matadero y la línea férrea). Una calle del barrio Cabaña Anaya, recuerda su nombre.

Si miramos Santiago Vázquez hoy, se nos hace difícil imaginar la guardia militar española que a fines del Siglo XVlll iba a dar origen a ese asentamiento. Tal vez sea más fácil visualizar el caserío que a finales del Siglo XlX se había formado en ese lugar, de paso para diligencias, carretas y troperos, con escasas y modestas construcciones para dar resguardo en eventuales descansos, noche, o mal tiempo.

En 1871 se licitó en forma conjunta el matadero y la línea férrea, haciéndose la escrituración; comenzando la construcción un año después en 1872.

Existía el llamado Camino Nacional a la Barra del Santa Lucía, un camino para carretas, de tierra y tosca, pero la vía tenía que buscar otro recorrido en que las pendientes no fueran tan pronunciadas y por eso, es que con el tiempo ambos tramos se distanciaron.

Parada Llamas

El recorrido del ferrocarril tenía paradas y estaciones, y una de ellas se denominó Estación Llamas. ¿Por qué? En ese lugar se había formado un pequeño núcleo poblado y allí se instaló un comerciante cuyo nombre era Mauricio y su apellido Llamas o Llamás. Durante muchos años fue referente de la zona, funcionando como pulpería y como centro social, en el cual generalmente las reuniones terminaban con un baile criollo. De esta manera simple y sencilla, encontramos la explicación del porqué del nombre "Estación Llamas".

Al nacer un centro poblado las autoridades de turno tratan de llevarle servicios, y uno de ellos más que esencial es la escuela. La misma fue inaugurada el 24 de julio de 1880 como escuela rural, contando con 37 niños. En la matrícula de 1902 figuran los alumnos Salvo, Ibaide, Linares, De León, Haro, Casajous, Lacavan, Campos, entre otros. En esa época funcionaba como escuela rural número 14 estando ubicada en un terreno cedido por la familia Salvo, donde hoy se en

cuentra la radio Montecarlo, pasando en 1919 a ser escuela urbana de 1er. Grado número 39.

En 1927 terminado el nuevo afirmado asfáltico de la por entonces, se denominaba Avenida Gral. Simón Martínez (en honor a quién comandó fuerzas de gobierno contra las revoluciones del siglo XlX. Su uniforme se exponía en el museo militar de la Fortaleza del Cerro), se traslada al actual local el cual tendrá varias ampliaciones y pasará a ser la Escuela 146 hasta nuestros días y que comparte local en horas de la tarde con la Nº 333. Desde 1995 se denomina Escuela Luis Batlle Berres porque este político y presidente de la república vivió casi enfrente de la misma (En el chalet "Las palmeras") y además dos de sus hijos allí concurrieron.

Un pequeño ómnibus recorría la zona llevando y trayendo los niños. Era conducido por el Sr. Mourdoch, uno de los hijos de los fundadores de la centenaria Panadería Paso de la Arena.

Un beso en la mejilla le

valió 5 días de suspensión

Estos datos meramente ilustrativos, más allá de ser ciertos, pueden resultar aburridos. Intentaré despertarlos haciendo mención a una anécdota que sirve para orientarnos en cuál era el tenor en valores de aquella escuela pública que tanto queremos y a la cual tanto le debemos.

A fines de 1950 se vivía en la escuela un clima de alegría por la proximidad de las vacaciones, y en todo el país una sensación de bienestar y optimismo imparables porque se vivía bien, pero además éramos flamantes campeones del mundo. Uno de los niños que cursaba sexto año, contagiado de ese optimismo general y con sus hormonas a pleno, decide darle un beso a una compañera que él gustaba. No pasó de un beso en la mejilla, pero lo malo es que lo hizo en medio del recreo. Inmediatamente se formó alrededor de ellos una rueda de otros alumnos festejando y coreando el hecho. Ante tamaño alboroto aparece la Sra. Directora terminando el episodio con un rezongo para todos y una suspensión de cinco días para nuestro amigo. Pero la cosa no terminó ahí porque además se le ordenó escribir ¡Mil veces!, "Debo mantener mi moral bien alta". Tuvo que ir cada uno de los cinco días a presentar las 200 frases escritas en su casa cada vez, y además las cinco veces acompañado de su Sra. Madre. Tal vez a él se le hayan ido los deseos de besar a una compañera (Por lo menos en el recreo), pero…, y a ella, ¿Alguien le preguntó si en realidad tanto le molestó aquel gesto?

Desde 1935 hasta 1960 ejerció primero como maestro y luego como director Zelmar Balbi, quién dejó su impronta y su alma en ese lugar. Durante su período se instalaron la policlínica odontológica, la policlínica médica, se dictaron clases de corte y confección, se hacían kermeses, bailes, y diversas actividades que despertaban en los miembros de la comunidad, un sentimiento de identidad con centro escolar, tendiente a agruparlos y trabajar en pro de la tarea educativa. En fin, había transformado a la escuela en un centro social comunitario de referencia. La iniciativa presentada por varios vecinos, de que la Escuela llevara su nombre, no prosperó.

Dejamos la escuela y

nos vamos a la estación

Tal vez el nombre de estación le quede grande, pues no era más que un apeadero con un alero. Inicialmente circulaban tres trenes por día en ambos sentidos. Eran de carga, llevando el primero hacía Montevideo, la leche de los diferentes tambos que había por la zona. Como además se les acoplaba uno o dos vagones de pasajeros se les llamaban "mixtos". El tiempo de recorrido desde Arroyo Seco hasta La Barra era de 52 minutos. El hecho de que allí estaba el comercio del Sr. Llamas generaba un mayor movimiento de mercaderías y de personas, además la calle que hoy se llama "Cayota", que allí nace, se utilizaba como camino de entrada al Rincón del Cerro, pasando frente al establecimiento del Sr. Pedro Secchi los carros y carretas que llevaban y traían mercaderías desde y hacia la estación.

El boliche del Sr. Giribone en Llamas

Donde ahora está ubicada la escuela, hasta la década del 30, funcionaba una fonda atendida por Juan Fornelli y su esposa Ginebra Scala, inmigrantes italianos, ella de Venecia. En realidad era casa de comidas y almacén. Allí se jugaba a las cartas y era un clásico que el que perdía pagaba un pollo asado. Era tan frecuente el juego, que la Sra. Ginebra tenía permanentemente un pollito pronto para el próximo perdedor. Ese lugar tuvo un momento comercial muy bueno y coincidió con la construcción del hormigón en la Avenida, pues todos los obreros de la empresa constructora alemana almorzaban o compraban viandas en ese lugar. Coincide la finalización de los trabajos con el cierre definitivo del comercio.

En la vereda de enfrente en esquina con la mencionada calle Cayota estaba el boliche del Sr. Giribone. Más adelante, por la misma acera, casi frente al edificio de la vieja comisaría había otro comercio (hoy demolido) que funcionaba como bar y despacho de bebidas. La diferencia es que aquí se organizaban pencas en una pista adjunta perpendicular a la avenida. Pertenecía al Sr. Trinchitelli y tenía en las gateras una enramada hecha con hojas de palmera, en la que también se despachaban bebidas.

En esa zona la familia Salvo tenía varias propiedades; la más importante era la llamada "Quinta Salvo" cuyo casco aún se conserva al final del camino que nace exactamente donde estaba la estación Llamas. Funcionaba como cabaña, y al igual que la "Quinta Bonilla y la "Quinta Soriano" que ya no están, explotaba la granja llevando en una volanta dos o tres veces por semana productos a quienes vivían en el recién inaugurado palacio Salvo. En la década del 20 su encargado era el Sr. Copello.

Pecado cometeríamos

si olvidamos el "127 rojo"

Era un servicio especial que tenía su terminal en la pequeña explanada ubicada frente al boliche del Sr. Trinchitelli. Funcionó al final de la década del 50. Quienes íbamos al liceo Francisco Bauzá lo queríamos como a un hermano.

En este caso la anécdota son los gritos de María Rosa Iriart, cuando estando todos tranquilos en la parada de Agraciada y Zufriateguy, de repente y con voz muy fuerte comenzaba: "Llamas, Llamas, Llamas…". Muchos pensarían, como aquel niño, en un incendio; lo que realmente sucedía era que venía el "127 rojo" cuyo destino lucía "Llamas", y en caso de perderlo era muy difícil que el "127 negro" detuviera su marcha o no se fuera por detrás de otros ómnibus sin detenerse, máxime sabiendo que en esa parada a esa hora la mayoría de los pasajeros éramos estudiantes.

Juan Laborde un comisario full time

Si bien la vida giraba en torno a lo hasta ahora mencionado, existe todavía un local que fue construído por el gobierno de entonces, con un fin específico, y es en el que funcionó hasta hace poco tiempo la Seccional 23. Contaba con recepción, oficinas para funcionarios principales, calabozos, por supuesto baños, y al fondo caballerizas, pues recordemos que el caballo era el transporte de la guardia civil en aquellos tiempos. A un costado y por entrada independiente está lo que era la casa del comisario. Efectivamente, este funcionario vivía en la misma seccional en que trabajaba; más allá de la importancia de cada caso, era una especie de "Full time" en su cargo. Muchos han pasado por ese domicilio a través de los años. Últimamente, tal vez por el deterioro edilicio, había dejado de usarse para ese fin.

No sé el por qué, pero hubo uno de ellos cuyo nombre quedó grabado en la memoria colectiva de la muchachada de la década del 50. Se llamaba Juan Laborde; vivió en la comisaría con su Sra. esposa y dos hijas: Clelia y Carmencita. Tuvo la peculiaridad de, sin ser de la zona, insertarse en ella junto con su familia como uno más, y no sólo eso, sino que al final terminó siendo un referente de la misma. Sus hijas concurrían al liceo Francisco Bauzá. Cuando había paro de Cutcsa (única empresa) eran llevadas a clase en el furgón policial. Durante el camino los compañeros que estaban en las diferentes paradas eran recogidos. Imagínense Uds. lo que era llegar ese negro furgón a la puerta del liceo y ver una interminable cantidad de muchachos salir por la puerta trasera del mismo. Sin duda para ellos era una fiesta. Como representante de la ley recorría el barrio entrando en todos los comercios, demorándose un poco más en los que despachaban bebidas. Es que en esos lugares a veces alguien había tomado un poco de más y se le invitaba a refrescarse en el calabozo. Cuando había que enfrentar lo hacía: Un cierto muchacho jugador de football, con un físico privilegiado, practicaba boxeo y además era muy camorrero. Por un entrevero lo llevó a la comisaría y a solas y a lo macho le dijo: "si me llegas a pegar te dejo ir". No había terminado de decirlo cuando el puño de aquel muchacho ya estaba impactando en su cara. Pues cumplió y… ¡Lo dejó ir! No se les ocurra preguntarme cómo le fue a ese muchacho en la próxima camorra. Pero en el desempeño de su cargo no todo era violencia. A veces era necesario emplear la astucia; así lo hizo y con éxito.

Estaba haciendo de las suyas un individuo que se dedicaba a asustar mujeres que caminaban solas por la calle "Del Fortín" (Hoy campamentos Orientales) y adyacencias. Sólo las asustaba, apareciendo en la noche envuelto en una sábana blanca gesticulando pero sin hablar. Se le llamaba el fantasma del Fortín. Muy flaco y muy alto, aparecía de vez en cuando, reapareciendo cuando pensaban que no volvía y empezaban a olvidarse de sus andanzas. El hecho es que tenía en vilo a todos los habitantes, desconcertando por su habilidad para aparecer y desaparecer; muchos le tenían miedo, otros pensaban que era invento de las víctimas, y otros tenían curiosidad en conocerlo.

Nuestro comisario haciendo gala de un buen desempeño profesional trabajando para resolver el caso decide usar una carnada como trampa. Hace transitar por el citado camino durante varios días y a la misma hora a una mujer atractivamente vestida (era de noche) a ver si aparecía el tan mentado fantasma. Debo decirles que sí, que el fantasma apareció, pero no sólo eso, cuando se hace ver por la mujer, ésta sorpresivamente le da la voz de alto y el fantasma (un joven muchacho en zancos) no atina a huir, y mayúscula sorpresa se lleva cuando ve que aquella atractiva mujer en realidad no era ni tan atractiva ni tan mujer: ¡Era el propio comisario que así se había vestido para cumplir con su función!

Pasaron muchos años, y los lazos de amistad que su familia generó, aún perduran con la misma intensidad.

"Los asaltos"

La población, que inicialmente era campesina, iba aumentando, sumando ahora familias obreras, pero continuaba siendo igualmente escasa. Predominaba el respeto y la confianza y eso hacía que con la complacencia de los padres, la muchachada se vinculaba toda, unos con otros, creando una verdadera red social (sólo con unos pocos teléfonos fijos). De una forma u otra se comunicaban y se reunían en la casa de la Sra. Serrina que aún se mantiene en pie en Luis Batlle Berres antes de llegar a Cno. de los Orientales. Ella era viuda, sin hijos y gustaba reunir a la muchachada para que bailaran y se divirtieran. Estaban de moda, "Los asaltos" que eran un baile de disfraces en el cual no se sabía quién era quién, hasta la medianoche en que había que quitarse la careta generando con ello todo tipo de situaciones, como se podrán imaginar.

Queridos lectores, no sé si logré mantener hasta ahora vuestra atención. Si así fue habrán notado que esta vez mencioné algunos nombres, cosa que habitualmente no hago. Sin duda quedaron muchos en el tintero. Sería imposible mencionar cientos de personas que fueron protagonistas de la historia, la mayoría anónimos. Me parece injusto dejar de mencionar a quienes sí conocí y con quienes compartí.

Cerrando les digo que, si logré interesarlos, o que si, en estas líneas encontraron algo que no conocían, para mí eso es más que suficiente estímulo para continuar navegando en este barco de la comunicación que es "El rescate de la memoria" y que llega a ustedes mes a mes, a través de LA PRENSA DE LA ZONA OESTE.

Rómulo Guerrini

Agradezco a quienes colaboraron en esta nota: Héctor y Mabel Bassayssteguy, José Silva, Nora de León, y maestra Silvia de León.

 



Si leemos un poco cómo le ha ido al hombre a través de los siglos, veremos que hay dos hechos que sistemáticamente se repiten. Uno es la búsqueda y el ejercicio del poder por determinados grupos y su posterior caída (¿Cuántos imperios han pasado?). El otro son los movimientos migratorios. Ambos hechos a veces independientes entre sí, y otras veces fuertemente vinculados, signaron el proceso histórico de la humanidad.

El hombre, al igual que otros animales en busca de alimento, o en pos de un quimérico bienestar, migra. Cambia de lugar buscando lo que no encuentra en donde está. Esto se ha repetido a lo largo del tiempo, y hoy como antes, este hecho se sigue produciendo en varias regiones del planeta.

El siglo XIX no escapó a ello y en él, fue particularmente protagónica la diáspora europea. América, joven aún, era tierra prometida para quienes sentían el impulso de comenzar una nueva vida.

Italia recién unificada, con un gran porcentaje de campesinado pobre, tenía una gran oferta de gente joven con la natural ambición y esperanza propias de esa etapa de la vida. Dadas las dos condiciones los hechos se sucedieron una vez más, como la ley de la historia lo marcaba. Dentro de los miles de emigrantes que eligieron estas tierras como destino, hubo dos cuyos nombres voy a mencionar porque de eso se trata.

Vamos a reparar en la historia de la familia Caviglia-Ducly, sus orígenes, su vida, su obra, y también su ocaso. Ellos son José Caviglia y María Clemencia Ducly.

José Caviglia vino con su hermano Juan. Ambos italianos nacidos en la región de Piemonte entre 1860 y 1870. María nacida en Aosta, (En ese momento territorio francés) en 1871. Juan y José vinieron juntos con el objetivo de afincarse y trabajar. María vino con su señora madre, con el objetivo de trabajar y juntar dinero para levantar una hipoteca contraída por su padre en Europa. Corriendo 1886 María y Juan contraen matrimonio comenzando una larga historia que llega a nuestros días. Siendo el oeste montevideano un lugar en el que ya había varios paisanos afincados, no les fue difícil conseguir trabajo, ubicarse y comenzar a ahorrar.

No tenemos información sobre el pago de la hipoteca; lo que sí sabemos es que esta pareja de un italiano y una francesa, trabajando sin descanso lograron comprar su primera parcela y allí dieciocho años después de haber llegado a Uruguay, construyeron su casa la cual se mantiene en pie en el número 2700 al final del camino que lleva el nombre de la familia. El título de propiedad de ese padrón se origina en la cesión de derechos que el gobernador de Las Provincias Unidas del Río de la Plata (Larrea) en 1813, le hizo a Javier de Viana en mérito a sus servicios a la Corona defendiendo Montevideo de las invasiones inglesas. Ambos hermanos tuvieron varios hijos. José tuvo tres mujeres y siete varones, y todos trabajaban la tierra dedicándose preferentemente a montes frutales. Uno de los hijos de José llamado Pascual, también criaba cerdos para el consumo y para la venta. Es interesante destacar que los compradores pagaban la mercadería con un año de adelanto para asegurarse el negocio. Los lechones eran llevados a la ciudad embolsados, en el tranvía a la Barra del Santa Lucía.

Los Higos de la zona sinónimos de Caviglia

Duraznos, peras, manzanas, ciruelas, damascos y por supuesto la infaltable viña, eran cultivados en las diferentes fracciones que a través de los años fueron adquiriendo. Hubo un cultivo que llamaba la atención y que por mucho tiempo su producto era sinónimo de “Caviglia”, y eran los higos. Sí higos.

En la fracción de campo hoy comprendida entre las calles Camino Caviglia y José Barrales donde además de solares se halla el Liceo 24, existió un monte de higueras de tres hectáreas de extensión. En uno de sus extremos limitaba con la granja de la familia Forly, otros italianos inmigrantes con similar historia de vida. Un burrito girando en círculo accionaba una noria que se utilizaba para sacar el agua de una cachimba para regar el mencionado monte. La producción de higos era tan grande que era necesario recogerlos todos los días para enviarlos a los puestos de venta y a la fábrica de dulce. Como es un fruto muy pegajoso y delicado hay que tocarlo lo menos posible; para ello cada recolector tenía un equipo especial consistente en un delantal con tiradores, a los cuales se adosaba una bandejita intercambiable en la cual se colocaban los frutos para su traslado.

Traten ahora de visualizar lo comentado y agreguen al trabajo en los montes la actividad en la casa. Vacas, cerdos, bueyes, caballos, ovejas, patos, gallinas, pavos, etc., cada bichito en lo suyo. Por supuesto no faltaban las comadrejas, pero estas señoras no eran bienvenidas al grupo. Vida de granja, la comida no faltaba para nadie, había para regalar… Limpieza, ropa y comida, tarea llevada adelante por las mujeres de la casa, y aunque no lo parezca les quedaba tiempo para crecer en el vínculo social con las familias vecinas a través de las visitas.

De esta manera y sin darse cuenta, la vida se fue deslizando suavemente entre ellos, llevando adelante en el centro de Paso de la Arena, un pujante emprendimiento familiar durante más de medio siglo. Hasta la década del setenta los veíamos todos los días a primera hora de la mañana trasladarse con su camión “Fargo” rojo a trabajar a uno de los montes. Al volante Manrique (el más chico) y a su lado Agustín (el mayor). Arriba en la caja los otros hermanos, de pie, con sus rostros curtidos desafiando el viento, inexpresivos, mirando sin ver, como si cada uno de ellos estuviera en otro mundo, ajeno a ese monótono ruido del camión que los trasladaba. Todo ello reflejaba una rutina de la que no podían salir, hacían lo que sabían: trabajar, trabajar, trabajar… Poco a poco y uno a uno, como vinieron se fueron yendo. Un día el camión dejó de pasar. Los montes fueron cediendo espacio a la maleza y…, todo pasa. Queda de ellos el recuerdo y los herederos en tercera y cuarta generación.

Queda también aquella casa al final del camino, mudo testigo de la historia. Allí vibra el silencio de ellos y el bullicio de otros que, quién sabe hasta donde podrán comprender lo que allí alguna vez se vivió

Desde que redacto estas notas siento que en algún aspecto mi vida ha cambiado. Pasé de ser un obrero de la medicina, al que en la calle lo detenían para preguntarle, “me duele aquí, me pica allá…”, “podrás ir a ver a fulano…”, etc., a ser un vecino al cual lo siguen parando en la calle, pero ahora para decirle “che, ¡cómo pusiste aquello…!”,” ¡cómo te olvidaste de poner esto otro…!”, etc. Si bien la situación sigue siendo la misma, ha cambiado el motivo por el cual me paran en cualquier lugar. Francamente debo decirles que me gusta lo que hago y, en la simpleza del relato, soy feliz. Se da también otra situación, y es que a propósito de estas notas, descubrí que conviven en la zona muchas personas qué, al igual que yo, aman el lugar, aman la historia, y gustan de participar de ese “Rescate de la memoria”, materializado gracias al emprendimiento de una mujer preclara luchadora, como es la Directora de La Prensa de la Zona Oeste: Myriam Villasante. Una de esas personas colega chacrero, colega bodeguero, y ahora compañero en la Sociedad de Fomento y Defensa Agraria, se llama Mario Rodriguez. No nos criamos juntos con Mario, pero lo único que nos separó fue la distancia de los domicilios, pues la historia de vida y el sentimiento, he visto que son los mismos. Charlando con él a propósito de otros temas, surge la idea de documentar, y transmitirles a Uds., otro aspecto de la vida por aquellos entonces, como ser un relato de la actividad diaria en una de las tantas chacras que poblaban nuestro oeste Montevideano. Mario entusiasmado me dice: “yo escribo algo”, nos gustó la idea, y aquí lo tienen para disfrutarlo. ¿Cómo vivían los productores del Oeste a comienzos del Siglo XX? Vamos a comentar algo sobre familias que vivían en esta zona oeste de Montevideo, allá por los comienzos del siglo XX, la mayoría de ellos inmigrantes portugueses, italianos y españoles, con el oficio de chacareros. Por supuesto que sus costumbres eran muy distintas a la de la gente que vivía en la ciudad. Pasemos entonces a desarrollar su manera de alimentarse, que debido al trabajo que desarrollaban debía ser fuerte y provechosa. Comencemos por el desayuno. Este se componía para los jóvenes de una buena taza de leche acompañada de pan, queso, manteca, dulces, gofio (un derivado del maíz que se agregaba a la leche produciendo en el organismo humano gran energía). También se le podría agregar alguna fruta de estación que generalmente abundaba. Los mayores, muchos de ellos europeos, aplicaban las costumbres de sus países de origen. Como la cocina a leña ó “económica” estaba a full, usaban la plancha de la misma para fritar allí panceta, tocino, huevos, etc. etc. Todos estos manjares eran acompañados por un buen vino casero qué, a pesar que se iba picando (poniéndose fuerte) de a poco, siempre era el mejor. También se agregaba a este desayuno una buena picada de chorizo, salame y bondiola, productos de la faena del cerdo de la casa, que casi siempre se realizaba dos veces al año. Luego de este opíparo desayuno había que dedicarse a las tareas del campo. Primero se racionaban los animales; gallinas, patos, cerdos, la vaca y el caballo de tiro que era el mimado dado que, gracias a él, se labraba la tierra de la cual se obtenían frutas y verduras; también era el que transportaba en un carro, lo producido hasta el mercado o ferias vecinales. A continuación nos integrábamos a las tareas restantes, plantar, carpir, cosechar, etc. A las once sonaba la campana, que se componía de una llanta de camión, colgada al lado de la higuera que estaba al lado de la cocina, se golpeaba la llanta con algún hierro que cumplía la función de martillo, esa era la señal de “largar” el trabajo, para venir a almorzar. Si era verano nos dábamos una buena remojada, si era invierno una lavadita de manos y cara para enseguida ir a la mesa. El almuerzo en familia En el almuerzo la familia se sentaba generalmente en una mesa grande en el comedor diario; allí, si la familia era católica, se rezaba alguna oración de agradecimiento al señor por el manjar que nos ofrecía. En seguida la abuela o nuestra madre nos servía un suculento plato de sopa, que era obligatorio, había que tener mucho cuidado a absorber la sopa con la cuchara de no hacer ruido con la boca, porque si no venía el rezongo: “no hagas ruido”. Luego el segundo plato, que podría variar desde una exquisita pasta casera, o un buen puchero hasta un guiso bien caliente. A veces, los cubiertos ayudaban poco, las cucharas eran grandes y pesadas, y los tenedores también de alpaca, con dientes algo redondeados, no eran los más adecuados. Acompañábamos el almuerzo con un buen vino casero, que tomábamos todos sin correr el peligro de hacernos adictos. Cabe recordar que los platos eran de metal esmaltado, lo mismo que los jarros donde se servía el vino. El postre generalmente podía ser un dulce o mermelada casera, un arroz con leche o una buena crema. Como no podía ser de otra manera, la leche era casera y nadie se quejaba. Generalmente de allí se extraía la nata (o gordura) con la cual en un tacho vacío, que había sido depósito de yerba o café, se llenaba con esta gordura medianamente y bien tapado, se batía hasta que se transformaba en una exquisita manteca. También se preparaba un exquisito dulce de leche que a veces por falta de temperatura o que la abuela se olvidaba de revolver, quedaba algo grumoso, pero como dice un conocido relator de fútbol: “es lo que hay valor”. Ya que estamos hablando de comidas, recordemos que no teníamos heladera. Entonces pasaba el carro “del modelo” (Frigorífico Modelo) con sus barras de hielo que se colocaban en conservadoras de lata tipo heladera, manteniendo fresco lo más elemental. El aljibe o pozo de agua también servían de refrigerante, bajando al mismo mediante cadena y rondana, el balde con leche, la damajuana de vino y hasta la carne para su conservación. A medida que escribo estas líneas me pregunto: ¿Qué época sería mejor? Antes tendríamos algunas carencias pero..., hoy nos encontramos con otros problemas que antes no existían. Uy, perdón, me desvié del tema que veníamos encarando me estaba olvidando que tenemos que dormir la siesta. La misma en verano era sagrada, terminaba el almuerzo y nuestra madre nos ordenaba dormir, la mayoría queríamos seguir jugando a la pelota, o las niñas a la rayuela. Luego de la siesta, y en poco rato nos vamos a la cama…, que otra cosa podríamos hacer, los que tenían corriente podían escuchar la radio a lámpara que había que esperarla una rato para que calentara y saliera la voz sonora del locutor o alguna radionovela o informativo, que trasmitía los acontecimientos del día. La familia rodeaba aquel aparato sin que faltara la voz de mando que ordenaba..., “cállense que no escucho nada”. Después vino la televisión y todo cambió, a veces para bien, y a veces para mal, pero dejémoslo así, ya que nosotros nada podremos cambiar. En mi opinión personal me quedaría con él, “a veces para bien”. Navidad en la casa de los abuelos A todo ésto nos olvidamos que en determinadas fechas como Navidad, Año Nuevo o en algún acontecimiento especial como cumpleaños, aniversarios, casorios, se reunía toda la familia. Esto se hacía en una casa determinada porque tenía mayor comodidad, o en la casa de los abuelos; porque mientras ellos estuvieran las reuniones se iban a hacer allí. Llegaba la fecha y sin ninguna coordinación, aparecían de mañana temprano, algunos en autos modernos para la época, otros en carros, (los mismos que usaban para ir al mercado o feria). No se olviden que empecé el relato hablando de familias chacareras que vivían en el anillo productor que abastecía a la ciudad de Montevideo. Cada cual sin comunicarse llegaba aportando lo que ya era costumbre, porque la pizza de fulana era la más rica y el vino de mengano es muy bueno o la torta de la tía es la más rica que he probado. De a poco la casa se llena de abrazos, a veces llanto de alegría, empieza la picada y al rato nunca falta algún musiquero para alegrar la velada. Todo estuvo precioso, pero se vuelve la noche y hay que volver a casa, así que otra vez besos, abrazos y hasta pronto, cada cual para su hogar. Sólo quedan los comentarios de lo lindo que estuvo y de algo que había pasado, que por falta de comunicación no nos habíamos enterado. Algo cansados por el día ajetreado que tuvimos todos, cada cual llegaba a su casa, que por suerte en aquella época no necesitaba sereno y en poco rato, ya que como dije no había tele ni otros adelantos, nos metíamos en la cama y hasta el otro día. Bueno quisimos en esta nota presentar un panorama de cómo se vivía en aquellos tiempos; por eso no sé, si aplicar aquellos de todo tiempo pasado fue mejor. Hasta la próxima. Mario Rodríguez ¿Dónde estarás campana? Como vieron no tiene desperdicio. Me tomo la libertad de agregar comentarios que pretenden enriquecer la nota, y aunque no me voy a extender en ellos, considero que es el momento de hacerlos. Nos acostábamos no más de las diez de la noche, y a las cinco de la mañana ya se estaba prendiendo el fuego en la cocina. Lo primero era ordeñar, y desayunar con esa leche aun tibia de la teta de la vaca, o calentada a gusto. El que habitualmente ordeñaba era nuestro padre, pero cuando él no podía, lo teníamos que hacer mi hermano o yo. Como no nos gustaba ese trabajo, nunca nos poníamos de acuerdo en a quién le tocaba hacerlo. Resulta que a la vaca tampoco gustaba de nosotros, entonces al vernos, “escondía la leche” y volvíamos con el balde casi vacío, con toda la problemática posterior que ello generaba, como se imaginarán. En cuanto a la campana, tan cierto era ello, como que el encargado de hacerla sonar era yo la mayoría de las veces. Eso sí que me gustaba. No saben cuánto lamento que se haya perdido; hubiera disfrutado de tenerla ahora colgada en mi casa, como un símbolo de lo que fue. Escuchar su voz llamando al almuerzo, o a la cena, o simplemente a “que vengan”. ¿Dónde estarás campana? ¿Dónde fue tu tañir? ¿Quién te tendrá? ¿Sabrán tu historia? ¡Cuéntales! Cuéntales los códigos que teníamos para llamar, que teníamos tu idioma, el idioma de la campana, dilo, por favor, por si alguien te escucha, no permitas que el silencio sea tu tumba. Efectivamente, según el número de golpes y los espacios, el llamado era para tal o cual cosa, o para tal o cual persona, y en caso que demorara más de lo esperado, había que ir a buscarla. ¡Qué importante se sentía aquel niño oficiando de mensajero! Y si había que cruzar el arroyo mejor aun; el objetivo era cumplir con la tarea encomendada. Cuando Mario relata que se usaban platos esmaltados, yo le pregunto: ¿Y la fuente? Enorme fuente blanca esmaltada, con algunas cascaduras, en el medio de la mesa, en la cual todos pinchábamos la infaltable ensalada de lechuga de almácigo (más tiernita), golpeando los tenedores en el fondo de la misma generando el consabido rezongo. Lo de la manteca tal cual, en nuestro caso, acompañada con jalea de membrillo, pues como tenía poca salida el mismo se usaba para dulce y jalea. Por último tan cierto lo de la heladera y el camión del hielo, que nosotros corríamos detrás de él en pos de un pedacito de hielo que nos tiraban los repartidores. A veces era un trozo grande y caía en la calle rompiéndose, lo que generaba que nos tirábamos encima de los pedazos como lo hacen los actuales niños en las piñatas. Cuando aparecieron las primeras heladeras, las vecinas concurrían de visita para admirar la nueva maravilla moderna, explicando la dueña de casa todos los detalles de su funcionamiento. Y como en una modesta actitud de disculpa, decía: “y…, al final, no cuesta tanto” Amigos, esto sería de no parar, pero creo que es suficiente como para que todos nos conozcamos un poquito más. De esa manera viendo que tenemos similares sensibilidades, también vemos que somos iguales. Pequeñas diferencias de contexto nos pintan diferentes, pero en el fondo todos sufrimos, disfrutamos y nos solazamos con las mismas cosas. Agradezco a Mario su franqueza, agradezco a Myriam la libertad que da, a quién quiera expresarse por este medio, y muy especialmente agradezco a Uds. queridos lectores, sin quienes todo esto no tendría ningún objetivo. Rómulo Guerrini

Muchas veces andamos "por ahí" y vemos niños jugando. Seguimos y no les prestamos atención, a menos que interfieran nuestra marcha con una corrida o desvíen nuestro pensamiento con sus gritos. Los vemos como algo ajeno, algo que no nos pertenece, estamos olvidados que no hace mucho, esos niños éramos nosotros. ¿O es que usted, nunca jugó?

¿Nunca importunó a un vecino? ¿Nunca molestó a un transeúnte? Haga memoria por favor. Verá que poco a poco aparecerán plantas quebradas, vidrios rotos, rezongos de algún desconocido, y hasta alguna penitencia.

Gracias que tenemos memoria, gracias que lo vivimos; porque ahora estos nuevos niños no sólo no nos molestarán, sino que gracias a ellos recordaremos que nosotros también, alguna vez, lo fuimos.

Dicen que el juego es un ejercicio recreativo sometido a reglas y en el que se gana o se pierde. Es aquello que hacemos impulsados por el sano espíritu de la alegría sólo para divertirnos o entretenernos. En todas las especies predomina en las primeras etapas de la vida para ir luego disminuyendo con el envejecimiento del cuerpo. Los que dicen que llevamos un niño adentro, no se equivocan, ese niño sigue jugando y poco a poco va cambiando el objeto de su diversión desde el sonajero, hasta la mesa de punto y banca. Otros, hasta la llamada "ruleta rusa" qué, más allá del resultado, ya lleva implícita la tragedia al haber tomado ese camino.

Pues bien. Hay juegos de azar y juegos de destreza. También hay juegos de loza, de muebles, de sábanas…etc. Perdón: Creo que equivoqué el camino.

Seguramente escucharon ese refrán que dice: "Juego de manos, rompedero de…", y no me acuerdo como termina. También habrán escuchado: "Eso es juego de niños", refiriéndose a algo que puede ser fácil y sin consecuencias.

En la antigua Roma predominaban los juegos de dados, y en la Europa mediterránea, en el Siglo VI los árabes introdujeron el ajedrez. En la mitología griega mucho jugaban a los dioses, adoptando naturalmente el pueblo esas costumbres siendo utilizadas posteriormente con fines políticos y militares, sobre todo los juegos de destreza y competencia, preparando jóvenes para las artes de la guerra. Se jugaba en varios lugares, el más famoso era Olimpia, de allí el nombre "Olimpíadas" que perdura hasta nuestros días. No quiero dejar de contarles una costumbre que existía en Roma y que era los llamados juegos fúnebres. Al morir un personaje importante debía ser sepultado con esclavos para que le siguieran sirviendo en el "más allá". Para elegirlos se les hacía luchar en un anfiteatro al que sólo concurrían hombres; como la pelea era a muerte, el que ganaba quedaba libre, y el que perdía quedaba con el altísimo honor de acompañar a su Señor en la: ¡Nueva vida!

Todo ésto suena, en la geografía y en el tiempo, como muy lejano y hasta parece que nada tiene que ver con nosotros. Tal vez, pero la idea es hacer notar que el ser humano cambia su aspecto, sus costumbres, sus utensilios, pero él, el bicho hombre: Es siempre el mismo.

¿Cómo jugaban los niños de antes?

Cómo juegan los niños hoy, no vemos necesario mencionarlo. Lo que sí haremos es una recreación de cómo jugaban los niños ayer en nuestro oeste montevideano y al final sí, una pequeña comparación.

Lo primero que se observa es que prácticamente todos eran juegos para compartir. Se precisaba por lo menos dos o más participantes, o sea que eran todos juegos integradores, generadores de convivencia e intercambio. Eran juegos desenchufados, abiertos, la mayoría al aire libre. El calor y la luz eran dados por el sol. El fresco por la sombra de árboles. El sonido por nuestras gargantas, y el del entorno, por los pájaros que nos acompañaban en la fiesta. Daremos una rápida mirada a algunos de ellos.

El Trompo

Se formaban grupos de tres o cuatro niños en el frente de alguna casa o en cualquier lugar, y cada uno llevaba uno o más trompos. Los había panzones o más esbeltos, ajustando mejor la chaura si no era nueva. Se competía dentro de "la Troya", que era un círculo hecho en el piso, de aproximadamente un metro de diámetro. Si al tirar el trompo caía fuera o si girando salía de ese círculo automáticamente quedaba eliminado. Se podía tirar un trompo contra otro que ya estaba girando, el que caía o quedaba fuera de "la Troya" quedaba eliminado. Algunos estaban pintados de tal forma que al girar aparecían nuevos colores por la combinación de los primeros. Otros eran "zumbadores" por el sonido que producían estrías, hechas en la panza, al roce con el aire. Como podía ser peligroso o generar conflictos, no se nos permitía jugar con él en los recreos. Durante la clase al abrir el portafolio

para poner o sacar algún útil o cuaderno, allí estaba junto a la chaura, esperando pacientemente la hora de la salida, y con una mirada cómplice, mientras le decíamos: "aguantá un cacho que ya nos vamos".

La bolita

¡Quién no! También en el portafolio o bolsillos, sueltas, o en un frasquito o en una bolsita, compañeras inseparables. En general llevábamos tres o cuatro, siempre había alguien que tenía decenas y que alguna vez a la escuela las llevaba. Todo bien, hasta que estando en clase en determinado momento y vaya a saber por qué infortunada maniobra, a aquél compañero que más bolitas había traído se le caen todas al piso de baldosas. Aquella caleidoscópica catarata de sonidos producida por las bolitas de diferente tamaño cayendo y rebotando en diferentes tiempos produjo en el silencio de la clase el efecto de una bomba. Pasamos todos instantáneamente de estar juiciosamente y en silencio, atentos a la clase, a estar "cola pa’ arriba" en medio de gran algarabía, "colaborando", y viendo quién capturaba más bolitas.

Pobre maestra, a nada atinó. Ella y el dueño de las vidriadas saltarinas fueron los únicos que quietos quedaron. Vuelven las redondas de vidrio a su dueño (no sé si todas), y más con un comentario que con una observación, vuelve la maestra con su tarea. Más lentamente, nuestro amigo también vuelve a su quehacer, esperando aquel rezongo… que nunca llegó.

Hasta no hace mucho, lo veía manejando un enorme camión, y cuando su cara seria sonreía al saludarme levantando su brazo, en mí respuesta iba escondida aquella pregunta: ¿Y las bolitas, dónde están?

La de trapo

Esta sí me parece que pasó a la historia, por lo menos en nuestro entorno. Hace mucho tiempo que no veo niños jugando con pelota de trapo. (Mis hijos ya no lo hicieron) ¡Qué lástima! Para nosotros era normal. Uno solo, o entre dos o tres, juntábamos los elementos y la hacíamos. Lo más difícil era conseguir la media. Recuerdo andar "a la pesca de alguna tirada, o alguna rota. Si la "papa" no era lo suficientemente grande como para descartarla, de una u otra manera nos ingeniábamos para convencer a nuestra madre de que sí lo era; pero claro, al final ya no había de dónde sacar y escuchábamos el repetido: "no me vayas a tocar esas medias".

El hecho es que siempre alguien alguna conseguía y con indescriptible alegría íbamos todos al campito detrás de ella como si fuera una reina, tratándola con cariño porque por lo menos ese día otra no iba a haber. Durante el juego se iba deshaciendo, entonces parábamos y el arreglo consistía en pasarle hilo a su alrededor como haciendo un ovillo, y un rato más permitía prolongar la contienda. Al final sus restos se utilizaban para relleno de la que iba a ser nuestra otra nueva pelota de trapo.

Rueda y aro

Este sí que es un juego que desapareció ya que no tuvo la versión moderna como sí la tuvo el monopatín. Era un aro de acero de unos veinte o treinta centímetros de diámetro que se hacía rodar por el piso llevado por una guía que lo empujaba. Quién escuchaba el sonido del aro desplazándose por el piso, sabía que atrás venía el niño. Quienes lo tuvimos habíamos adquirido tal destreza que ni en un circo nos igualaban, sólo nos era vedado andar en tierra arada y arriba de los árboles. No había lugar que no nos acompañara, al hacer los mandados quedaba en la puerta de los comercios esperando como si fuera nuestro auto. La horquilla guía se hacía con una varilla "de 6" y de tanto usarla se gastaba y había que hacer otra. Como en esa época nuestras piernas no conocían el cansancio, el aro era un todo terreno de uso continuo. Si bien el tránsito era escaso nos asustamos cuando al llegar corriendo a una esquina, alguna vez se nos escapó el aro y cruzó solito la calle como diciendo: "cuidado que aquí voy yo". Realmente lo extrañamos, un juguete sencillo, barato, no contaminante, combate el sedentarismo, pero dejó de usarse. Vaya a saber el porqué.

La destapadita

Un poquito más grandecitos aparecen las figuritas. Cada tanto diferentes empresas y en general por motivos deportivos, emitían series de figuritas que hallaban en los niños ávida clientela. Unos teníamos más, otros teníamos menos, pero lo lindo era el intercambio. "¿Tenés figuritas?" "¿Me cambiás?" Todos buscábamos la sellada, pero como tal, nunca aparecía. Lo bueno es que por ellas se generó un nuevo juego que se llamaba "la destapadita". Consistía en colocar dos figuritas (una de cada jugador) con la imagen hacía abajo, y en forma alternada, (una vez cada niño) con un rápido movimiento con el hueco de la mano había que levantarlas y darlas vuelta. El que lo lograba ganaba y el premio era quedarse con ellas.

La corrida

Aquí había que ser muy macho. Se jugaba en pleno verano y a la hora de la siesta (se dormía siesta). Nos juntábamos siete u ocho valientes en la esquina de Cibils y Tomkinson, consistiendo el juego en correr descalzos por Cibils rumbo al cerro, pues en el otro sentido era de tierra. Ganaba, no quién llegaba primero sino, quién llegaba más lejos, pues el calor del hormigón era tal que nos quemaba los pies. Flacos y altos tenían la ventaja de recorrer más espacio apoyándose menos veces, siendo favoritos en la competencia, pero en determinado momento, no más de dos o tres paños, todos saltaban a la cuneta buscando el maravilloso alivio del pasto fresco.

La honda

Se jugaba a quién tiraba la piedra más alto o más lejos, o pegarle a tal palo o a tal árbol, también perros y gatos sueltos eran objeto de nuestra puntería. Si se conseguía una botella o un pedazo de vidrio, la fiesta era mayor. La horqueta la sacábamos de cualquier árbol. La "Y griega" tenía que ser perfecta. Los elásticos se hacían con tiras de cámara de bicicleta, y el cuero en donde se colocaba la piedra se obtenía dejando algún zapato sin la lengüeta. Formábamos equipos e íbamos al parque "Tomkinson" a cazar. Por suerte para la ecología y para los pajaritos ¡Nunca cazábamos nada!

Las cometas

Las había de todas formas y colores. Hechas por padres (muy pocas), compradas (casi ninguna), hechas por nosotros (casi todas). Inolvidable la emoción y la carrera al almacén cuando, luego de mucho insistir, de nuestra madre conseguíamos unos centésimos que nos permitían adquirir el maravilloso hilo y papel con los cuales construiríamos nuestra cometa. El trapo para la cola se conseguía fácilmente, harina para el engrudo, y cañas secas, también. Lo difícil… ¿Qué era lo difícil? Lo difícil eran "los tiros". Lograr hacer el nudo quedando los hilos con la medida adecuada era tarea de especialistas. "Que te quedó corto, que te quedó largo, que tira para la derecha, etc.". En nuestro caso, la ayuda de mi hermano siempre era salvadora. Los de la cola eran más sencillos. Luego a correr, de repente se nos acababa el terreno y nada, o se elevaba inmediatamente pero no lográbamos mantenerla; en ese caso el problema era la longitud del tiro del medio. Nunca nada tan cierto cómo aquello de, "aflojale que colea". La cometa era una gran compañera (Las que remontaban bien). Las cuidábamos con tal esmero que de noche la hacíamos dormir junto a nuestra cama para que nada por ahí las dañara. Recuerdo una que hicimos con otros dos amigos. Sus colores eran verde y amarillo clarito, ya éramos expertos y aquél día primaveral acompañaba de maravillas. En la tarde remontó muy alto y la atamos al alambrado del arroyo, y viendo que sola se mantenía decidimos ir hasta la casa a tomar la leche. Con orgullo se la mostramos a nuestra madre que nos,xxxx ¿quién la está remontando?

Como ven la cometa tenía eso, hacía trabajar al niño, le permitía disfrutar de lo que hacía, estimulaba su autoestima y era un factor de integración, pues en la escuela y en distintas organizaciones sociales se recibía la primavera con una fiesta en la cual no faltaba el concurso de cometas.

La escondida

Igual que ahora. Este juego sirvió para que aprendiéramos lo que es la autoridad paterna. Éramos diez o doce casi adolescentes y cayendo la tarde ya entre dos luces, estábamos jugando "la tal escondida". Uno de ellos gustaba de una de ellas y naturalmente queríamos seguir jugando. En eso aparece la voz de mi padre,"todos para adentro". Sintiéndome compañero, cómplice y responsable por los destinos del grupo, interpuse argumentos en contra de tamaña arbitrariedad, recibiendo como única respuesta un contundente, "porque yo digo". Todavía no se superó la contrariedad de aquel momento, pero con el correr del tiempo se nos sumó el agradecimiento a la vida por haber tenido un padre que sabía lo que hacía.

La mancha

También igual que ahora. Es un juego inocente, limpio, (a pesar de su nombre), hace correr, hay que estar atento, etc., en suma un lindo juego. Lo interesante es cómo empezaba. Estábamos en cualquier lugar, con o sin espacio para correr, y de repente cualquiera de nosotros tocaba al otro diciendo, "mancha y que se siga", y en un santiamén quedábamos todos en alerta y en posición de no ser "manchados"

Chata, ladrones, arcos y flechas, ya los hemos comentado en otra nota, por lo cual no insistiremos.

Payana y rayuela se jugaba mucho en la escuela y sobre todo las niñas, por eso es que no tengo mucho para contarles. Más bien nada.

Queridos lectores, habrán notado que todos los juegos mencionados requerían la participación en grupo. También habrán notado que para ninguno de ellos se requerían grandes inversiones, y también se habrán dado cuenta que al haber de alguna manera una competencia, quienes se destacaban eran los más rápidos, los más astutos, etc., por lo tanto en esos juegos teníamos el más puro ejemplo del ejercicio democrático. Nada más parecido a ésto que la Escuela Pública. Recuerdan aquél, "Los que alguna vez se sentaron juntos en el banco de la escuela, no reconocerán otras diferencias que las que surjan de sus aptitudes y capacidades" También podríamos decir: "Los que alguna vez jugaron juntos…"

Para terminar sólo me queda hacer una pregunta: ¿Y Ud. querido amigo, cómo jugó?

Espero que su respuesta incluya un fuerte grito de libertad que diga "¡¡DESENCHUFADO!!"

Mientras seguimos jugando…, hasta la próxima, consecuente lector.

P.D. Solamente hemos querido resaltar diferencias que llaman la atención en el comportamiento de los niños en sus juegos, entre el hoy y el ayer no tan lejano.

En poco tiempo hemos cambiado el espacio, el aire y el sol, por un aparato qué, al igual que él en la pared, mantiene a nuestros niños enchufados en su pantalla; creciendo en una condición de aislamiento y prescindencia del entorno. No negamos la tecnología, pero cuidado, debemos dosificarla.

Rómulo Guerrini

 

Parecería ser que la palabra Salud es una fuente inagotable de historias, conceptos, opiniones, proyectos, etc. Hoy sólo nos vamos a referir a su origen y a cómo se interpretaba en nuestro entorno tiempo atrás.

Se originó en Grecia, pero se materializó en Roma en el siglo lll A. de C. en una de las siete colinas llamada monte Quirinal. Se le llamó "Salus" a la diosa encargada de velar por la salud y el bienestar de las personas. Se hacían plegarias por el pueblo y por el emperador invocando a la diosa, "a la salud" de los mismos. De allí la costumbre de buenos deseos en nuestras celebraciones.

La salud es un estado en que el ser vivo ejerce sus funciones naturales sin dificultad ni dolor.

Desde que tenemos memoria oímos a nuestros mayores hablar de temas vinculados a la salud. "Que me duele, que no me duele; que a fulano, que a sultano; que aquello, que lo otro". Desde que la humanidad tiene memoria, fue la salud tema de preocupación. En cualquier civilización que sea estudiada, vamos a encontrar que gran parte de sus problemas estaban vinculados a este tema.

En la actualidad si viajamos a lugares en donde todavía existen asentamientos humanos relativamente aislados del llamado mundo moderno, veremos cómo ellos tienen estructurado todo un esquema sanitario basado en el conocimiento empírico de hierbas, venenos y dietas, administrado por ancianos que lo recibieron de sus ancestros, y que a su vez lo transmiten a sus descendientes. Para cada dolencia tienen su remedio, no conocen los antibióticos, pero cada paciente cuenta con una enorme dosis de fe. No tienen acceso a la medicina tal cual la conocemos, siendo su promedio de vida lamentablemente bajo.

En contraposición, tenemos nosotros una "cultura sanitaria" muy diferente a lo que les acabo de mencionar. Gozamos de un estado previsor-protector, que vela para que no enfermemos. Cada uno de nosotros sabe dónde recurrir en caso de alguna dolencia, y los lugares a los que recurrimos tienen un más que aceptable nivel de servicio.

¿Fue siempre así? ¡¡Evidentemente no!!

Años atrás pensar en un Doctor, era pensar en un individuo que, primeramente vivía lejos, para llamarlo no había teléfonos, para trasladarse no había en qué, y además había que abonar la consulta, dificultades éstas, que se fueron lentamente atenuando con el paso del tiempo. De todos modos promediando la década del cincuenta, llamar un médico a domicilio tenía todo un protocolo que paso a contarles.

Esperando al doctor

Ese día la actividad de la familia estaba centrada en ese acontecimiento. Desde temprano se barría todo el frente de la casa para, quitando las hojas de los árboles, dar sensación de prolijidad; inclusive algún "yuyito" fuera de lugar desaparecía como por encanto. Se lavaban los vidrios de las ventanas del cuarto del infortunado y se dejaban perfectamente ordenados los lugares por donde iba a pasar el Médico. No se fumigaban perfumes porque no existían. Lo que se hacía era sacar brazas de la cocina a leña, y se espolvoreaban con azúcar y café y con eso se perfumaba el ambiente. Cuando el paciente era un niño, se le acomodaba en la cama de sus padres en la cual quedaba como perdido en la inmensidad de aquella blancura, pareciendo un pingüino solitario en medio de la nieve. Las sábanas eran las de la abuela, reservadas para aquella ocasión, sufriendo el pobre niño la dureza y frialdad de las mismas ante la orden de "no te muevas que desordenas todo". La infaltable escupidera debajo de la cama y del lado derecho, de loza o esmaltada, pero como no había para niños resultaba extraordinariamente grande para el pitito de aquel imberbe, cuyo "pichicito" apenas cubría el fondo del recipiente mientras esperaba ser visto por el galeno. Ni se les ocurra pensar que el paciente escapaba de la limpieza general. Con fiebre o sin fiebre, con ganglios o sin ganglios, con ronchas o sin ellas, se le daba el tal baño incluyendo lavado del pelo, de los oídos, corte de uñas y la infaltable revisación del mencionado pitito "por cualquier cosa". Afuera, adentro, cama, y niño, todo pronto, pero… ¿y la mesita de luz? Allí no podía faltar la toalla (también la de la abuela) que con tanto bordado, puntillas y piolines además de su inmaculada blancura no se sabía, en caso de necesidad, cómo agarrarla. El termómetro de mercurio en su telescopado estuche metálico asimétrico, usado como pito con el consiguiente rezongo. Las cucharas (grande y chica), tenebroso instrumento cuya sola aproximación a la boca generaba náuseas. Los pequeños frascos de vidrio con tapón de corcho para guardar las homeopatías, numerados: la del 2 para la barriga, la del 5 para la cabeza, la del 3 para las alergias, etc.

Como el timbre estaba en la puerta de la casa y ésta estaba retirada de la calle, se dejaba el portón abierto para que cuando llegara el Doctor pudiera entrar sin tener que bajarse de su auto. Una vez finalizada la puesta en escena había que sentarse a esperar. Como había pocos vehículos, cada vez que se escuchaba el ruido de alguno era la corrida y el "ahí viene", hasta que después de varias veces: sí, ahí vino". Ni bien bajaba del auto, la dueña de casa estaba saludando y agradeciendo que hubiera venido, e invitándole a pasar, en la seguridad de haber cumplido con todo el protocolo.

El Dr. era alto, corpulento, poco pelo, gruesas gafas, saco, chaleco, corbata y dorado llavero hasta el bolsillo del pantalón. Con voz grave agradece la toalla que mi madre le ofrece para auscultarme (el paciente era yo). Risa me dio verlo gatear sobre la, para mí, enorme cama con la toalla cubriéndole su cabeza intentando llegar a mi espalda para auscultarme; parecía un fantasma. Tuvo la infeliz idea de tocarme la barriga con aquellas enormes y heladas manos (era invierno), y ante mi gesto de huída, la clásica pregunta: ¿Te duele? Parecía como que se iba olvidando de la cuchara pero no, de repente dice: "Ahora vamos a ver la garganta". Vi que agarró la cuchara más chica, lo cual no sirvió para evitar que mi cuerpo se arqueara en la más profunda náusea. Antes de terminar retira el termómetro que al inicio había colocado en mi pliegue inguinal y entonces, con un aire muy doctoral, respondiendo al requerimiento de mi madre dice: "Es una fiebre"

Antes de irse era costumbre pasar al baño a lavarse las manos con el reservado "jabón de olor" y secarse con otra de las toallas de la abuela. Como despedida la valija de su pequeño auto "Ford Prefect" era colmada con frutas y verduras, alguna conserva y eventual botella de vino.

Esto que les conté no es para ser analizado; sólo pretendo transmitirles a Uds.la imagen de cómo era la atención médica en aquellos tiempos.

Les conté el cómo, los por qué, tienen raíces muy profundas engarzadas en la tradición.

Cumpliría mi objetivo si Uds., queridos lectores, comparan lo que acaban de leer con lo que hoy es la consulta de un Médico, y sacan sus conclusiones. Como ejemplo puede ser muy interesante; podemos agregar que esa manera de atender era una de ellas y que, sin duda, no era la más frecuente. Recordemos que no era habitual ser afiliado mutual.

El concepto de salud, de bienestar, implicaba, aparte de lo que es la medicina de origen universitario, la otra medicina, la popular; la de orígenes ancestrales que estando muy hondo metida en el alma de todos, era la que más se aplicaba y a la que primero se recurría.

"La pomada de Doña Mariana"

Me refiero a las curanderas, digo las, porque la mayoría eran mujeres. Similar a como ahora la autoridad sanitaria trata de imponer el concepto de médico de cabecera, ya estaba impuesto el de curandera de cabecera, pues de una u otra forma las diferentes familias sabían a quien recurrir cuando algún mal las aquejaba. En nuestro barrio hubo varias. Les contaré sobre dos de ellas.

Doña Mariana. Campesina inmigrante italiana, con su esposo trabajaron su chacra en Melilla y luego de retirados vinieron a vivir a una calle de tierra, cercana al arroyo Pantanoso. A ese lugar mi madre me enviaba con ropa interior para ser santiguada. Yo veía que colocaba las diferentes prendas extendidas sobre una mesa, y sobre ellas pasaba su mano con un gajito de ruda, a la vez que pronunciaba unas palabras que nunca descifré. Sobre algunas repetía el santiguado. ¿Estarían más enfermas? A veces me mandaban a medirme la paletilla, y en caso que estuviera caída a levantarla. Esa cura me gustaba porque nada tenía que tomar y nada me iba a doler. Además cada vez tenía la esperanza de descubrir por qué, si el hilo era el mismo y ella comenzaba siempre igual, la altura de la paletilla daba diferente. En general a la tercera o cuarta medida ya daba bien y ella me decía: "Anda y dile a tu madre que la tenías muy caída". Hasta el día de hoy no entiendo cómo lo hacía; por supuesto que con mis hermanos y con un hilo similar lo intentábamos y no dábamos con el misterio. Aquí podemos perfectamente aplicar aquello de "creer o reventar". Debo comentarles que los Viernes Santos, su casa se llenaba de pacientes desde las cero horas del día anterior hasta las 24 horas del viernes. Era tanto el gentío que se armaban carpas para pasar la noche. En una farmacia cercana se elaboraba una crema para afecciones cutáneas que se llamaba "la pomada de Doña Mariana".

Doña Petrona curaba el "Mal de ojo"

Doña Petrona. Estaba más cerca de casa y a ella concurríamos para atendernos del "Mal de ojo". Allí el tratamiento era distinto. En un ranchito de paja y terrón una viejita chiquita con pelo recogido, canosa, nos hacía pasar y nos recibía con tanto cariño que siempre daba ganas de volver. Con una tijera y un sombrero de hombre, giraba en nuestro alrededor cortando con la tijera

el viento producido con el sombrero y diciendo también palabras que nunca entendí. Sacarme lo que yo tenía le daba más o menos trabajo según fuera, "fuerte "o sólo un "principio". El hecho es que una vez atendido, me iba contento para mi casa, corriendo y con la alegría de sentirme bien y de saber que aquella señora era una amiga que me protegía.

Doña Natalia dijo: "dile al Médico

que el fibroma tiene patas

La que se llevó todos los méritos fue Doña Natalia, también inmigrante italiana, campesina. No era de nuestra zona pero hacemos referencia porque abunda en el tema. Viuda, estaba al frente de una quinta trabajada por dos peones (Angelito y Luzardo). Chiquita, voz fina, pelo negro, ojos claros, siempre con el mismo batón negro con puntitos blancos. Enorme casa quinta de techos muy altos, en uno de sus cuartos una cama de matrimonio sobre la cual me tendía boca abajo y luego de masajearme la espalda con talco (eso era lindo) comenzaba de abajo hacia arriba a tirarme el pellejo. Era tal el dolor que el grito sólo podía ser ahogado por miedo al posterior castigo de mi madre. Decían que era para curarme "el empacho". El tema de los méritos es porque cuando a mi madre le empezó a crecer la panza, el Médico le dijo que era un fibroma y que había que sacarlo. Fue a ver a esta Doña y le dijo: "dile al Médico que el fibroma tiene patas". Ni les cuento que el fibroma era yo, y que tal vez si no hubiera sido por esta señora, no hubiera podido escribir lo que ustedes están leyendo.

Habrán notado que además de ser "curandera general" cada una de ellas tenía su especialidad: Paletilla, mal de ojo, empacho…, creo que se conseguía número más rápido que ahora.

Conocí otras más aparatosas que con gritos, gestos, eructos, decían que curaban…, eso yo no lo sé.

Con un enfoque diferente estaban los que "limpiaban" la casa. Aparentemente con rezos, santiguados y sahumerios ahuyentaban los "malos espíritus", inclusive localizando en la misma casa, lugares más o menos comprometidos. Estas personas, mayoritariamente hombres, decían que tal o cual casa estaba "más cargada" y que ellos te libraban del mal producido por la envidia. A veces decían que esta casa tiene "un daño" muy grande o muy fuerte por lo que "la voy a tener que trabajar en dos o tres veces, inclusive desde mi casa".

Como dijimos, todas estas cosas estaban muy metidas en la identidad cultural de la época. Afirmándome en ello me voy a tomar la libertad de contarles que en el libro, "Gurí" de Javier de Viana, hay una escena en que una señora concurre con su hija, despechada por su palomo, a un lugar que hacían "trabajos del espíritu". Contado el caso se le pregunta a la madre si el trabajo solicitado era "pa’qué guelva o pa’que reviente". El "¡Pa’qué reviente!" de la respuesta, no se hizo esperar.

"Lo de don Pedro"

Como esta charla se está haciendo larga, les propongo dejar los santiguados y demás y ocuparnos de otro aspecto del tema salud, el que comprende a los naturistas.

Hoy son una extirpe extinguida. Si bien y por suerte, se están reflotando conceptos que ellos defendían, no se encuentra actualmente personas que mantengan aquel modo de atender y aconsejar. En general eran hombres instruidos, que en forma autodidacta habían aprendido métodos que, sin utilizar medicamentos, mejoraban o pretendían curar determinadas dolencias. Se informaban en tratados escritos por naturistas europeos, entre los que se destacó un alemán de apellido Kune. Consideran a la enfermedad como un desequilibrio transitorio que se arregla por métodos naturales. Solamente aconsejaban tratamientos con agua, hielo, vapor, baños de sudor, enemas, barro, frutas, verduras, cereales y lácteos, desaconsejando el consumo de carne, y por supuesto de alcohol.

En Paso de la Arena, emblemático representante de ese estilo de curar, fue el Sr. Pedro Mognasch, cuya casa aún se encuentra ubicada en la actual Luis Batlle Berres y Cno. Méndez. En aquellos años circulaba el Tranvía a la Barra, y cuando venía desde el centro, al clásico aviso del guarda "lo de don Pedro", el tranvía quedaba vacío.

En un pequeño paseo hemos visto las tribus, los doctores, las curanderas y los naturistas. Todos muy diferentes en su proceder y todos unidos por la misma fe; la confianza en creer que a su través, alguien va a estar mejor o alguien va a tener menos sufrimiento. Y de eso se trata, mostrar aquí proyectada en el tiempo, una parte de la esencia del ser humano que por diferentes caminos aspira a una misma meta: menor sufrimiento y hasta dónde sea posible, vivir más. Estamos terminando, pero me veo obligado a contarles aquí, ahora, para que no queden en el olvido, un par de hechos vinculados directamente con nuestro tema.

Anécdotas

De las curanderas que les mencioné, la que más trabajaba era Doña Mariana. Cuando veíamos un coche lujoso como perdido dando vueltas por nuestro barrio, ya sabíamos que estaba buscando aquel domicilio. Como las calles eran de tierra, y por supuesto sin nombre no era fácil llegar. El hecho es que al final su cuadra se llenaba de autos y ello, además de llamar la atención, le molestaba a alguna persona que a pesar de tener título habilitante para el ejercicio de la medicina, le sobraban las sillas frías en su consultorio. Hecha la correspondiente denuncia de ejercicio ilegal de la medicina, desde la comisaría salen en la camioneta negra tipo furgón "Chevrolet 52" el Sr. Comisario y otros funcionarios hacia la casa de la denunciada. Nunca pudieron comprobar lo que no existía, pero hubo emplazamientos, declaraciones, y hasta una detención, con la única intención de persuadir a la curandera para que dejara de competir con la medicina oficial. Al poco tiempo sin la camioneta y sin uniforme, este Sr. Comisario vuelve a lo de Doña Mariana. Humildemente le pedía remedio para una afección crónica que padecía y que los médicos no lograban mejorar. Cosas de la vida…, podríamos decir.

Estaban tan arraigados estos temas en el imaginario popular que en aquellos radioteatros de radio Carve a las 13.30 horas, una de las obras se llamó "El Curandero" tuvo tanto éxito que fue llevada al cine.

En el momento culminante de la obra antes de ser condenado el protagonista, al ser acusado en medio del estupor general, confiesa: "soy médico" y contó que había optado por esa forma de asistencia para estar más cerca de sus pacientes.

Ahora sí, terminamos. Sólo hemos contado, no hemos analizado. Si Uds. me soportan me permito una opinión: Creo que lo único que ha cambiado es la cáscara. El ser humano es el mismo. Creo que cualquiera de nosotros, (me incluyo) en caso que la medicina tradicional no de satisfacción a nuestras angustias (como el Comisario), recurrirá a lo que sea con tal de lograr el ansiado alivio.

Con la alegría de siempre y con renovadas esperanzas: hasta la próxima, pacientes lectores.

Rómulo Guerrini.

  Alguna vez oyeron hablar de la luz mala? Seguramente que sí. Ahora les voy a contar algo sobre una tal “luz mala“, que nos visitó en Paso de la Arena hace más de cien años. Como este fenómeno tiene algo de realidad y mucho de fantasía quisiera antes hacerles algún comentario sobre los miedos y las supersticiones.
El miedo. ¿Qué es el miedo? Difícil de definir, pero para quienes lo han tenido, muy bien saben lo que se siente. Los motivos que lo producen pueden cambiar con la edad pero la sensación de indefensión es la misma. Algunos lo definen como una perturbación angustiosa del ánimo frente a un riesgo o mal, que realmente nos amenace o que lo imaginemos.
En nuestra cultura de barrio hablamos del “cagaso”. Decimos:”me pegué el tal cagaso”. También decimos: “se me puso la carne de gallina”. ¿Por qué se hace referencia a esa incontinencia esfinteriana o a esa horripilación cutánea? Porque sencillamente es cierto. No vamos a dar ejemplo aquí, ahora, de ello; pero frente a situaciones de mucho miedo (terror) esos eventos se producen más allá de nuestra voluntad.
Capítulo aparte es el miedo en los niños, aquí se dan dos cosas diferentes. Por un lado vemos que ese fenómeno está ligado a su fantasía y a la sobrenatural dimensión que su fabulación genera. Por otro lado, en cuanto a su educación debemos velar por no “meterles” miedos que les quedarán para toda la vida. Alguien dijo: “Las aprensiones, los temores, los sustos, quedarán envueltos para siempre en la memoria, como una hiedra fatal, que haya echado raíces alrededor de la razón”.
Los miedos y creencias
Vinculado a lo anterior, les cuento una anécdota. Hace más de sesenta años, en el añejo camino Cibils, debajo de unos frondosos eucaliptos,estaba abandonada una cocina económica (1). Un niño de unos seis años jugueteaba buscando arañas tarántulas, debajo de las cortezas de esos árboles; al ver la cocina abandonada su curiosidad le hace abrir la puerta del horno introduciendo rápidamente su cabeza en el mismo. Hoy, “ya pa’viejo”, conserva intacta la terrible visión de los ojos de aquella enorme araña enojada cuidando sus huevos, pronta a atacar para defender su descendencia.
La vida campesina transcurría apacible. Sin mayores necesidades, y sin urgencias. Desde la adolescencia se trabajaba, yendo muy pocos al liceo. Las creencias y sentimientos de los adultos naturalmente les eran transmitidos a los niños que se criaban en un contexto familiar. Más de una vez hemos corrido hacia el arroyo, cuando los hermanos mayores decían haber visto una luz mala en el monte, entre los sauces. El corazón latiendo en la garganta (no por la corrida sino por el “cagaso”) mientras mirábamos de lejos. Que allá, que allí, ¿qué no la ves? La verdad es que no la veíamos. De repente queríamos adivinar esa visión para después poder a nuestros amigos contárselo. Y así una y otra vez, la vida pasó sin haber podido tener esa experiencia.
En cuanto al fenómeno en sí, rápidamente les recordamos que cuando en el campo quedan restos orgánicos medio sepultados, en algún momento del proceso natural de descomposición puede generarse un fenómeno luminoso sobre ellos, debido a la emanación de gases con elevado contenido en fósforo.
La interpretación es variable: Para unos, luz mala; para otros, fuego fatuo. Para los creyentes, es el alma en pena de algún difunto que no recibió cristiana sepultura.
Para entender el revuelo que se produjo por aquella luz mala, le pido al consecuente lector que intente trasladarse cien años atrás recreando usos y costumbres de entonces. Debemos tener en cuenta quiénes eran los habitantes de Paso de la Arena, cómo eran, en qué creían, cuántos eran y cómo se vinculaban; en fin, ubicarnos en un contexto socio-cultural que mucho dista de lo que hoy conocemos. No debemos olvidar que en cuanto a creencias religiosas la mayoría eran provenientes o descendientes de inmigrantes de la vieja Europa, predominando en ellos la fe católica; pero por encima de su fe, eran muy supersticiosos y entonces lo que predominaba era el miedo a lo desconocido.
El lugar de nuestra historia es el Paso de la Arena. Ustedes dirán: Sí, sí, ya lo sabemos. Pero yo les agrego que es el mismísimo Paso de la Arena, o sea allí donde se cruzaba el arroyo Pantanoso, allí donde no había puente todavía. Era un monte achaparrado y variados sauces ribereños acompañando un cauce serpenteante entre algunos médanos. En ese lugar los protagonis-tas de esta historia ayudaban a cuartear (2) las carretas y las diligencias cuando al arroyo se le ocurría ponerse rebelde. Si había que esperar a que bajara la creciente o a que aclarara el nuevo día, se les ofrecía a los carreros y a los eventuales pasajeros una taza de caldo o café calientes.
Alguna vez hemos comentado que a fines del siglo XlX era costumbre en clases sociales con mayor poder económico construirse una casa de recreo, o casa de veraneo. En general se hacían a cierta distancia de alguna corriente de agua. En nuestra zona se construyeron las del Sr. Tomás Tomkinson, la de la familia Schiaffino, y la que hoy nos ocupa, la del Sr. Edelmiro Mañé.
Se sorprenderán si les digo que su magnífica mansión pasó a ser luego sede de la escuela que estaba ubicada en la misma calle pero más adelante, constituyéndose en la Escuela N° 150 de segundo grado, a la que tuvimos el altísimo privilegio de concurrir.
Este Sr. Mañé, iba y venía de Montevideo en su volanta, explotaba su campo y además tenía un tambo con muchos animales. Para ocuparse de las tareas inherentes contrató y le construyó una casita a un inmigrante vasco-francés, llamado Hugo Lenoble, que recién casado con una criolla llamada Luisa Patetta, se afincó en el lugar y dio origen a una de las primeras familias que poblaron nuestra zona. Esta casita al igual que la escuela, resistió el paso del tiempo y hoy podemos verla en el cruce de Martín José Artigas con Luis Batlle Berres, un poco escondida entre los árboles como lo estuvo durante toda su vida. Lo que hoy es calle y pasa por su frente, era la entrada a los campos del Sr. Mañé e inicialmente llevaba su nombre.
Una vez ubicados en el tiempo y costumbres, en el lugar, y conociendo personas, casi como que podríamos contar la historia.
Sana picardía
Don Hugo, a la sazón un muchacho de algo más de veinte años, se hizo amigo de un vecino de apellido Venus de similar edad. Trabajaban juntos, y también se divertían juntos. Eran jóvenes, sanos, y pícaros. Construyeron con el fondo de una botella una especie de mechero en el que colocaban un pequeño trozo de vela que, al atardecer, encendían y llevaban a algún lugar del monte que fuera más o menos visible, pero de difícil acceso (recordar que fuera del paso era una zona pantanosa). Al ser la vela chica al poco rato la luz desaparecía, pero quedaba grabada en la retina de quienes la hubieran visto. Muy conocedores del monte sabían de memoria variados lugares donde colocar el artefacto aumentando con ello la intriga de los consternados observadores. Lo hacían cuando se les ocurría o cuando les parecía. El hecho es que poco a poco se fue corriendo la noticia y venían personas desde lejos para tratar de ver aquel fenómeno. Las mismas diligencias demoraban el paso, pues con una mezcla de curiosidad y miedo hurgaban entre los árboles esperando encontrar la famosa luz. No había lugar en el cual no se hablara “de aquello”. Para algunas personas el grado de aprensión era tal que eludían pasar por ese lugar y lo hacían por el recién construído puente del ferrocarril del norte. Como siempre, apareció un valiente que no creía en los maleficios, diciendo que si era un alma en pena él le daría su merecido para que dejara de asustar. Un buen día con alguna copita encima “pa’tomar juerza”, se decide a enfrentar la luz mala, y montado en su flete, arremete hacia el monte. Nuestros amigos (de los que nadie sospechaba), sabiendo de este gaucho, le tienden una trampa. Colocan por donde el jinete tenía que pasar, y a escasa altura del piso, una linga (3) atada a dos árboles; llegar, caer jinete con caballo, y salir despavorido el primero, dejando su montura abandonada, fue todo una. El caballo volvió solo, la vela se apagó sola, y el jinete también solo, juró que nunca más se metía con mandinga.
A esta altura el alboroto era tal que nuestros amigos, asustados, decidieron abandonar el chiste. Si los hubieran descubierto el alma en pena que iluminaría los montes iba a ser la de ellos, porque seguramente luego de matarlos no se les iba a dar cristiana sepultura.
Por muchos años quedó la leyenda de la luz mala del Paso de la Arena. Su recuerdo fue muriendo junto con quienes en sus venas lo llevaban.
Esta historia hoy nos parece de fantasía, pero no; es tan real como se las conté. Sólo queda de aquello el arroyo y un raleado monte, también la casa. Esta historia se rescató; cuántas iguales o más interesantes se habrán perdido en la noche de los tiempos, sólo porque nadie las contó o porque nadie las escuchó. Felices quedamos pues si de alguna manera contribuimos al Rescate de la Memoria.
Agradecimientos
Mi más profundo agradecimiento a Nury Lenoble, nieta de uno de los protagonistas y a Hedelmar Lenoble (+) padre de Nury, quién supo transmitirle a su hija no sólo valores sino también algo tan importante como saber de sus orígenes. No puedo ocultar la emoción que me invade al referirme de alguna manera, a la que fue mi querida escuela, en la que fui tan feliz y en donde tuve maestras que tanto me enseñaron. Sin ellas hoy yo no habría podido transmitirles tanta vivencia.
Vaya para ellas mi más profundo respeto y eterno agradecimiento.
Rómulo Guerrini
(1) Cocina de hierro que funcionaba quemando leña.
(2) Ayudar a un vehículo atascado a vadear un paso.
(3) Cuerda resistente para diversos usos en tareas rurales.

 

La Ruta 1 “vieja” Simón Martínez


¿Cuántos recuerdos encierra?  

Tiempo atrás dijimos qué lindo es escribir para poder, a través de la pluma, comunicarnos con nuestros semejantes. Cuando ello se logra, qué placer “soltar la mano” dejando que ella lleve el trazo por donde quiera, sin pensar, permitiendo que el sentimiento y el recuerdo hagan lo suyo, imprimiendo líneas que de pronto para alguien, en algún lugar, alguna vez, algo signifiquen. Hoy se da esa situación. Se nos ocurrió traer al Rescate de la Memoria, los recuerdos de un muchacho, que, viviendo en Paso de la Arena, tuvo con la antigua Ruta 1(Simón Martínez) un vínculo tan estrecho que casi podríamos decir que ella formó parte de su vida. Nos preguntamos: ¿Cómo una Ruta, una cinta de afirmado que atraviesa un país, puede integrarse a la vida afectiva de una persona? Muy sencillo: como un juguete, un objeto, una mascota, cualquier cosa que forma parte de nuestra rutina, al final la integramos como cosa nuestra, y con ella convivimos dándole vida en nuestra fantasía, pasando luego a acompañarnos en las peripecias del diario quehacer. Pues bien, la Ruta tiene vida, y muchas personas transitan por ella y por sus alrededores. Si imaginamos nuestro Uruguay como un cuerpo humano, nuestra Ruta es una arteria principal. En ésta circulan glóbulos rojos, glóbulos blancos, plaquetas, etc., en aquélla ómnibus, camiones, autos, etc., todos unidos en el trabajo, cumpliendo cada uno su función. Los elementos que viajan por las arterias le dan vida al cuerpo, y los que viajan por las rutas le dan vida al país. Al igual que en un árbol, el tronco grueso se va dividiendo en otros más pequeños llegando así a todas partes, atendiendo en un caso el cuerpo y en el otro a nuestra tierra. Ya tiene vida nuestra ruta amiga. Con ella y en ella nosotros también viviremos. La Ruta 1 nos hizo agudizar aun más el oído y la vista Quienes tuvimos el privilegio de habitar aquel Paso de la Arena, teníamos incorporados diferentes sonidos que la costumbre había hecho nuestros. Pitos de fábricas, tañir de campanas, traqueteo de tranvías y los sonidos de la ruta, entre otros. Suena raro esta última afirmación, pero así era. En un barrio silencioso el sonido de los vehículos circulando llegaba a nuestros oídos con total nitidez, en una época en que no había televisión, play station, celulares, computadoras, ni nada. Ello estimulaba la creatividad propia de la edad y, tomando esos sonidos como referencia los utilizábamos como juego de adivinanza. En efecto, podía ser de día pero mejor de noche. Nos juntábamos tres o cuatro muchachos y, prestando atención, escuchábamos el sonido que producía un vehículo al desplazarse. Ganaba quién primero acertaba el sentido de circulación (¿iba o venía?), y quién decía qué vehículo era. Es obvio que los móviles que pasaban eran escasos y lo hacían en forma aislada. Hoy ese juego es imposible. Así jugábamos, pero como no podíamos comprobar lo que afirmábamos, a veces se generaban discusiones en las cuales nadie convencía a nadie, quedándose cada uno con su razón. La cosa era diferente cuando el mismo juego lo hacíamos en la parada mientras aguardábamos el ómnibus para ir al liceo. Si era de día no competíamos con el oído, lo hacíamos con la vista. Desde ese lugar, mirando hacia “La Barra” visualizábamos hasta la altura de “Estación Llamas”, y ahí comenzaba el juego. Competíamos a ver quién identificaba primero, al vehículo que aparecía a esa distancia. Este juego hoy es imposible. Podrá haber otros muchachos con muy buena vista, pero antes los vehículos eran pocos y además: ¡Eran siempre los mismos! Igual juego con los ómnibus, en ese caso había que averiguar su número, no el de línea (127- 132) sino el número interno. Admirábamos al trasporte de pesado y ómnibus internacionales Les cuento que durante un año concurrí a la escuela industrial que estaba ubicada en la calle San Salvador. Se entraba a las siete de la mañana y había que tomar dos ómnibus, por lo tanto concurríamos a la parada a la 05.45. Como era noche cerrada y el juego era el mismo, pero con camiones, lo que hacíamos era guiarnos por sus luces para adivinar cuál era. Que más alta, que más baja, que verde, que amarilla, que no prende la del medio, etc., todo servía; cuando el viento venía del mismo lado nos ayudábamos también con el sonido. Como ustedes ven, era un juego de observación, de ingenio, de memoria, y muy vinculante. Inocente podríamos decir; ¿y saben otra cosa?: ¡muy barato! Nos divertíamos con poco… En la parada todos nos conocíamos pues éramos reiteradamente los mismos, además algunos eran vecinos y otros fueron compañeros de escuela. Por la ruta circulaban motos, casi ninguna; autos, muy pocos; ómnibus locales e interdepartamentales, y lo que predominaba eran camiones que venían del interior con su preciada carga. Por supuesto que en cuanto a ómnibus, un clásico era “La Onda” habiendo varios tipos de ellos. El que más me fascinaba era él, para mí, fantástico “Centella de Plata”. Tal vez por el nombre, no sé. Lo veía como un héroe, llegar de mañana a Montevideo trayendo su preciosa carga de vidas humanas quién sabe de dónde. Saber que mientras todos dormíamos, él estuvo trabajando toda la noche, llegando orgulloso a su destino. Sí, orgulloso, porque nosotros en nuestra adolescencia le poníamos alma a esas máquinas, las queríamos como si fueran nuestras. Vivíamos con la ilusión de alguna vez viajar en ellas, pero nos conformábamos con una miradita a su cálido interior, robada cuando alguien descendía y tenía equipaje para retirar. Otra empresa que trabajaba esta línea era C.I.T.A. con vehículos marca ACLO “chicos” pintados de amarillo con carrocería cerrada de madera, y a diferencia de otros, con dos puertas accionadas a manija. En el tema camiones la cosa era de lo más surtida. Estaban los dueños de la ruta, que eran los que venían de Salto; se les decía así porque en general eran los más grandes y los que circulaban más rápido, (Scania Vabis). También los lecheros que venían sobre todo de San José repletos de tarros de leche y con una luz de servicio en la caja. No sabemos por qué, pero la mayoría eran marca Leyland, (Beaver o Comet). A veces pasaban camiones llevando ganado a la Tablada Nacional con jaulas de madera; en este tipo de transporte predominaba el sistema de semirremolques y la marca más usada era ACLO “Matador o Mamouth”. Luego vinieron otras marcas: G.M.C., Steyer, Krupp, Mercedes, Magirus, M.A.N., etc. No existían los “doble eje” salvo algunos “Mamouth” que lo tenían también adelante. El primero que introdujo esa novedad fue un señor llamado Don Ernesto que traía carga desde San José. Tenía un G.M. “zumbador” y le había agregado otro eje en la parte posterior. Cuando lo escuchábamos venir íbamos corriendo a ver pasar aquel camión tan diferente. Contentos cuando Don Ernesto nos devolvía el saludo. Como ven, mucha cosa, y no duden que hay mucho más, pero como siempre tengo miedo de aburrir y sé que este tema de ómnibus y camiones sólo interesa a unos pocos, vamos a parar por aquí. Nuestra querida Ruta 1 fue cuestionada en sus comienzos Respecto a nuestra amiga La Ruta, debo decirles que su vida no fue fácil. Tuvo dificultades ya en el parto, pues para ir a Colonia, había otra que pasaba por Canelones, Santa Lucía, y San José y quienes defendían aquella niña, no querían el nacimiento de ésta, que iba a competir, y con ventaja sobre ella. Por otra parte, previo a la sanción de la ley de creación de la Ruta 1, hubo una larga lucha de intereses entre el Estado y las empresas de ferrocarril quienes querían que fueran rieles y no hormigón lo que llegara a Colonia. Tan fue así, que si observan el viejo puente sobre el Río Santa Lucía, verán que es bimodal o sea que es carretero y también ferroviario. A lo largo de su vida tuvo varios intentos de modificaciones, unos prosperaron y otros no. Por la centralidad de Paso de la Arena se hicieron expropiaciones para ensanches que nunca se concretaron; los retiros en ese lugar variaron más de una vez habiéndose hecho construcciones de acuerdo a normas que fueron posteriormente modificadas. A principio de la década de los sesenta, una vez levantada la vía del tranvía a La Barra, se construye en Cno. Tomkinson sobre el arroyo Pantanoso, un nuevo puente ancho para dar paso a lo que iba a ser el acceso a Montevideo por la calle Llupes y luego Agraciada. Por último en el gobierno de facto se comienzan las obras de los actuales accesos las que fueron inauguradas durante el primer gobierno del Dr. Sanguinetti. Aquí en Paso de la Arena el antiguo Camino Nacional a la Barra del Santa Lucía pasaba por la parte baja de la doble vía que está frente a la escuela N° 150,y cruzaba el arroyo Pantanoso por un puente de madera demolido en 1928, cuyos pilares recientemente extraídos, se encuentran depositados en el C.C.Z. N°18. Hubo en ese lugar una balanza del M.O.P. que se retiró a fines de la década del cincuenta. Como ven nuestra querida amiga la vieja Ruta 1, tuvo una vida bastante movidita, lo que le valió ser un personaje más en la historia del oeste montevideano. Pero… ¿Saben una cosa? No estuvo sola. Compartió su historia con quien le proporcionaba el alimento a los vehículos que por ella circulaban. En efecto, en la ubicación más estratégica a la salida de la ciudad, del lado norte en el centro de Paso de la Arena, y con una amplia explanada, estaba la estación de servicio de la familia Otero. Pensar en la ruta sin esa estación es imposible, tanto como pensar en la estación sin la ruta. Parecía como que las dos eran la misma cosa, formaban una unidad. Y así era, porque el “Servicentro Esso”, que así se llamaba, dependía de quienes por allí circulaban que a su vez necesitaban los servicios que allí encontraban. Clásico compañero de todo camionero es el mate, y allí encontraban el agua caliente. Imagínense cómo habrá aumentado la clientela el día que, además de agua se les proporcionaba gratis la primera cebadura. La anécdota es qué, uno de los camioneros perteneciente a una prestigiosa cabaña del departamento de San José, además del termo y el mate siempre llevaba una guitarra que tocaba en cuanto la oportunidad lo permitía. Habitualmente traía leche a Montevideo y llevaba ración y otros insumos para el establecimiento. Su posterior triunfo artístico trascendió fronteras bajo el seudónimo, “Julio Gallegos”. En la parte posterior de la estación los hermanos Otero, tenían un taller mecánico, en el cual hacían reparaciones de todo tipo, pero además despuntaban su hobby que era correr carreras en autos por ellos preparados. Una de las alegrías más grandes que tuvieron en su prolongada y destacada actividad deportiva, fue cuando el quíntuple campeón mundial, Juan Manuel Fangio, condujo el vehículo en el cual ellos habían salido campeones. Ahora cierro los ojos. Es un instante de silencio y soledad. Cierro los ojos y veo. Veo todo lo que les conté, y mucho más. Veo la ruta y la estación, las luces y los sonidos, gente…Tal vez ahora otros muchachos allí están esperando su ómnibus, y están sin darse cuenta grabando imágenes y sensaciones que medio siglo después, cerrando los ojos, revivirán con nostalgia y alegría. Tal vez así será. El tiempo… lo dirá. Gracias, queridos amigos.
Rómulo Guerrini

 

Panadería Paso de la Arena

 

 cumplió un siglo de vida

Hoy nos abocamos a rescatar la historia de un comercio que en el rubro panadería, abrió sus puertas hace un siglo. Es el más antiguo de la zona en ese rubro. Nos referimos a Panadería Paso de la Arena Antes que nada, cómo no hablar de lo que nuestra panadería produce: el pan. Ancestral alimento de todas las clases sociales, de todas las épocas; tan vigente hoy como hace miles de años .Tenido en cuenta en la mitología y en los rituales de las diferentes culturas y religiones. Su abundancia o escasez, decidió guerras y caídas de imperios. Es el primer alimento elaborado por el hombre luego de alimentarse de la caza de la pesca y la recolección. Masa de harina fermentada y luego cocida, generalmente en horno. La harina más usada es la de trigo. Los primeros indicios de su elaboración nos vienen de Asia central, ocho mil años antes de Cristo, de allí pasó a Mesopotamia y Egipto, donde en jeroglíficos y tumbas quedaron claras pruebas de su consumo y de la importancia que tenía. También se usaba como moneda, pues el salario se pagaba con panes. Los griegos comenzaron a agregarle otros productos como pasas y miel. En la época de Roma aparecieron los panaderos tal como hoy los conocemos. Hubo gremios de panaderos y el pertenecer a ellos, daba un nivel social que les permitía integrarse a las clases dominantes. Posteriormente, Carlomagno reglamentó el funcionamiento de las panaderías, siendo el único rubro al cual se le permitía trabajar en la noche. En las piedras de las paredes externas de algunas iglesias, estaba grabado el tamaño que debían tener los panes para evitar abusos de los panaderos. Finalmente el avance tecnológico del siglo XlX nos fue acercando a la industria tal cual hoy la conocemos. El pan de cada día como nos enseñaron, y detrás de él, el panadero de cada día, como lo vemos, unido a nuestra historia, la historia de la humanidad. En lo que me compete, como cualquier vecino tengo un vínculo con este comercio que se inicia junto con mi memoria. Desde muy pequeño el apellido Murdoch, en mi casa era sinónimo de panadería. Las vivencias comienzan a partir de los seis años en qué, al ir a la escuela pasaba por el frente de aquél, para mí enorme comercio. El olor a pan caliente se sentía mucho antes de llegar. Por la puerta de un depósito lateral, en la penumbra interior, se adivinaba el movimiento enérgico de hombres trabajando, cargando grandes bolsas, y todos cubiertos de una pátina blanca dada por el polvo de harina en suspensión. A veces en esa misma puerta uno de los hermanos Murdoch, estaba parado como distraído y cuando pasábamos, de golpe pegaba un salto y un grito como para agarrarnos, saliendo nosotros corriendo. Por supuesto muy importantes nos sentíamos en el recreo, si nos dejaban ser los encargados de la canasta de los bizcochos que llegaban en aquellas amplias canastas de mimbre. Sucede que la historia de este comercio comienza mucho antes que naciéramos, así que trataremos de ir hasta los inicios para poder ofrecer una visión panorámica de lo que es un siglo de vida comercial. Tenemos que ir hasta los primeros años del siglo veinte. Allí un inmigrante neozelandés decide instalarse en Paraguay, compra tierras, deja hijos trabajando y se viene a Uruguay (Durazno) en donde repite la compra de tierras y también deja hijos a cargo. Como ustedes ven, era un individuo muy particular que se distinguía por dos cualidades. Una de ellas era la compra de tierras, y la otra era tener hijos en serie. Sí en serie, pues tuvo doce varones y luego cuatro mujeres. Uno de esos doce varones se empleó en el ferrocarril inglés y con lo ahorrado durante años, se instala con panadería en el oeste montevideano, en una vieja casa ubicada en el entones Camino Nacional a la barra del Santa Lucía. La ubicación actual de esa propiedad es en Luis Batlle Berres, entre Alfredo Moreno y José María Artigas. Su nombre era Santiago Murdoch; el de su esposa, Emilia Scarone. Quienes la conocieron la describen bajita, chiquita, entrecana y muy obsesiva por la limpieza, este matrimonio tuvo seis hijos: Wilfredo, Emilio, Roberto, Santiago, Pablo, Omar y una hija: Helcia. Esta familia se instala donde mencionamos y desde ese momento, primero artesanalmente y luego en forma industrial, lleva adelante un comercio que no pararía de crecer. El éxito se basó en padres empeñativos, con una gran contracción al trabajo qué, sumando la mano de obra de varios hijos varones, aprovecharon un contexto de demanda de su producto que se extendió por varias décadas. Dicha demanda de pan surgía principalmente de toda la colectividad granjera, asentada en los alrededores y que a su vez, abastecía con frutas y verduras a la ciudad de Montevideo. El producto llegaba a los lugares de consumo a través de un sistema de reparto, para lo cual se utilizaban cuatro jardineras y a veces un carro. Se repartía todos los días, y para no tener que repetir viajes, el pan se acomodaba dentro del vehículo y también en bolsas colgadas a los costados y acomodadas en la pequeña “vaca” del techo. ¿Se imaginan ver venir un caballo a tiro de una montaña de pan con una jardinera debajo…? Esa es la imagen que nos queda después de escuchar a quienes eso vio. Se repartía por zonas. Emilio iba hasta Pajas Blancas, un joven empleado, que había ingresado como mandadero a los nueve años, iba con su caballo “chiche”, por Simón Martínez (hoy Luis Batlle Berres) hasta “la Cabaña Anaya” siendo su nombre Juan Francisco Abate. Llamaba la atención que este empleado en uno de los clientes demoraba más de lo esperable. El lugar era un gran establecimiento con muchos peones, a los cuales como era costumbre, se les daba casa y comida, y consumía mucho pan,pero eso no alcanzaba para justificar sus reiteradas demoras. En realidad lo que sucedía era que una de las hijas del propietario -Antonia Haydenunca encontraba donde apuntar la cantidad depanes… y nuestro amigo Juan Francisco, nunca encontraba un pan tan lindo como el que quería entregar… la cuestión fue que entre una cosa y otra terminaron siendo los padres de nuestros queridos amigos Mario y Juan Antonio. En el pueblo de la barra del Santa Lucía (Santiago Vázquez), había otra panadería que actuaba como sucursal revendiendo los productos. Uno de los hermanos Murdoch, que era repartidor, cuando quedó viudo agregó la venta de café marca “Pezzolano”. No sabemos en qué momento el comercio se trasladó a su actual ubicación, seguramente a finales de la década del treinta.- El edificio del nuevo local servía como lugar de elaboración y venta de los productos, como casa habitación, y al fondo como caballeriza. Contaba además con depósito de leña, de harina y lugar para las jardineras. La alfalfa se almacenaba en una especie de primer piso encima de los boxes de los equinos. Había un funcionario que exclusivamente se encargaba del mantenimiento de las jardineras y de los caballos, a los que llevaba a pastorear a un campo que había en la calle Edelmiro Mañé (hoy Mirungá), lugar en el cual tenía una vivienda sobre pilotes para protegerse de las crecidas de la cañada Bellaca. En la parte baja de esa fracción bordeando el curso de agua, crecían en forma silvestre, cartuchos (calas) que se vendían y contribuían con el presupuesto familiar. Un confitero, apodado “Pepe” trabajaba de tarde haciendo alfajores de diferentes tamaños, delicia de grandes y chicos. A otro le decían “el morrocoyo” porque era chiquito y cabezón. En aquellos años era costumbre ir a la panadería y en vez de pagar, se anotaba en una libreta abonando el importe total, una vez por mes. Sucedió que fallece el padre de una conocida familia y su viuda queda en situación tan precaria, que no puede cumplir con la obligación contraída. Hecho el planteo, se le otorga un crédito más prolongado, con el cual por supuesto se cumple, y de esa manera la familia Murdoch, ayuda a otra familia en difícil trance. Emilio tiene un accidente en Pajas Blancas, y como consecuencia fallece un ciclista. En 1951 adquieren una nueva camioneta y del reparto se encarga Wilfredo. Juan Francisco pasa de la jardinera a una camioneta de 1929 que luego mejora a una de 1931. Alumna de la escuela de Llamas (Paula Roero) recuerda con mucho cariño la imagen de “Coco” llegando a la escuela en la jardinera, bajarse corriendo calzado con zapatillas blancas llevando en una mano la canasta de mimbre rebosante de bizcochos, que ella, junto con María Isabel Elhordoy, repartiría en el próximo recreo. Juan Francisco, antes de instalarse con la sucursal, repartía el pan de Murdoch por todo Rincón del Cerro y Melilla. En Paso de la Arena estaba “Doña Mariana”, una curandera muy famosa, a la cual muchas personas le mandaban ropa interior para ser santiguada. Como “coco” todos los días hacía la recorrida, era el nexo natural entre ella y sus pacientes. ”Ya que vas, llévale esta ropita”. Sucedía que a veces se olvidaba o no pasaba por la casa de la curandera y su camioneta se convertía en una lencería ambulante, mezclados los artículos de tienda y de panadería. Transcurre el tiempo, vamos creciendo, y Juan Francisco Abate, se instala con una sucursal de dicha panadería en la calle Simón Martínez (hoy Luis Batlle Berres) a pocos metros de Cibils, a la cual durante años fuimos asiduos concurrentes. Llegaba la tardecita y se oía el clásico “¿Mamá te traigo algo de la panadería?” y a partir de allí, la verde bicicleta tomaba rauda la ruta a lo de “El Coco”. Le llamó la atención a mi madre lo solícito de su hijo para hacer mandados. Al final vino a darse cuenta que si bien iba a la panadería, la intención del mandado era otra. Efectivamente, aprovechaba el viaje para poder ver a la que a la postre, fue la madre de mis hijos, que concurría a una academia de inglés que estaba ubicada en Cibils y Cosme Agullo. Imposible olvidar el retumbe de la tapa del sótano, cada vez que “el Coco” pasaba sobre ella. Como anécdota recuerdo que una vez mientras esperaba mi turno, una señora que estaba delante de mí, subrepticiamente, toma paquetes de monedas de arriba del mostrador y los desliza a su bolso. Cuando se va se lo digo a “Coco” y no me olvidaré la única vez que lo vi enojado por no haberlo dicho antes. ¡Tenía razón! Para quienes lo conocimos queda en nuestra alma el imborrable recuerdo de su bonhomía, su condición permanente de trabajo y servicio, y su eterna sonrisa sólo transformada en mueca por el sufrimiento de una cruel enfermedad. Cuando él no estaba Haydee nos atendía siempre con la infaltable pregunta, “¿Por tu casa, cómo están?” Terminando con la etapa “del Coco” Abate, les cuento un hecho que podía haber cambiado toda la historia. El abuelo de Juan Antonio y Mario, cuando la revolución de Aparicio Saravia, fue llevado por la leva para integrar las tropas gubernamentales. En el momento que el médico lo examinaba tiene una crisis de asma motivo por el cual, fue descartado. Si hubiera ido a la guerra podría haber estado entre los muchos que no volvieron, y de esa manera, la historia sería otra. Así es, a veces una decisión, un instante, nos cambia la vida a nosotros y a toda la que podría haber sido, o no, nuestra descendencia. Por las naturales razones de la vida, la familia Murdoch, vende la panadería que fue comprada por unos señores extranjeros que a su vez al poco tiempo se la venden a “El Coco Abate” y a su amigo “Pinocho” Patetta, quién posteriormente se instala en el mismo ramo en el barrio Sarandí. Cuando fallece Juan Francisco, sus hijos toman la posta, y a las cualidades heredadas de honestidad, trabajo y esfuerzo, sumaron una visión comercial adaptada a los momentos que corren, estructurando una sólida empresa, líder en el ramo en la zona, y sin temor a decirlo, en todo Montevideo. Supieron conjugar lo comercial, con lo humano, han logrado que al entrar en la panadería, quien lo hace, se sienta como en su casa, encontrando siempre un gesto amable y una actitud de colaboración. Para finalizar, decirles que sería convenientemente guardada esta nota, para que la misma, sea leída dentro de un siglo, en algún lugar cercano. Esperamos que la historia se repita y qué, al igual que estos muchachos lo hicieron, otros muchachos tomen esa posta y continúen con el ejemplo, cumpliendo con el mandato de los tiempos. Ser buena gente, ser honesto, ser trabajador, nada cuesta y…pucha que da resultado!!! Encastre “Queridos hermanos Abate, legítimos representantes de una tradición, el tiempo, el sentimiento y el pan nos unen”. Nuestro más profundo agradecimiento a Gladys Murdoch, Héctor Otero y a Gladys Gally, con quienes tuve muy agradables charlas, que sirvieron para enriquecer esta nota.
Rómulo Guerrini

Iglesia de Rincón del Cerro (Inmaculada Concepción)

 

Iglesia “La Capilla”, fiel testigo de los

 

acontecimientos que forjaron el oeste rural

 

En anterior nota y a modo de presen­tación, hicimos referencia a la capilla “De la Inmaculada Concepción” ubicada en nuestro oeste montevideano, en la zona de “Rincón del Cerro”. Como les dije, tiene una riquísima historia enraiza­da en las más puras tradiciones de inmi­grantes y labriegos, unidos en la fe de la Iglesia Católica.

Considero tan fuerte la presencia de esta comunidad en nuestra historia, que no me sentí capaz de poder transmitirles a ustedes todo lo que ella significa. Ten­go varios amigos vinculados a la misma, y de ellos elegí uno que me pareció, por su modo de ser, por su vínculo histórico, por su estilo de escribir (hay que leer sus poesías), iba a cumplir con nuestro ob­jetivo de entregarle a los lectores de LA PRENSA DE LA ZONA OESTE, lo mejor de nosotros. Es el ahora “crecidito” Sr. Walter Lasalle, hijo de esa comunidad, quien les cuenta sus vivencias desde la época en que era niño.

 

Comprometida comunidad con la Iglesia de Rincón del Cerro

Cuando el Dr. Rómulo Guerrini me pidió colabo­ración para escribir la historia de la Iglesia de Rincón del Cerro (Inmaculada Concepción) y su influencia en esa zona, me pareció una tarea harto dificultosa, una trayectoria de más de cien años –pensé– es im­posible abarcarla en poco espacio. Además son tres historias distintas que corren paralelas y que a veces se cruzan y se entremezclan formando una sola: La de la Iglesia, la de la Escuela San José y la del club San Luis. Trataré entonces de resumir apelando a mi memoria y a datos importantes y precisos, sobre todo de fechas de grandes acontecimientos toma­dos del libro que años atrás publicó Zulma Fierro.

Fue inaugurada y bendecida por Monseñor Antonio Barbieri

En el camino La Capilla, entre camino O´Higgins y camino Ma­nuel María Flores, emer­giendo en lo alto de una colina, desde donde se observa la cercana ciu­dad de Montevideo y rodeada de productivas granjas, en un terreno de unos 7.000 m.2 está la iglesia de La Inmacu­lada Concepción, cuyo edificio aún se mantie­ne espléndido a pesar del paso del tiempo. Por allí pasó parte de la vida y de la historia del Rincón y de sus lu­gareños: bautismos, co­muniones, casamientos, funerales. Momentos de emoción, alegrías y por qué no de tristezas, que nos marcaron para siempre. Fue inaugurada y ben­decida por Monseñor Antonio Barbieri el 6 de abril de 1946, a poco más de un año de comenzar su construcción por los arquitectos Ruano y Pietropin­to, que además la habían planificado con un estilo moderno, ambientes amplios y confortables. Fue­ron benefactores de esa obra las señoritas Elvira y Elena Gianelli.

Esta donación incluyó todo el mobiliario, tanto del templo como el de la casa parroquial, tomando posesión de la misma como párroco el sacerdote Antonio Corso que entonces tenía 29 años y 6 de haber sido ordenado. El P. Corso sería protagonis­ta en la vida religiosa de los próximos años en el Rincón y zonas adyacentes, hasta que en el año 1958 fue trasladado a la parroquia del Cordón. En esos doce años que el P. Corso estuvo al frente de la Parroquia le dio un gran impul­so formando congregaciones de señoras mayores y de jóvenes de ambos sexos. En esa época la iglesia tenía mucha actividad: casamientos, bautismos y sobre todo la misa de los domingos. Inolvidable la misa de “Gallo” en víspera de Navidad y las proce­siones del 8 de diciembre, día de la Virgen: salía de la escuela San José y finalizaba en el inte­rior de la iglesia. Adelante iban los feligreses que transportaban sobre sus hombros la imagen de la Virgen, luego seguían las dis­tintas congregaciones con sus estandartes, acompañados de música y cánticos, por cientos de personas; mientras el Sr. Core, vecino de la zona, subido a lo más alto del campanario, atrona­ba los oídos, haciendo sonar la campana, sin pausa ni tregua.

No olvidemos que ese tiempo fue de gran afluencia de inmigrantes: españoles, italianos y por­tugueses, casi todos de tradición católica, que se afincaban en la zona y lo primero que hacían cuan­do llegaban, era concurrir a misa, y que rápidamen­te se integraban con los lugareños, formándose un círculo de amistad que fue prolongándose con los descendientes y se mantiene hasta hoy.

Los festejos de Uruguay campeón Mundial en “Maracaná” fue encabezado por el P. Corso

Recuerdo de aquél tiempo, que el 16 de julio de 1950, se realizó un almuerzo en el patio de la

iglesia, (se hacía habitualmente) participando una veintena de jóvenes, luego en la tarde, muchos fue­ron a jugar al fútbol en la cancha contigua, otros prefirieron ir al local del Centro de Jóvenes para entretenerse en el billar, juegos de cartas, ping - pong, y los demás, (éramos pocos) nos arrimamos a la única radio que había para escuchar el partido Uruguay-Brasil. Ese día se jugaba la final de Ma­racaná y no había mucho interés de parte de los uruguayos porque se preveía un mal resultado para los nuestros.

Fue un momento inolvidable, a medida que se acercaba el final toda la muchachada dejó lo que estaba haciendo para amontonarse cerca de la ra­dio.

Al término del partido salimos todos como locos, dimos varias vueltas a la cancha: adelante iba el P. Corso portando la bandera uruguaya.

Pronto empezaron a pasar vehículos de todo tipo, cargados de gente, iban al centro a festejar, con un gran bullicio de bocinas y gritos al que noso­tros respondíamos flameando nuestra bandera.

El P. Corso se acercó mucho a las familias de la zona, tratando de integrarlas a la vida parroquial, llegando también a Pueblo Gori y Monte Rosa, con su bicicleta a pedal, a la que después le incorporó un motor “Fido”. Luego de unos años, su madrina Elina Capurro, le regaló un pequeño auto “Oldsmo­bile” que prestaba generosamente, y que no tardó en fundirse. Finalmente lo entregó, sacando una Peugeot 203.

Pero volvamos un poco atrás en el tiempo: La Sra. María Lecuona de Elhordoy, hizo testamento del predio de 7 hectáreas, donde hoy está la igle­sia, el 27 de setiembre de 1920, legando dicha pro­piedad al Arzobispado de Montevideo. Ese terreno contaba ya con un galpón desde los últimos años del siglo 19 que había sido acondicionado para ca­pilla.

En el año 1904 los esposos Elhordoy – Lecuona, ponían en el templo una magnífica talla de madera policromada de la Inmaculada Concepción, de ori­gen austríaco, que fue llevada a la Capilla en un carro tirado por caballos por el Sr. Leoncio López, (vecino de la zona).

A través de reuniones mensuales entre veci­nos, se comenzó a sentir la necesidad de tener un colegio católico en la zona, por eso es que en el año 1921 la Sra. María Lecuona Bidegain, ge­nerosamente, ofrece su casa particular que estaba ubicada en el camino O´Higgins y camino Fontana, (hoy La Capilla). Noticia que fue recibida con mucho agradecimiento y alegría. Le ponen el nombre de “Colegio San Pedro” y comenzó a funcionar con una maestra y cuarenta alumnos.

“Colegio San Pedro” pasa a llamarse

Colegio San José “Leopoldo Gianelli”.

En el año 1931 las religiosas argentinas que atendían el colegio se retiran y éste deja de fun­cionar por un año. La Sra. Lecuona de Elhordoy ya había fallecido, entonces la propiedad vuelve a sus herederos. En esa época llega a la zona la familia Gianelli - Suárez (nietos de Joaquín Suárez) quie­nes compran el colegio, gracias al aporte econó­mico del tío, “Leopoldo Gianelli”. El colegio cambia entonces de nombre y pasa a llamarse: Colegio San José “Leopoldo Gianelli”.

Las señoritas Gianelli, como se las conocía, tra­bajaron incansablemente durante dos décadas y a su esfuerzo mucho se debe el buen funcionamiento de la escuela San José, los que vivimos esa etapa no la olvidaremos nunca, sobre todo a Graciela y Mangacha, ésta siempre con una energía desbor­dante: la recuerdo en las fechas patria, con toda la escuela formando fila en el patio, cantando el him­no, mientras ella aporreaba al pobre piano, gritán­donos “¡Más fuerte, parecen anémicos!”

En el año 1947 las señoritas Gianelli sienten la necesidad de pasar el colegio a una comunidad re­ligiosa, y es así que llegan a la zona las hermanas Hijas de la Cruz, manteniéndose con una renta vi­talicia, depositada en la curia. En el comienzo eran cuatro hermanas que vivían en el colegio, que ya contaba en ese tiempo con 180 alumnos.

Con mi hermana Ester, asistimos desde el año 1942 al 48 a la escuela San José, siempre lo hici­mos a pie, (eran 40 cuadras, ida y vuelta) faltamos solo por algo excepcional. Un antiguo ómnibus que manejaba Juan Carlos Codevila, llevaba a los esco­lares, sólo a los que vivían lejos. El transporte era gratuito y el ómnibus iba siempre repleto.

Alfredo Codevila por una falta ganó “la Nº 5”

En el amplio solar de la escuela teníamos una cancha de fútbol, se habían formado dos equipos permanentes, que en los recreos se sacaban chis­pas: Uno del Rincón y el otro de Paso de la Arena, con mucha rivalidad, que sólo terminaba cuando la campana apaciguaba los ánimos. De allí surgieron muy buenos jugadores, que de mayores se desta­caron en equipos de la zona y otros llegaron a pro­fesionales, como los hermanos Castillo (Cleto y Ju­lio) que actuaron con éxito en el fútbol colombiano.

En la escuela no se hablaba de la segunda gue­rra mundial, pero sí en los hogares, y todos sen­timos un gran alivio al llegar la noticia de su fin. Aunque niños ya nos estábamos involucrando en problemas mundiales.

En el último año de Primaria tuve una reñida competencia con Alfredo Codevila, (compañero de clase). Para incentivar la asistencia a misa de los domingos, la Dirección regalaba una pelota de fút­bol al de menos faltas, con Alfredo al entrar en la iglesia nos buscábamos con la mirada para ver si estaba el otro, pero no, allí estábamos los dos. Al final del año lectivo cuando íbamos empatados, sin ninguna falta, un domingo de tremendo temporal de lluvia, viento y granizo yo no fui; tenía que cruzar varias cuadras de camino de tierra. Supuse que Al­fredo tampoco iría.

Al otro día en la escuela tuve la desagradable sorpresa de que mi “rival” había asistido a misa, y por ende ganado la Nº 5. Para mí ni siquiera un premio consuelo. Ahora parece una tontería, pero ubiquémonos en aquella época, en la que jugába­mos con una pelota de trapo y con suerte con una de goma. Tener una de cuero era como “el sueño del pibe”.

Con Alfredo fuimos en el futuro grandes amigos y al año siguiente nos reencontramos en el Matu­rana, conjuntamente con el Coco Olivieri y William Delprato. Pero eso, es otra historia.

Años más tarde William personificaría al Padre Corso en una obra de teatro escrita por Mario Rodrí­guez (bodeguero de la zona) que fue representada en el anexo de la iglesia del Cordón.

Con la llegada del Padre Colombo se reactivó el equipo del Club San Luis

En el año 1958 el P. Corso es trasladado a la Pa­rroquia del Cordón, lo sucede el Pbro. Lellis Rodrí­guez, éste había desempeñado tareas apostólicas en Rocha, y luego en la parroquia del Paso Molino, hasta ser nombrado párroco de Rincón del Cerro.

En el período 1962-1968 lo sucede el P. Ángel Colombo de gran carisma y afinidad con los jóve­nes, fue el cura compañero de la muchachada y a su influjo se reactivó el club San Luis, (llamado así en recuerdo de la congregación de jóvenes San Luis Gonzaga).

Colombo, cómo así le decíamos, jugaba muy bien al fútbol, era titular indiscutido. Era raro en aquél tiempo que aún se usaba la sotana, verlo ves­tido de futbolista. Metía fuerte las piernas y a veces también los puños. Un domingo en un partido ju­gado en Colón se armó una descomunal trifulca, al principio fue entre jugadores luego ingresaron los espectadores, claro que ellos eran amplia mayoría; el P. Colombo “dio y recibió” como todos los nues­tros. El camión que nos llevó arrancó en plena ba­talla; Colombo, que estaba rodeado por enemigos, como pudo zafó y al quedar rezagado tuvo que co­rrer para alcanzarlo.

Al otro día, al dar misa, las señoras mayores se escandalizaban un poco al verlo maltrecho, y con los ojos morados por los golpes recibidos.

En el año 1969 cuando ya no estaba en nuestra parroquia por haber sido trasladado a Sayago, con­currió todas las noches durante un largo período, a visitar a uno de sus feligreses internado en un hos­pital. Hoy él ya no está entre nosotros, pero estoy seguro que en el alma y en el corazón de aquél pa­ciente, vivirá eternamente.

A partir del año 1968 se produce un largo im­passe, hay problemas económicos, los egresos son superiores a los ingresos, y el mantenimiento de la iglesia y de la escuela se hace dificultoso (el club San Luis había cerrado).

“El Padre Otto Brand, un enviado de Dios, sin dudas”

A fines de diciembre de 1970 llega un sacerdote alemán al Uruguay: el P. Otto Brand, (un enviado de Dios, sin dudas).

En realidad su misión era relacionarse con la co­lectividad alemana. En ese sentido va hasta el ca­mino Tomkinson, y entre otros compatriotas visita a la Sra. Heidi Lang, (gran colaboradora de la escuela y de la iglesia).

Heidi le cuenta al P. Otto su preocupación por el posible cierre de la parroquia y de la escuela, que estaban en una situación difícil de superar. Es así que el P. Otto, se ofrece para celebrar misa hasta que se solucione el problema, “Si la gente me acep­ta que soy alemán” –dijo-

El 20 de diciembre de 1970, el P. Otto se incor­pora a la vida religiosa del Rincón, sin entender una palabra de nuestro idioma se hizo entender, y muy pronto se ganó el afecto de todos, con gran caris­ma y don de gente, hizo posible lo imposible, y así como Jesús le dijo a Lázaro: “Levántate y anda”, resucitándolo, así el P. Otto, revivió a toda la zona en sus tres pilares básicos, haciéndolos andar: La Iglesia, el Colegio San José y el Club San Luis.

Al principio fue difícil para él adaptarse a la men­talidad y costumbre de los uruguayos, pero de a poco empezó a querer a ésta zona y a su comuni­dad, que serían en el futuro parte de su vida.

En el año 1973 un grupo de amigos, entre los que me incluía, conjuntamente con Pepe Sabbatini, Walter Delgado, Carlos Calegaris y José Delprato, incentivados por el P. Otto, reabrimos “el San Luis”, que después de muchos años de inactividad, esta­ba totalmente abandonado.

Con mucho entusiasmo se recupera el hermo­so local, que fue construido al mismo tiempo que la parroquia, que contaba desde aquella época con un excelente billar, (donación de la familia Gianelli). La muchachada de la zona se fue acercando, dándole al Club gran actividad en lo deportivo y en lo social. La inclusión de fútbol en la Liga de Melilla, tuvo gran repercusión, y no era raro ver los domingos unas 300 personas alrededor de la cancha.

El 27 de mayo de 1973, a instancia del P. Otto se forma un Consejo Parroquial con la participación de varios grupos: Grupo de padres del Colegio San José, Centro deportivo San Luis, Catequesis, Maes­tras del Colegio San José, Económico, Litúrgico, Consejeros y Secretario.

La finalidad era reunirse una vez al mes, para exponer cada grupo sus problemas y la marcha de sus actividades.

En aquél tiempo no había mucha locomoción, ni de parte de las familias, ni de las compañías de ómnibus, y el traslado de los niños que vivían lejos para llegar a la escuela era complejo, como también para las personas que querían acercarse a misa los domingos. Por eso fue prioridad en el Consejo Pa­rroquial, la incorporación de un ómnibus para cum­plir una necesidad impostergable.

Después de interminables trámites burocráticos aduaneros, se logró importar el primer micro ómni­bus de Alemania, donado por católicos de ese país, (Adveniat) que se puso al servicio de la Parroquia y el Colegio. El primer chofer fue Juan Carlos Codevila.

Gracias a la mediación del P. Otto, se consigue el dinero, (donación de los amigos alemanes) desti­nado para la construcción de una cancha de basket y voleyball en el Club San Luis.

También en el año 1973 se inauguró en el cole­gio San José un gimnasio, donación de los amigos alemanes (Adveniat)

Luego de varios años de reinaugurado y siempre con la misma conducción, el San Luis cambia de directiva asumiendo en esos cargos los Sres. Mario Delpino y Olivieri Fierro (Bombolito).

El 31 de diciembre del año 1980 el P. Otto deja de cumplir sus funciones de párroco a solicitud de sus superiores, (los padres Palotinos) considerando que eran muchas las tareas que estaba cumplien­do, (hogar de ancianos, Colegio San José, entre otras) y asume por segunda vez como párroco el P. Lellis Rodríguez.

El P. Otto, no se aleja del todo, sigue apoyando las necesidades materiales y espirituales del colegio San José y de la iglesia Inmaculada Concepción.

En el año 1982 las Hermanas Hijas de la Cruz deciden vender el Colegio y después de muchas dificultades el P. Otto Brand, compra la propiedad entregándola a la Arquidiócesis, la donación fue ob­tenida del pueblo alemán, a través de su persona.

En el año 1988 el P. Otto vende el primer ómni­bus, que ya no funcionaba bien, y gracias al aporte de los amigos de Adveniat, compra otro en Brasil, el que empieza a circular en el año 89.

En el año 1991 el P. Otto inaugura en el colegio San José, cuatro nuevos salones, uno de ellos para informática. Ésta donación fue a través de su perso­na por la Fundación Rexroth de Alemania.

En diciembre de 1994 se coloca la piedra funda­mental, en el predio de la parroquia del salón multiu­so, que se inaugura en setiembre de 1995. Honran con su presencia altas autoridades eclesiásticas y el embajador de Alemania, nombrándose Madrina de honor a la Sra. Chula Ponce de León, que traba­jó incansablemente desde la década del 30, junto a la familia Gianelli, para construir la parroquia.

Además fueron padrinos: Pedro Delprato y su esposa Lola Arroyo.

El objetivo de esta obra es prestar un servicio a la comunidad parroquial de la zona, con reuniones y encuentros en general –por eso el nombre de mul­tiuso–. La parte económica se logró a través del P. Otto y de sus amigos alemanes. El 10 de diciembre del ‘95 se celebra en la parroquia, una Acción de Gracias por los 25 años de la presencia del P. Otto en la zona y los 15 del P. Rodríguez.

Walter Lasalle

NOTA:

Estimado Walter Lasalle, hemos recibido con gran placer y beneplácito la nota escrita por usted, que antecede esta nota. Realmente no hemos visto sorprendidos y al mismo tiempo, emocionado con tan emotiva e ilustrativa narración, la que además, complementa con datos precisos y fechas exactas.

Queremos públicamente agradecer el tiempo des­tinado a este trabajo, aprovechamos también para decir, que sería para nosotros un honor; seguir con­tando con historias como estás o similares de la zona, para poder difundirlas y continuar creando la segun­da parte de Libro: “La Historia se escribe a Diario”.

Bienvenido los grandes narradores y escritores que tenemos ocultos por el Oeste.

Myriam Villasante

Directora


La capilla


Tratando de ser útiles, tratando de comunicarnos, hemos escrito una serie de notas vinculadas al Oeste montevideano. Las hemos referido a lugares y situaciones que tienen que ver con nuestra infancia y también con nuestra vida, ya más creciditos. Todos lugares a los cuales me vinculó la historia y también el sentimiento, por lo tanto lo escrito conlleva un sesgo personal referido a la experiencia allí vivida
.

Hoy la situación es diferente. Hay lugares absolutamente emblemáticos de nuestra zona, que lo fueron y lo siguen siendo, a los cuales no estuve tan vinculado pero que sin ninguna duda, tienen también un primer lugar en el protagonismo histórico de Paso de la Arena y de Rincón del Cerro. Uno de esos lugares de referencia ineludible es la iglesia católica que está ubicada en Cno. De la Capilla (de ahí el nombre) entre Ruta 1 y Cno. O'Higgins. En lo que a mí se refiere, recuerdo que luego de haber recibido la Primera Comunión en la iglesia de "La Aguada" (allí contrajeron matrimonio mis padres) mi mamá, me obligaba a concurrir a misa los domingos de mañana en esa capilla. Por ese entonces estaban las capillas de la familia Schiaffino y la que hoy es motivo de nuestra nota "La Capilla". Esta segunda contaba con un servicio de transporte que llevaba y traía los niños desde y hacia sus domicilios. El conductor era el Sr. Rodolfo Rodríguez, en el cual mi madre y supongo que también mi padre, depositaban toda su confianza. Rodolfo fue de los primeros chóferes de Cutcsa de la zona, manejaba el coche 241 y 242. Pues bien, domingo de mañana, a contrapelo bañarme y después ir al portón a esperar el ómnibus. Como levantaba muchos niños antes de llegar a lo que para mí era como un castigo, tomaba ese recorrido como un paseo pues iba por lugares para mí totalmente nuevos, desconocidos. Tal vez la palabra "castigo" puede parecer no la más adecuada a este relato pero aquel niño, ese peregrinar dominical, así lo vivía. En general los otros niños iban acompañados por sus padres, o uno de ellos, o un hermano o un amigo. Mi caso era diferente, iba solo, injertado bruscamente en un medio que no conocía, en un tema que no entendía y a un lugar al que tampoco entendía el por qué de mi concurrencia. Por lo tanto me sentía víctima de una situación no buscada e injusta ¿Cuál era el pecado, para recibir tanto castigo? Como toda pena injusta tiene su recompensa, el alivio y el goce también llegaban. Al terminar la ceremonia religiosa en una cancha de football lateral a La Capilla se armaban hermosos partidos de los cuales yo era protagonista, siendo ese el motivo por el cual mi resistencia de los domingos no era tan firme, logrando mi madre que yo concurriera un tiempo relativamente prolongado.

Imagen del Padre Corso

Me quedó agradable imagen del Padre Corso y sus clases de catecismo. Recuerdo perfectamente todas las oraciones que me enseñó mi madre y que me las hacía rezar por las noches antes de dormirme. Nunca olvidaré, en mis hombros, las manos de mi padrino cuando el cura me dio la bofetada en la ceremonia de la confirmación. Una gripe, de esas que pasan sin llamar al Médico, vino a cambiar mi destino porque sirvió para que un domingo no concurriera a la misa. Una semana después esperaba el clásico, "levántate hay que bañarse", pero no, pasó la hora clave y nadie dijo nada, yo calladito… Pasó el día y nadie dijo nada, yo muy aplicado en otras cosas pero…. "calladito". A la otra semana se repite la misma situación y como no era posible concurrir sólo al football preferí perderlo, a cambio de lo que para mí era la libertad. Pasó el tiempo, pasó la vida, y si bien no concurro a los servicios religiosos habitualmente, mantengo con la iglesia el mejor de los vínculos, (cuando digo iglesia me refiero a la gente, a la comunidad) tanto que con muchos de ellos quedamos amigos a tal grado que alguno me siente como hermano, y así me lo dice. En definitiva, un pasaje por una señera institución de la zona que para mí fue algo atípico, que dejó sus frutos y que hoy puedo decir que gracias a dios valió la pena haberlo vivido. Queridos amigos, les conté mi vínculo con "La Capilla", pero La Capilla no es eso, es mucho más. Es una muy rica historia de iglesia, de enseñar, de actividad social, de buen ejemplo. Es la historia de un grupo humano renovado en el tiempo, que llevó adelante una obra que todos respetamos, aplaudimos y rogamos que sirva de ejemplo, para que su hacer se multiplique en tantos lugares como posible sea. Esa iglesia fue el crisol en el cual familias embanderadas en tradiciones importadas de la vieja Europa, tejieron una trama social de la cual surgieron descendientes que honraron sus nombres y sus costumbres. Precisamente, a uno de ellos recurrí para que él sí; con mayor conocimiento, les contara su experiencia del pasaje por la tan, para él, querida Capilla. Es el señor Walter Lasalle, no es necesario más presentación que su nombre. Debo decir que al proponerle esa nota, su respuesta fue inmediatamente un sí mayúsculo al cual, quien esto suscribe le estará eternamente agradecido. La nota se publicará en nuestra próxima edición de enero. Aprovecho estás páginas para agradecer a quienes elogian nuestras notas, y nos alientan a continuar escribiendo.




A todos, muy Feliz año 2015.
Rómulo Guerrini


Juanita

Seguimos paseando por nuestro oeste

montevideano. Hemos intentado rescatar diferentes

situaciones, anécdotas, hechos que nos hicieron

recrear nuestro pasado y, en parte, lo hemos

logrado. Hoy, enmarcados en el mismo concepto,

cambiamos la forma.

No seré yo quien cuenta lo que vivió, sino que

relataré lo que otra persona me cuenta.

Para ello elegimos a Juanita Ghidone Piaggio quien

con sus noventa y cinco jóvenes años y su intacta

alegría de vivir, nos cuenta su historia.


Privilegio el de Juanita, con su edad mantenerse autoválida y cosechando afectos que sin duda fueron sembrados durante toda su existencia. Acercándose al siglo de vida, y tan fresca como si esto recién comenzara. Vive en la calle Curuzú Cuatiá en una casita con terreno, rodeada de plantas, árboles frondosos y pájaros en libertad. También muchas flores a las que cuida con especial dedicación y con las cuales seguramente conversa en un idioma que sólo ellas conocen. Hoy Juanita es como una flor más, cuidada y regada con el cariño de sus nietos devolviendo cada día, el amor que recibe de todo su entorno. ¿Y por qué la elegí? Pues porque al pensar en el tema fue la primer persona que visualicé. Por supuesto que no es la única, pero hoy conversamos con ella. Es una fiel representante que encarna la historia de nuestro oeste por su vínculo con la granja, con las corrientes migratorias, y con aquel estilo de vida que ya no se repetirá. Nació y se crió en la paz de un hogar estable, con una niñez feliz, lo que contribuyó a forjarle una personalidad comprensiva y segura, que posteriormente le sirvió para sobrellevar situaciones tan difíciles como las que le tocó vivir. Ahora trataré de transcribirles lo que me contaba mientras yo saboreaba una exquisita pizza hecha por una de sus nietas. Nace en 1919 en un medio rural en una granja que estaba ubicada en la confluencia de los actuales caminos Anaya y Manuel María Flores. Ambas calles eran de tierra consolidada y cuando llovía había que esperar que las cañadas dieran paso para poder transitar. Su padre fue el Sr. Juan Bautista Ghidone, descendiente de inmigrantes italianos, fundador y presidente de la entonces novel sociedad de "Los Paperos", hoy "Sociedad de Fomento y Defensa Agraria". Este hombre llevaba adelante una granja que era un vergel; no había espacios de tierra desaprovechados, cosechaba frutas y hortalizas todo el año, un sector estaba destinado a la viña cuyo producto era vendido a la que fue la importante bodega de los hermanos Aguerre. Se preparaba carga tres veces por semana siendo vendida en reparto en las zonas de La Teja y Belvedere. La carga era transportada en un carro de cuatro ruedas, toldado, que anteriormente fue usado para transportar pasajeros y carga desde Pajas Blancas a Paso Molino. Juanita recuerda la identificación de su padre con los caballos. Más que una herramienta, los consideraba compañeros de trabajo. Tan es así que estando enfermo pidió a sus hijos que uno de sus caballos de color blanco llamado "Combate" no fuera vendido y lo dejaran morir en la tierra que había trabajado. El Sr. Ghidone fallece en el año 1945. Su madre, María Piaggio, se ocupaba de criar a los hijos, de las tareas domésticas, y de cocinar para los peones, ya que el salario incluía la comida. Además de Juanita, eran otra hermana y dos hermanos. Uno de ellos Miguel Ángel (Coco) fue de los primeros conductores de ómnibus de la zona. En un vehículo comprado por su padre trasladaba pasajeros desde Pajas Blancas a Paso del Molino, en usufructo de un permiso otorgado por la autoridad correspondiente. Cuando se crea la empresa C.U.T.C.S.A. esa línea es integrada a las demás, deja de denominarse con una letra y pasa a tener número. Allí nacieron el 133, 134, y 135. Juanita, concurría a la escuela "Llamas" con sus tres hermanos. Recorría veinte cuadras caminando y nunca faltó. Tampoco recuerda que sus maestras hayan faltado alguna vez. Mientras se construía el hormigón en la ex. Ruta 1 (hoy Luis Batlle Berres), la diligencia del Sr. Benito tenía que desviarse y pasaba frente a la quinta, circunstancia que Juanita y sus hermanos aprovechaban para no caminar. Como era una alumna muy aplicada, siempre con las mejores calificaciones, sus maestras y su directora (Ana Falco) la entusiasmaban para que fuera a estudiar magisterio, pero nunca logró el permiso de su Sra. Madre, quien utilizaba el argumento de que la calle "está llena de peligros". En la escuela se llevaban a cabo reuniones sociales en las cuales participaba toda la comunidad y sobre todo los egresados. Para una de esas reuniones fueron invitadas por la propia Directora, las hermanas Ghidone, rogando a los padres que no dejaran de llevarlas. La anécdota fue que Esther (su hermana) no quería bailar para no pasar vergüenza,porque "se van a reír de nosotras" y pasaron toda la tarde paradas al lado de la madre. La calle Manuel María Flores, todavía era de tierra y por ella transitaban carros cargados con cueros aún con sangre, provenientes del matadero para abasto ubicado en el actual Santiago Vázquez. Otra imborrable imagen que perdura en su recuerdo es la fogata de la noche de San Juan que su padre hacía en su casa luego de lo cual se reunían los vecinos para celebrar y jugar a la lotería. El odontólogo más próximo estaba en Agraciada y Capurro. Ir y venir insumía casi cuatro horas (aparte la demora en la consulta). Se ensillaba a "Combate" en un "Charré" para paseo y en él se llegaba hasta el comercio ubicado en Cno. Anaya y la actual Luis Batlle Berres. En ese lugar se dejaba el vehículo y se iba caminando hasta el actual Cno. Los Orientales y La vía. Allí se tomaba el tranvía hasta Capurro. Al dueño de ese comercio le decían "Pinoto" y su apellido era Bielli. Por qué el nombre de Cno. Bajo de la Petisa Como siempre la comunicación deja conocimiento, en esta oportunidad tengo el placer de decirles algo que seguramente no saben. ¿Recuerdan la calle "Cno. Al Bajo de la Petisa"? En donde hoy verán una vía de acceso a una zona de desarrollo logístico con un crecimiento que parece imparable. Camiones, galpones, semáforos, etc. ¿Quieren saber por qué ese nombre? Tiempo atrás, ese era un humilde camino vecinal no pavimentado, bordeado de chacras. Una de ellas ubicada en el tramo que queda entre las dos alcantarillas de las vertientes de la Cañada Bellaca pertenecía a una Sra. bajita que, además de ocuparse de las tareas agrícolas, junto con sus hijas, tenían un taller de costura en el cual confeccionaban prendas para los familiares y para la venta. Esta señora bajita era de apellido Piaggio, y era tía abuela de nuestra entrevistada. Por lo tanto una petisa en el bajo, y de allí quedó el nombre "Cno. Al Bajo de la Petisa". En un entorno campesino, entre familia y vecinos, la apacible vida de Juanita se va deslizando hasta que aparece su príncipe azul (el "negro" Luoni). Una vez aceptado por el papá comienza el noviazgo con todas las formalidades de la época, llegando por fin al altar en la iglesia de los Padres Capuchinos. Como el que se casa, casa quiere, la novel pareja se fue a vivir en la que fue la residencia del Sr. Anaya, dueño de los studs y de la famosa Cabaña Anaya. Luoni se encargaba de un transporte escolar hasta la escuela "Llamas". En este período nace Hugo, su primer y único hijo. Al inicio de esta nota les comenté el temple de esta mujer. Además resalté que una niñez feliz la preparó para afrontar situaciones no fáciles de sobrellevar. Fueron más de una y todas dejaron en ella huellas muy profundas, porque eso es lo que sucede frente a lo inevitable. Sin embargo esos eventos no llegaron a alterar su encare optimista de la vida y su bonhomía en el estrecho vínculo con sus seres queridos. Sucedió que siendo Hugo muy niño fallece su padre, y a los pocos meses fallece el padre de Juanita. Sin darse cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, pasó de ser la mamá de Hugo a ser la encargada de una quinta en la cual nunca había trabajado pues su padre, eso no quería. No fue fácil todo aquello y poco a poco la empresa familiar se fue deteriorando terminando por desaparecer. En el mismo predio familiar pero en otra casa recientemente construída con frente a Manuel Flores se reorganiza la familia y pasan a vivir Juanita con su hijo y su mamá y "El Coco" con su esposa. En esta nueva casa fallece su mamá, y luego lo inesperado, lo terrible,el golpe que ninguna madre quiere recibir: fallece muy joven Hugo, su único hijo. No hay explicación para estas cosas; ella conformaba a los demás diciendo"…y bueno, Dios sabrá por qué se lo llevó…" Una vez fallecidos su cuñada y su hermano, queda sola en aquel caserón y sucedió lo inevitable. Una mañana estaba "amargueando" debajo del parral y decide ir a su cuarto. Al entrar le llama la atención ver la luz encendida, "¿me habré olvidado?...en ese momento sin saber de dónde dos manos como tenazas le aprietan el cuello y la tiran al suelo donde es golpeada mientras su cuarto es desvalijado. Yéndose de esa casa pasa a vivir alternadamente con su sobrino Miguel, con su nuera, y con sus ya crecidas nietas. Apartir de entonces una sobrevida maravillosa, llena de cariño, acompañada, atendida, con el reconocimiento de todos quienes la conocen y lo más lindo: enseñando a vivir. Digo esto porque con su solo ejemplo enseña. Sus nietos aprenden, todos los que la conocemos aprendemos. Aprendemos a disfrutar de lo poco o mucho que podamos tener, a no quejarnos vanamente, a no criticar, a resaltar lo bueno, a aceptar las cosas como son respetando al prójimo. Podríamos decir que nos enseña a vivir amablemente. Crecer, vivir, y morir en paz. ¿Será tan difícil? Gracias Juanita. Gracias por haberte conocido. Gracias por recibirme en tu casa. Gracias por lo que me enseñaste. Ojalá que estas líneas no sean en vano y que tu ejemplo perdure y se multiplique.
Rómulo Guerrini  

El amor también juega

 "Igual que las estelas que siguen a las naves Yo marcharé constante detrás de tu querer Mi amor es todo tuyo, muy tuyo, tú lo sabes Y por mi madre juro, que eterno habrá de ser… No olvides que te quiero, ni dejes de quererme Ya sabes cuánto sufro si estás lejos de mí Recibe muchos besos y ven prontito a verme… ¡Son frases que tu pluma ha escrito para mí! Carillas azules, pálidas y rosas Donde rezan cosas que hoy no puedo creer Jirones herejes del sutil emblema Que flameó al poema del primer querer Frases primorosas que evocan rubores, Y entonan amores que sintió mi ayer Esquelas que otrora "fiaban "sonrojos Y hoy nublan mis ojos si las vuelvo a leer".

Leído lo anterior quién no sabe de qué se trata. Quién no sabe que esta canción fue maravillosamente interpretada por Gardel, allá por 1932.Cómo van a pasar de moda estas letras si hoy al escucharlas no nos damos cuenta que hace ochenta años se escribieron. ¿Quién alguna vez no escribió o no recibió de alguien alguna esquela plasmando en el papel una ilusión? Seguramente todos lo hemos hecho. O lo escribimos o lo recibimos, o nos quedamos esperando una respuesta que nunca llegó… Hubo siempre personas que guardaron esas reliquias hasta la muerte, independientemente que lo allí dicho hubiera prosperado; también las hubo quienes en un pretendido ordenamiento de su vida afectiva, al iniciar una nueva relación, destruyen todos los recuerdos de la anterior pretendiendo olvidar… Qué lindas estas cosas, se aproximan a lo más profundo del alma, lugar que ni nosotros mismos a veces conocemos. Pero… ¿Qué tiene que ver ésto con nuestro "Rescate de la Memoria"? Muy mucho. Ya verán. Todos saben que pretendemos recrear situaciones, costumbres, hechos sucedidos muchas décadas atrás, para que no se pierdan en la nebulosa de los tiempos, privando de enriquecedora información a quienes nos trascienden. Intentamos hacer con ellos, lo mismo que con nosotros hicieron quienes nos precedieron. Lo lindo de ser joven, es ser joven. Lo lindo de ir pa' viejo, es mantenerse joven e ir capitalizando las experiencias vividas. Surge de esa manera la posibilidad de comparar, de analizar, y lograr entonces formar opinión, que en definitiva es lo que se busca. Nos ocuparemos del amor. El tema es tan viejo como la misma humanidad, si me permiten es tan viejo como la vida misma, porque la vida es eso: amor. Sin detenernos en detalles basta observar en la naturaleza el comportamiento de cualquier ser con su descendencia y encontraremos allí, el más caro ejemplo de lo que estamos diciendo. Entre los hombres quien primero se interesó en reflexionar sobre el amor, fue Platón (Grecia 329 A.C.); desde entonces todo el mundo opina, y… ¡todavía no se ha llegado a ningún acuerdo! Por lo tanto ni se les ocurra que vamos a entrar en análisis filosóficos, místicos, morales, religiosos, etc. No, no es lo nuestro y por otra parte no sabríamos hacerlo. Lo que sí intentaremos es transmitirles cómo era el vínculo amoroso entre un hombre y una mujer, (la homosexualidad entonces no era tan visible) cómo se manejaba eso en aquella sociedad no tan lejana, inmersa en una cultura mixta parte europea, parte criolla. Verán ustedes cómo se le escribía a una dama a la cual en algún momento se podría llegar a tomar de la mano, y si las circunstancias acompañaban, de repente a: ¡darle un beso! No piensen que los jóvenes eran de otra galaxia; al contrario, eran absolutamente normales e impulsados en sus acciones por la atracción hacia el otro sexo, podríamos decir que para la conservación de la especie (por suerte).Lo absolutamente diferente era el contexto socio-cultural en que se vivía. No olviden que la consigna era llegar virgen al altar, y si por ahí ocurría algún accidente la condena social era para siempre y muy pesada, dándose el caso que padres italianos echaron a la hija por haber mancillado el honor familiar. Antes de transcribirles las cartas que escribían aquellos jóvenes, quiero darles un paseo por el añejo Paso de la Arena, escenario de estas historias. Imaginen una zona totalmente campesina, con pocas casas más o menos equidistantemente distribuídas, granjas con pozo, aljibeo cachimba, pero todas con agua, caminos de tierra consolidada, o mejorados con piedra tosca. Comercio de ramos generales, carnicería, panadería y escuela. Caballos, bueyes, mulas, y también vacas se usaban para transporte y trabajo. Nos unía a la civilización la diligencia y el ferrocarril del norte. Los habitantes eran todos europeos o descendientes en primera o segunda generación. Todos se conocían. Celebraban las fiestas religiosas al igual que en su país natal; una de ella era la noche de San Juan, característica por las inmensas fogatas. Mucha vida social, en cuyas reuniones el coqueteo de las muchachas era rigurosamente vigilado por las madres y no había otra posibilidad para verse, que la visita en la casa con el permiso del padre. O algún mandado, pero acompañados por el hermanito menor. Recordemos que las mujeres no estudiaban ni trabajaban, o sea no había excusa para salir solas, por lo tanto había que esperar a que el palomo viniera a posarse en el portón, y … ¡¡de día!! No existían teléfonos, mails, ni mensajes de texto; en su lugar se usaba el eterno lenguaje universal: la mirada, el gesto, y cuando éstos eran correspondidos, seguían las cartas ¡benditas cartas!, que a tantos hicieron felices y a tantos hicieron llorar. Pues bien, en este contexto los jóvenes se comunicaban. Les transcribo ahora una carta y un fragmento de carta escritos por muchachos de diecisiete a diecinueve años, aquí en Paso de la Arena hace casi un siglo (noventa y siete años). La que sigue es una carta completa escrita el 28 de junio de 1917. La elegí porque leyéndola podrán apreciar de primera mano cómo era, cómo se divertían, cómo se cortejaba, el vínculo con los vecinos, con los hermanos, (los protagonistas son tres hermanos criollos, hijos de una numerosa familia, de padres italianos que vinieron a estas tierras en busca de mejores horizontes) y en fin, reconocer en esas líneas la eterna picardía y ocurrencia de una sana juventud. Llegó a mí por casualidad, la leí y me adueñé de ella como un tesoro. Hoy tengo enorme placer en que ustedes, compañeros de viaje en el "Rescate de la memoria", puedan apreciarla. Se trata de un muchacho de dieciocho años que, con dos hermanos, daban serenatas en las casas en que vivía una candidata a iniciar algún tipo de relación afectiva, porque conocidos todos eran. La costumbre imponía que la homenajeada luego de un prudente tiempo, se asomaba en la puerta o en la ventana correspondiendo con una sonrisa o un gentil saludo. Allí terminaba esa instancia, la cual posteriormente se complementaría con algún encuentro y ¡con la madre a pocos metros! Si la candidata no gustaba del pretendiente, sencillamente no aparecía y éste, derrotado, se retiraba. "Carta a un amigo": Junio 28 de 1917. Señor Lauro Barreiro. Estimado amigo. Recibí tu atenta, sí que amena carta, por medio de la cual me haces saber que así tú como tu familia, se hallan en perfecta salud de lo que me alegro infinito y con placer te digo que por aquí todos estamos muy bien. Y ya sabes el refrán griego "mens sana in corpore sans", lo que traducido en buen cristiano significaría cuerpo sano, espíritu contento, por eso es que nosotros tenemos el espíritu rebozando alegría farra y garufa. Ya sé que tú dirás leyendo los presentes párrafos: ¡Es muy lógico y natural, la juventud necesita expansión! ¡La primavera de la vida! ¡Es muy lógico! Que sea lógico o que sea ilógico, eso a nosotros no nos interesa mayormente ni nos paramos a averiguarlo, el caso es que de unas noches a esta parte, y con estos aniversarios de San Juan, San Pablo, San Pedro que está por venir, san mandinga, y que sé yo cuántos santos más, no dejamos rancho ni casa tranquila.! Meta música y serenata! Uno con el violín por una ventana, y otro con la mandolina por otra, y yo haciendo callar a los perros a fuerza de cariñosos garrotazos, que por cierto la otra noche uno recibió un soberbio cachiporrazo entre los dos ojos que estoy segurísimo que ese, no ladra más hasta la consumación de los siglos "amén". La otra noche fuimos a darle una serenata a un italiano, le tocamos un vals y nada, ni gracias". Vamos a tocar hasta que diga gracias ese gringo animal" dijo Américo, y meta música y más música, tango y vals, y mazurca…, lo que salía. Esperamos un rato y nada, les parecía mucho trabajo decir gracias, porque en ese rancho también había muchachas. ¡¡A sí eh?! Dijo Américo en tono de ira reconcentrada. ¿Conque no se quieren incomodar? Dormilones, van a aflojar o mandinga se los lleva. ¡Vamos Silvio, metele al aeroplano! (1) ...pero, querido amigo, mejor no hubieran empezado. Ni bien siguieron con la serenata, se abrió sigilosamente una pequeña ventana situada al lado de la que nosotros estábamos tocando y con el mayor asombro y estupefacción vimos aparecer un brazo armado de un pequeño recipiente conteniendo un líquido que no te quiero decir cómo se llama. La suerte fue que nosotros al ver el peligro que corrían nuestras indumentarias y los instrumentos "spiantamos" más pronto que ligero al tiempo que caía en el mismísimo sitio donde un minuto antes estábamos nosotros, el líquido que contenía el recipiente aquél, volcado por la mano misteriosa y seguida de una horrible imprecación a Paganini y contra todos los que cultivan el arte de Orfeo. Nosotros le respondimos con una triple y sonora carcajada cuyo eco repercutió lejano perdiéndose en los ámbitos de la noche obscura y silenciosa. Un perro ladró. Allá… un rey y señor de algún gallinero dejó oír su estentórea voz. Eran las tres de la madrugada. Pero en compensación de esta infausta serenata, en la víspera de San Juan nos fue perfectísimamente. Fuimos temprano con unos cuantos amigos, a una casa conocida a dar una serenata. Una vez tocado el primer vals se abrió la puerta y nos hicieron entrar; figúrate querido Lauro cuál no sería "el disgusto "de nosotros, al encontrarnos con media docena de muchachas que se entretenían en sacar cédulas. Se charló un rato, una vez sacadas las cédulas imagínate la algazara que se habrá formado cuando comprobaron que a mí me tocó salir con H.B., una muchacha renga y jorobada que vive cerca de allí. Pero también en compensación a todo esto a Américo, aunque está mal que yo lo diga (y conste que lo hago contra el gusto de él que es un muchacho muy modesto), a Américo repito, le tocó salir con la muchacha más hermosa del barrio. De la suerte de Silvio ni te hablo porque si vieras con quién salió yo te aseguro que por tres días no comes… Tendría muchas cosas más que contarte apreciable amigo pero ahora no, porque esto está siendo más largo y aburrido que la nota de Wilson al congreso americano. A lo que toca al viaje que tienes proyectado para venir a pasar un día con nosotros, no le pongo fecha, dejo la decisión a tu voluntad y a tu libre albedrío. Sólo te diré lo que ya sabes, que tu compañía nos es muy agradable a todos. Sin más, se despide del amigo querido, del compañero de la infancia, tu S.S. (………….) Acabamos de leer una carta completa que nos recrea costumbres un siglo atrás, aquí en nuestro Paso de la Arena. Sabíamos de las fogatas de la noche de San Juan, pero no mucho más. Ahora en forma documentada hemos agregado datos que nos ubican mejor en aquel contexto. Siempre escuchamos hablar de las serenatas, seguramente ahora nos queda más claro el qué y el cómo, de este tema, el por qué ya lo sabíamos. Ahora les voy a transcribir un fragmento de una carta escrita por un joven enamorado en una especie de diario íntimo en la cual veremos dos cosas. Por un lado la expresión de un sentimiento de amor con la fuerza que da la juventud, cosa que no ha cambiado a través de los siglos. Por otro lado la forma de vincularse y la forma de buscar el contacto. Eso sí ha cambiado, y mucho. "Impresiones de mi primera novia" Tenía yo dieciocho años de edad cuando por primera vez le hablé de amor a una señorita. Era la tarde del domingo 14 de diciembre de 1917. Regresaba yo de dar un paseo por El Prado en dirección a la casa de mi hermana que vivía en la calle Reyes, cuando al ir a doblar por dicha, pues yo venía por Larrañaga, me encontré con un grupo bastante numeroso de gente que esperaba el tranvía para trasladarse al centro. Toda esta gente volvía de una fiesta que habían dado en el Círculo Católico. Entre ellos había muchas mujeres hermosas, y como yo siempre he sido un ferviente admirador de la belleza femenina y como no tenía mayor apuro en llegar a la casa de mi hermana, me detuve a admirarlas. Entre la gente que iba llegando a la esquina noté, mejor dicho la distinguí por su belleza, a una joven acompañada de una señora ya entrada en años, con una niña menor. Al pasar frente a mí, levantó los ojos y me miró…yo también la miré…las dos miradas chocaron sacándose chispas. Llevaban una valija grande y pesada. Pasó un tren, enseguida otro, otro más, pero todos completos. La señora que acompañaba a la joven de mi cuento desesperaba porque no pasaba ningún tren que las pudiera llevar. La joven, más paciente, decía: "No te aflijas, ya pasará alguno que nos lleve". Entre tanto, ella y yo intercambiábamos miradas ardientes llenas de amor…Por fin pasó un tren que las llevó. Ya en el asiento me dirigió por la ventanilla tal mirada que no pudiendo resistir, y estando el coche en marcha me lancé tras él con peligro de romperme una pierna. Durante la marcha comenzó otra vez el tiroteo de miradas. Cupido siempre travieso tejía la enmarañada red del amor, en donde yo debía caer. Bajaron en Convención y Paysandú tomando yo la vereda opuesta sin perderla de vista, hasta llegar al 1218 de Convención. Mañana vengo, me dije, y efectivamente, al otro día no eran las siete y ya estaba paseándome por delante de la casa. En el balcón había una joven que no era ella, a la puerta salió una joven que no era ella, mientras yo me daba a todos los diablos desesperándome… Terminado este fragmento vamos redondeando una nota en la cual pretendimos llevar a ustedes y con ejemplos, matices de la sociedad campesina que nos precedió. Creo que valió la pena el esfuerzo, siempre algo aprendemos.
(1) El aeroplano. Canción de moda en aquel momento.
Rómulo Guerrini   

Lo que nadie cuenta de las bodegas del siglo pasado

 

Entre la legalidad y la clandestinidad la mayoría procuraban hacer

 

el mejor vino

 

Estamos viendo desde distintos ángulos lo que fue la industria vitivinícola en nuestra zona varias décadas atrás. Hoy nos gustaría mostrar claramente lo que consideramos el aspecto irregular de la misma; primero en el transporte del azúcar y luego en las diferentes infraestructuras que tenían los establecimientos para procesar los jarabes. En cuanto al transporte, debemos decir que en aquel entonces, (no sé si ahora) las existencias de azúcar eran controladas por el fisco en los almacenes por mayor y no se podía emitir facturas a nombre de bodegas por no estar su uso permitido. Para circular con azúcar en un vehículo, se debía llevar una guía que indicaba la cantidad de kilos, procedencia y destino, además de fecha y hora, para no usar la misma guía más de una vez el mismo día. Con ella se salía del depósito pero el destino iba a ser otro, y allí comenzaba una carrera contra el tiempo que no cesaba hasta que el producto estuviera escondido o disuelto en algún "mosto" (1). No era fácil previo a la dictadura, y menos aún en dictadura, circular con un camión llevando un contrabando de muchas bolsas de azúcar, arriesgando que en cada esquina te detuviera un piquete militar sabiendo que si eso sucedía era el fin de esa cosecha, el fin de esa empresa, y tal vez el inicio de un juicio penal. No había radio llamadas, computadoras y mucho menos celulares para poder comunicarnos en caso de tener que desviar la ruta. Lo que se hacía era contar con un auto que iba "inocentemente" adelante, explorando el camino y en caso de ver piquetes volvía para avisar. Rudimentario ¿no? Pero no había otra cosa. Una vez llegado al establecimiento, las bolsas volaban a los diferentes "lagares" (2) o a un depósito para ser posteriormente utilizadas. Charlando sobre estos temas con un amigo ex bodeguero, me cuenta una anécdota que no tiene desperdicio. Sucedió que una noche viniendo con su camión cargado con azúcar, percibe que otro vehículo le sigue a prudencial distancia. Al principio pensó que era casualidad, pero a medida que avanzaba en el recorrido veía que los dos focos lo seguían acompañando, "maldita compañía". Con su sangre helada, temblando y transpirando, en la seguridad que eran inspectores, al llegar a su portera decide no entrar y continuó la marcha. Las luces de atrás también continuaron un trecho pero de golpe desaparecieron. El vehículo había entrado en la casa de un vecino también bodeguero. ¿Qué fue lo que sucedió? El buen vecino se había dado cuenta que mi amigo venía con azúcar y como él también tenía el dulce elemento en su camión decidió ir atrás todo el tiempo, así en caso de piquete iban a parar al primero, difícilmente al que venía detrás. Buen vecino ¿no? Parecería que cuando el pellejo estaba en juego, los códigos de vecindad cambiaban su idioma. Mucho esfuerzo físico, mucho coraje, mucha inconsciencia, mucho riesgo y al final: ¿todo para qué? Ser contrabandista (de acuerdo a la definición), sufrirlo intensamente, para que al final se obtuviera un producto a precio más bajo para poder competir. En fin… así era.

Acopio y agregado de azúcar

Si el azúcar transportado, se podía utilizar en el momento; mejor. Pero no siempre era así, y había que guardarlo. Quienes disponían de dinero suficiente iban comprando de a poco durante los meses previos en que los controles eran "más flojos", y así llegada la vendimia, ya tenían el producto en casa. El tema era dónde se guardaba, porque vale decir, no podía haber azúcar en el padrón del establecimiento nunca. Sólo se permitía hasta una bolsa de 50 kg para consumo de (dulces, conservas en almíbar, etc.). Lo clásico era esconderlo en la casa de un vecino, familiar o no. Allí no podían ingresar los inspectores, salvo que tuvieran una orden de allanamiento, pero eso se daba cuando alguien denunciaba. Otro lugar clásico era en las caballerizas debajo de las ordenadas pilas de fardos o de las pesadas bolsas de trigo (70 kg) que en general los inspectores no se tomaban el trabajo de mover. Otro lugar era debajo de las parvas de paja, de chala o de alfalfa. Recuerdo verlos en mi casa pinchando con largos palos el depósito de alfalfa creyendo que debajo había bolsas con azúcar. En algunos lugares se construían dobles paredes o espacios muertos, entre dos casas en los que se podían guardar 100 o 200 bolsas de 50 kg. Viene de pag. 27 Otras empresas tenían piletas "ciegas" dentro de la misma bodega en las cuales acumulaban la mercadería durante el año para ser utilizada luego con gran comodidad en la vendimia. Una de ellas, fue denunciada por un empleado, y a pesar que dio las indicaciones, estando el grupo inspectivo frente a la misma, no pudo hallarla. Se fueron frustrados pero volvieron, lograron encontrarla y la empresa tuvo que cerrar. El tema se puso más complicado cuando se obligó a los bodegueros a permitir siempre fácil acceso a las comisiones inspectivas; se obligó a tener entrada iluminada y abierta, y también a que siempre tenía que haber una persona responsable, de día y de noche. En oportunidades concurrían con jeeps militares de apoyo. A cualquier hora, en un instante estaba el establecimiento rodeado y… "a no chistar". Ello obligó a quienes querían seguir en la lucha, a buscar nuevos sistemas para poder defenderse de tanto control estatal. Más de una vez sentado al frente de una pileta "remontando" (3), ensimismado en el rojo rubí del chorro de vino caliente, y disfrutando el delicado aroma que todo lo envuelve, con el rabillo del ojo veo una bota negra, sigo la figura hacia arriba y luego de pasar por el verde del uniforme me encuentro con el duro rostro, detrás de una pesada ametralladora; ni buenas noches, ni buenos días, yo en lo mío, él en lo suyo. Se fueron……. ¿Cuándo volverán? Imposible seguir con estos niños en casa. Hay que hacer algo. Tiene que ser sencillo, práctico y seguro. Tiene que ser un sistema que no deje huella. ¿Y cómo? Ya les comento.

Sótano oculto; una obra de ingeniería

Había y hay debajo de lo que era el patio cerrado en la parte posterior de la que fue mi casa paterna, frente a la gran estufa a leña, una cavidad de unos 10 metros cúbicos que fue construida para cámara séptica pero que nunca llegó a utilizarse. En ella, se guardaba azúcar y cuando necesitábamos la extraíamos y la usábamos. Todo ello muy laborioso y de poco volumen para la necesidad del momento. Construimos detrás de la casa debajo del piso de piedra que allí está, una pileta de unos 40 metros cúbicos con una antesala para trabajar. Esta nueva construcción, toda de hormigón armado, contaba además, con otra pileta por debajo del nivel de su piso con un motor que oficiaba de mezclador y de impulsor de los jarabes hacia la bodega. Por supuesto una gran entrada de agua y dos extractores para renovar permanentemente el aire. Para acceder a la antesala de este sistema se construyó un túnel, que pasando por debajo de los cimientos, (del actual CCZ 18) la une con la cámara anteriormente mencionada. Ambos respiraderos están actualmente obturados. El tanque abastecedor de agua aún permanece. El azúcar se guardaba en ambas cavidades y se iba utilizando a medida que se necesitaba. Era muy fácil trabajar. En la pileta que está debajo del piso del sistema, se volcaba el azúcar, se mezclaba con agua, en circuito cerrado se disolvía, y luego el mismo motor lo enviaba a los lagares por una cañería previamente diseñada a tales efectos. Una vez se dio que estando en plena tarea, llegan "ellos". Nosotros abajo. Sabíamos que si el suministro eléctrico se interrumpía era porque había "visita". ¡ Y así fue! De golpe oscuridad total, todo se apaga, motor, luz, ventiladores. ¡No hay que hablar! Están arriba nuestro, no hay que moverse, cualquier ruidito, una llave que caiga, se puede oír por los respiraderos y es el fin. Sólo se oía alguna gota que caía y para nosotros sonaba como un martinete en una factoría. Lo que no podíamos silenciar era el corazón en nuestro pecho, parecía que iba a estallar. En la más absoluta oscuridad era lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados y yo sin saber cómo, vivía una película en la cual escuchaba pasos apresurados, órdenes dadas por voces rudas e ininteligibles y creía ver por la escalerilla de la primer cámara bajar lustrosas botas negras que venían en nuestra búsqueda. De pronto luz y el sonido de los extractores que recomienzan su monótona y necesaria marcha. Todo había pasado en treinta minutos que fueron siglos. La voz que nos llega: "se fueron…..todo bien". El cuerpo sudoroso reflejaba la luz que había vuelto, el trabajo sigue…….. No conocí instalaciones como ésta, en ninguna bodega. Yo creo que las hay. Nunca nadie lo mencionó al igual que yo, hasta el día de hoy. Aunque las haya no creo que se utilicen, ya no son necesarias. Tremendas inversiones enterradas, para nada. No puedo decir que haya sido un error desde el punto de vista netamente económico; en su momento fueron útiles. Creo que no corresponde aquí realizar este tipo de análisis, sí corresponde contarlo para ser fieles ahora al rescate de la memoria. Eso sucedió y creo debe saberse. El análisis y el juicio corren por cuenta de cada uno de ustedes. Se nos está haciendo largo el tema de las bodegas. Tengo un profundo respeto por todas las familias de bodegueros de mi época y de la actual, aunque ahora no tengo contacto con el tema. Lo que les conté así era. Todos más o menos, andábamos en la misma. Ya les dije que se agregaba agua y azúcar, y ello traía complicaciones administrativas que nos incluía en el rubro de los contrabandistas. Hasta ahí, todo bien, según como se mire. No olvidar que los que hacen vino en su casa también hacen la "vineta" (4) y no eluden al fisco porque no están inscriptos.

Había inescrupulosos que usaban sustancias tóxicas

Por aquí podemos ir redondeando el encare del transporte y utilización del azúcar. Lo que les voy a contar ahora es otro aspecto del cual claramente tomamos distancia. Hubo también industriales inescrupulosos que en el afán de ganar dinero adulteraban el vino agregándole productos que eran nocivos para la salud del consumidor. En aquel tiempo el análisis básico que hacía la oficina controladora, era grado alcohólico, acidez volátil (tendencia a avinagrarse) y extracto seco, que es el residuo sólido que queda al evaporar un litro de vino. Tenía que ser diecisiete gramos o más, para los tintos y trece gramos o más, para los blancos. Si se producía el agregado de agua el extracto se diluía y caía por debajo de lo que la ley exigía, con el consiguiente decomiso y multa. Hubo un buen señor que para que los análisis de sus vinos, "dieran bien" les agregaba un producto perjudicial para la salud que se llama Urea, (se usa para abonar la tierra). Esta sustancia aumentaba el residuo seco y al hacer el análisis daba bien. Claro, porque esa sustancia no se buscaba como tal, y por lo tanto el extracto llegaba a lo que la ley pedía, y no se buscaba porque no había antecedentes en ese sentido, y porque a nadie se le ocurría esa posibilidad. Pero cómo decía mi padre, "no hay enemigo chico" un día es denunciado por un trabajado y a partir de eso, llega la investigación, los controles y cierre de lo que en ese momento era la bodega más grande del Uruguay. Su vínculo con destacados políticos del momento, no le salvó a este gran comerciante, de terminar como terminó. Ahora me gustaría hacerles una aclaración. Si alguna vez escucharon decir que al vino se le agrega hígados en descomposición eso es el más reverendo disparate, lo mismo si alguna vez escucharon decir que se hacía vino con kerosene, absolutamente descabellado. Pero si escucharon que se le agregaba sangre eso sí es cierto, muy cierto. A aquellos vinos que llegado mayo no terminaron de clarificarse, se les puede agregar sangre de vacunos recién recolectada cuanto más caliente mejor; una vez mezclados se deja reposar y al precipitar la albúmina va arrastrando todas las partículas en suspensión, quedando más brillante con tonos y reflejos mejores que si hubiera pasado por el más moderno filtro. Lo malo de este método es que el porcentaje de desperdicio es elevado. Continuando con nuestro tema, dentro de lo que consideramos delincuencia a gran escala debemos recordar el manejo de las estampillas. En otra nota les dije la razón por la cual eran necesarias. Cuando repartíamos veíamos en los diferentes clientes, que alguna firma de gran porte tenía en sus damajuanas las estampillas tan pegadas que parecían nacidas en el lugar (como la ley manda). Entonces uno se preguntaba: ¿cómo hacen? La respuesta es muy sencilla: ¡conseguían estampillas falsas! Había dos mecanismos. Uno era en la propia Imprenta Nacional duplicando planchas con el mismo número. El cambio de las estampillas por dinero se hacía en un huequito que tenía el ombú que está en Cuareim y Agraciada; (esta historia nos la contó un viejo bodeguero que nos prestaba su capacidad para depositar nuestros excedentes. Durante la noche, mientras las bombas cargaban los camiones, nos deleitábamos escuchando sus relatos.)Otro mecanismo era imprimirlas en Buenos Aires (clandestino) con un papel similar al que se usaba en Uruguay. Nunca me enteré que "agarraran" a alguien por este tema. También había otras ofertas: Glucosa, glicerina, ácido tartárico, ácido cítrico, ácido sulfúrico, carbón desodorante, carbón decolorante, bentonita, sorbato de potasio, alcohol brasilero, pasta para filtros, meta bisulfito, anhídrido sulfuroso, sacarina, etc. Algunos productos legalmente permitidos, otros no tanto.

Jugando con la muerte

A esta altura de los relatos, deben tener una idea más o menos clara de lo que era la explotación del rubro vitivinícola en aquellos años. Se habrán dado cuenta que llevar un establecimiento adelante no era nada fácil, y que para poder hacerlo, había que tener una gran capacidad de trabajo, un físico que acompañara, mucho coraje, y a veces también un elevado grado de inconsciencia. Digo esto último, porque muchas veces arriesgábamos la empresa, arriesgábamos nuestro vínculo con la ley, y lo peor de todo: ¡¡arriesgábamos nuestra vida!! Les cuento: no era un juego, era el trabajo y alguien lo tenía que hacer. Era de mucho riesgo y sabíamos que cualquier error costaba la vida. ¿Qué era? Una vez descubado el vino nuevo, dentro del lagar queda el mosto, que hay que sacar para prensar y mandar a la destilería. Las piletas tienen arriba la tapa y abajo la puerta. Esta mide cuarenta centímetros de alto, pero el orujo en el interior llega al metro y medio, por lo tanto no se puede entrar por ella. Se colocaba por la tapa una escalera apoyada en la superficie del orujo, y desde allí se comenzaba a escarbar hasta llegar a la puerta y liberarla. Un trabajo sucio, pesado y también sencillo…¡¡ Si hubiera aire!! Pero lo que había era anhídrido carbónico, fruto de la fermentación, y no se podía respirar en ese lugar al cual había que bajar con una horquilla en una mano, y en la otra, una manguera conectada al exterior, que aplicábamos a la boca para tener oxígeno. Por supuesto que descalzos y en short. Al menor resbalón, a la menor descoordinación en la inspiración del aire de la manguera nos entraba el mortífero gas en los pulmones con la inmediata pérdida de conocimiento y muerte. Muerte sí, porque nadie podía bajar a ayudar (con una sola mano) al caído, pues ello le significaba también la muerte al socorrista. Era una situación de altísimo riesgo; la hicimos tantas veces, que hoy y siempre, agradecemos estar vivos. En todas las vendimias escuchábamos por la radio o nos enterábamos de la muerte de dos o tres trabajadores en diferentes lugares. En lo personal nos tocó vivir esa triste experiencia con la muerte de dos trabajadores en el mismo momento, y no fueron cuatro gracias a la oportunísima acción de un vecino, (Roberto Santos) que retiró la puerta de la pileta en cuestión, permitiendo de esa manera la entrada de aire y el retiro de los cuerpos. A esta altura, ya no digo "queridos amigos" porque estarán odiándome, voy a decir sufridos lectores. Más o menos les hice un bosquejo de lo que era la industria en aquellos años; les conté algunas anécdotas y les di algunos datos, siempre tratando de ser fiel al espíritu que nos anima en el Rescate de la Memoria. Vamos a terminar este artículo que por lejos resultó el más extenso, contándoles cómo evolucionó el sector y el sentimiento actual frente a todo lo vivido.

 Los tiempos cambiaron

Esta industria tal como se las conté "ya fue". Ya no hay vitivinicultores que después de esperar un año para cosechar, esperen otro año para cobrar, y a precios que a veces no pagan ni la recolección. Ahora hay establecimientos vitivinícolas, o sea que plantan, cosechan y muelen todo en la misma empresa, acortando la cadena productiva y aumentando la escala. Hoy hay menos empresas, pero significativamente más grandes y con un alto nivel de tecnificación comparado con lo que nosotros hacíamos casi artesanalmente. Ya no es necesario agregar agua, (ni otros productos) porque la relación costo/beneficio/ riesgo ha variado sustancialmente. En la actualidad los controles son serios y eficientes. Hay aparatos que directamente detectan si los mostos sufrieron el agregado de agua, y por supuesto de otros productos. Todo ello ha mejorado la calidad de los vinos y nos ha dado una industria seria y creíble. ¿Y el sentimiento? Como siempre digo: se siente, no se razona. Como se habrán dado cuenta, tengo un profundo amor y ello incluye el respeto, por la granja y la industria vitivinícola. Nací y me crié en ella, siendo partícipe de la misma en momentos muy difíciles, en los cuales para subsistir había que estar al borde de la legalidad y por qué no, a veces fuera de la misma. De todos modos, como en la vida: ¡lindo haberlo vivido, para poderlo contar! Rómulo Guerrini Aclaración de nota: (1) mosto: "Caldo" de la uva recién molida (2) lagares: Recipiente utilizado para fermentación y conservación de los vinos. (3) remontando: Procedimiento utilizado para refrescar y oxigenar el mosto durante la fermentación. (4) vineta: Vino resultante de la fermentación de agua y azúcar sobre mostos calientes.

 

De la diligencia al ómnibus y de la Línea “E” al 132

 

Hoy, para nosotros es muy común ver la cotidianeidad de nuestra zona con ómnibus que van y vienen, con líneas que pasan, otras que llegan y se van, otras locales, etc. Vemos una Terminal que “bulle” de gente y de funcionarios. Vemos la parada de Luis Batlle Berres y Tomkinson repleta de usuarios, esperando la unidad que les convenga. Nuevo sistema de pago, boletos combinados, libres, nocturnos, etc. Todo ésto lo vemos dentro de una rutina que forma parte de nuestra vida y con la cual convivimos, pero… ¿Fue siempre así? No. ¿Y cómo era? ¿Y cómo comenzó? Hasta donde podamos, trataremos de recrear con la ayuda de nuestra memoria y con la información que nos transmitieron nuestros mayores, cómo comenzó y evolucionó a lo que hoy es, el transporte en nuestra zona.

Imposible hablar de ello sin dar una idea general sobre lo que el concepto implica. Hasta tendríamos que mencionar algo sobre la rueda. ¿Se imaginan algún transporte que no utilice la rueda?  Sí, los peces y los pájaros. ¿Complicado verdad? Pero hay otros: caballos, asnos, bueyes, vacas, camellos, elefantes; nobles bestias que nos han transportado y lo siguen haciendo en muchas partes del mundo. También en un tronco escavado, en una canoa o en un bote a remos, nos transportamos sin usar la bendita rueda. Y nos olvidamos de lo primero que nos transportó, que nos lo regaló, la madre naturaleza, y que sigue siendo el más eficiente medio  que poseemos; siempre está disponible, consume poco combustible, es un todo terreno y requiere poco mantenimiento (agua y jabón a veces); si señores, ese medio de transportes son nuestros pies. Los tenemos, los usamos, poco los valoramos, salvo cuando duelen. A veces los destratamos cargándolos con más kilos que los que naturalmente tendrían que soportar. Por la tierra, con animales o a pie, y por el agua, a nado o en troncos, esos fueron sus inicios. Mucho demoraríamos antes de usar el aire para desplazarnos.

Hemos mencionado la rueda, elemento básico que marcó un antes y un después en la evolución del transporte, y con ello en la evolución de la humanidad.

Podemos definirla como una máquina elemental, de forma circular, destinada a girar sobre un eje. No vamos a extendernos ni en su historia, ni en las infinitas aplicaciones que el hombre le ha dado, pero no se podía omitir mencionarla en el espíritu de este relato.

Tampoco podemos dejar de definir al transporte, como la acción de trasladarse o de llevar algo de un lugar a otro. Grande es la tentación de referirnos al transporte terrestre, al marítimo, a su evolución desde sus inicios a lo que hoy son, pero debemos reconocer que no es lo que nos ocupa y nos remitiremos a lo que está vinculado con nuestra zona.

Por supuesto que aquí también lo del pie es cierto, lo de los animales también, primero en su lomo, luego en rastras, luego en sencillos carros. Nada más cierto que aquello de que, la Patria se hizo a caballo.

Durante todo el siglo XIX la tracción a sangre, fue el único modo utilizado para el traslado y la carga. En 1878 a propósito de la instalación del matadero para el abasto de Montevideo en la Barra del Santa Lucía, se construye el llamado Ferrocarril del Norte, cuyo trazado iba desde donde hoy se halla el Palacio de la Luz, hasta el actual Santiago Vázquez. Eran trenes mixtos que llevaban vagones de carga y pasajeros. Funcionó hasta 1926 en que fue sustituído por un  tranvía eléctrico llamado “La E”.

Como vamos a hablar del transporte colectivo, es que comenzaremos con las carretas, siguiendo con diligencias, Ferrocarril del Norte, “la E”, y por último los ómnibus del transporte colectivo, precursores del sistema metropolitano actual.

 

“Don Benito” era el cochero de la zona

 

El eje del desplazamiento era desde Paso Molino a la Barra del Santa Lucía, y de ese eje  se desprendían otros recorridos hasta el Rincón del Cerro.

A principios del siglo XIX por supuesto el camino era un trillo sin obras de arte que lo mejoraran, circulaban por él las lentas carretas con pasajeros y mercaderías. Poco a poco el trillo iba mejorando y en la segunda mitad del siglo aparecen las diligencias. En vez de bueyes, caballos; líneas más elegantes y livianas, cierto confort para proteger del agua, el viento y el polvo. Como los habitantes eran pocos, todos se conocían y el cochero era uno más de la familia. No sólo se ocupaba de llevar a las personas, sino que también llevaba documentos, dinero, encomiendas, en fin, era como el mandadero de la familia.

En esta línea de Santiago Vázquez al Paso del Molino, se destacó un inmigrante español llamado Don Benito (mi madre lo conoció y me contaba lo que hoy les transmito). Este servicio se mantuvo hasta que comenzaron a aparecer los primeros ómnibus, que hacían el mismo recorrido. Inicialmente éstos eran denominados con letras y posteriormente cuando se funda la empresa C.U.T.C.S.A reciben números. Don Benito siguió con lo que era su vocación y se integró a la nueva modalidad trabajando en la línea 132 (La Barra-Juncal).

Como siempre pasa en todos los temas, los intereses económicos fueron marcando los caminos. A partir de 1906 se inauguran las líneas de tranvías eléctricos, lo que lleva a la rápida desaparición de los tranvías “de caballitos”. En 1918 el municipio intenta instalar líneas de ómnibus que a los pocos meses fracasaron. En 1926 son particulares los que obtienen permisos de explotación de líneas, iniciando así la historia del transporte colectivo de Montevideo.

Como los tranvías se identificaban con números, las empresas extranjeras presionaron a las autoridades para que los ómnibus no los tuvieran y por esa razón las diferentes líneas que iban surgiendo se identificaban con letras. Poco a poco las calles fueron mejorando, los vehículos y número de pasajeros también, situación que le iba quitando clientela a las empresas tranviarias.

En 1937 en medio de fuertes pujas entre el gobierno, los capitales extranjeros y las incipientes empresas de ómnibus, en una larga y multitudinaria asamblea nace lo que hoy sigue siendo la empresa C.U.T.C.S.A.

A partir de entonces se logra unificar y coordinar todos los servicios y ahora sí con número. Las primeras líneas en nuestra zona fueron el mencionado 132, el 127 de la Barra a la Aduana, el 134 que circulaba por Camino Manuel Flores a Rincón del Cerro, y el 135 también al Rincón del Cerro pero por O´Higgins. Estos dos últimos, destino Ciudadela. También había una línea 1M de la empresa CITA con destino Playa Pascual.

 

¿Quiénes eran los empleados?

 

Como ya mencionamos, las mismas personas que tenían las líneas particulares, luego siguieron con los mismos recorridos, pero dentro de la nueva empresa C.U.T.C.S.A.

Los nuevos transportistas, eran también vecinos que en forma similar a lo que hacía Benito, saludaban a los pasajeros, esperaban a los que venían corriendo, incluso a veces, si no estaban en la parada los que asiduamente tomaban el ómnibus a esa hora, se les tocaba bocina para que se apuraran. Si por alguna razón iba un niño solo, éste viajaba al cuidado del guarda o del conductor como si fuera un familiar. Recuerdo a los vecinos, Rodolfo Rodríguez, los hermanos Héctor y Félix Cimacci, a "El Coco” Ghidone, a Rómulo Peirano, alguno de los propulsores de Cuctsa.

 

¿Cómo evolucionaron las líneas?

 

A los recorridos iniciales, se les fueron sumando otros a medida que el número de pasajeros iba en aumento. Cuando se hizo el hormigonado de las calles B y A (hoy Pto. Juan Ortiz y Cosme Agullo) y Camino Cibils, de Tomkinson a Luis Batlle Berres, queda un explanada en Cibils y Tomkinson que fue usada por un tiempo como terminal de una nueva línea (el 134 rojo). Un nuevo servicio que luego se trasladó a la explanada de Luis Batlle Berres y Tomkinson donde funcionaba un tablado y estuvo la enramada de Don Domingo Torres.

Poco a poco se fueron aumentando los servicios, apareció la línea 93 (microbuses de Amdet),  la línea 95  y la 12 también de Amdet, esta última iba desde Paso de la Arena a la curva de Tabárez. (Paraba en Turquía y Carlos María Ramírez) siendo el primer servicio que circuló por camino Cibils.

Posteriormente otras empresas se sumaron y coordinaron servicios, así, poco a poco se fue llegando a lo que hoy tenemos.

 

¿Cómo eran los ómnibus?

 

Lo clásico de los ómnibus era la carrocería de madera, con la abertura trasera sin puerta y la dirección a la derecha, pues hasta 1945 se circuló por la izquierda. La mayoría de las unidades eran de procedencia inglesa, marcas: “Leyland” o “Aclo”. Llevaban en su interior el clásico cartelito, “Sentados 30 Parados 10”. Al caer la noche encendían las luces interiores que alumbraban cuando el motor aceleraba, y perdían intensidad al disminuir las revoluciones por minuto, entonces durante todo el viaje pasábamos de la luz a la penumbra continuamente.

Recordamos algunos coches, como los números 241 y el 242, que eran los clásicos de las líneas 134 y 135, siendo ellos los que inauguraron la mencionada terminal transitoria de Cibils y Tomkinson. El 204 y el 234, exóticos “Bussing Nag” alemanes. El 237, generalmente en la línea del 132. El 620, “Leyland grande” que producía un sonido especial en su caño de escape, que lo diferenciaba del resto de las unidades. En algunos ómnibus cuando llovía, varios asientos no se ocupaban, pues en esos lugares caía más agua adentro que afuera. Al final aparecieron los ómnibus cerrados, como los que ahora tenemos, recordando al largo 235 y al “raro” 240, cuyas ventanas corredizas no ajustaban correctamente produciendo un ensordecedor ruido a lo largo de todo el trayecto.

Nunca llegaron aquí pero hubo y circularon por nuestra principal avenida otros “Bussing Nag”,  en los cuales en la parte delantera a un lado del motor iba el conductor y del otro lado había un asiento de “bobos” en el cual se viajaba mirando al conductor desde un costado.

 

¿Cómo se viajaba?

 

El viaje podía ser un evento social o una aventura. En cuanto a lo primero, así era, pues subían siempre las mismas personas. Cuando el ómnibus era grande (caimán) los más altos mirábamos a lo largo del pasillo, viendo  siempre las mismas cabezas casi en el mismo lugar de todos los días, manteniendo el orden en que se subía en las paradas previas.  Si nos tocaba uno de los viejos, (la mayoría de las veces) la cosa era diferente y allí sí, que había que ser acróbata y arriesgado. Resulta que cuando no había más lugar, los pasajeros nos colgábamos de donde podíamos; había que conseguir en el escalón un espacio de 10 centímetros para apoyar un pie, y en él pasamanos, un espacio similar para aferrarse. Viajábamos con un pie en el estribo y el otro colgando, con una mano agarrada y en la otra los libros. Constituíamos un verdadero racimo humano del cual participábamos.

Si el conductor no era experiente, corríamos el riesgo que pasara muy cerca de otro vehículo dándonos contra él, y así sucedió un día. Por suerte iba despacio porque recién había iniciado la marcha, no guardó la suficiente distancia y uno de los muchachos que iba colgado con nosotros, golpea reiteradas veces contra la caja de un camión estacionado. Se suelta, cayendo al pavimento. Varios hombres lo agarran y lo llevan a una farmacia cercana. El ómnibus siguió su recorrido como si nada hubiera pasado. En algunas unidades cuando iban con “el racimo”, la rueda de ese lado tocaba la carrocería y al girar rozaba calentándose y echando gran cantidad de humo dentro y fuera del vehículo. Los que íbamos colgados recibíamos todo ese humo directamente impregnándose la ropa de tal modo, que al llegar a casa recibíamos el rezongo de nuestra madre por haber viajado colgados. En realidad era la única forma de hacerlo. A la ida cuando llegábamos a Camino de las Tropas, había que esperar que pasara el ganado. Eso era bueno para descansar el brazo y la pierna. Teníamos nuestros códigos, y todos respetábamos el pedacito de estribo que a cada uno le correspondía.

Viajar así para nosotros, no vayan a creer que era sacrificio; al contrario, nos gustaba, nos sentíamos hombres y además cómo íbamos colgados, no pagábamos boleto, (no había boleto de estudiante). Sucedía que al llegar a Agraciada y Castro, la cosa se aliviaba y el guarda nos decía "dale entrá”, es allí que nos bajábamos e íbamos corriendo hasta el liceo.

Para volver, parecida historia. Cuando no paraba, (la mayoría de las veces) comenzábamos a correrlo porque había gran chance que las barreras de Agraciada lo detuvieran. Una vez alcanzado, conseguíamos el pedacito de escalón para apoyar el pie.

Así viajábamos y todo estaba bien.

Intenté a vuelo de pájaro, hacerles una reseña de cómo se gestó y evolucionó el transporte en nuestra zona.

Seguiremos viajando, no colgados del 127, sí prendidos a la ilusión de estar cada vez más cerca de ustedes, queridos lectores.

                                                                                                                               Rómulo Guerrini.

 

Bodegas   (IV)

La vendimia se vivía en cada lugar

de trabajo como una gran fiesta

 

Hemos visto diferentes enfoques sobre la actividad en las bodegas promediando el siglo pasado. Hoy nos ocuparemos de la vendimia, de la relación con los viticultores (los que plantaban la uva),con los vinicultores (los que elaboraban el vino) y con los vitivinicultores que (elaboraban vino y a su vez tenían también viñedo). En el marco de una nota sobre bodegas la vendimia merece un espacio aparte. ¿Por qué? Porque ella en sí es una institución. Porque en ella se conjugan esfuerzos, sentimientos, tradiciones, angustias, expectativas, y también alegrías. Por un lado está el viticultor que cuidó su fruto, que lo pensó y lo trabajó todo el año, (podar, desbrotar, curar, descalzar) mirando todos los días el cielo. El viento que vuelca las filas, una manga de granizo que liquida el trabajo de todo el año en cinco minutos, que si llueve mucho antes de la cosecha, la uva se hincha y queda con poco azúcar, que el barro, que los cortadores, etc. Condenado tomador de precios. Por otro lado está el vinicultor que tiene que estar preparado para la avalancha de uva. Que todos quieren entregar ¡ya! Que todos lo antes posible (está más segura en el lagar que en la viña),que las diferentes variedades, que las máquinas no fallen, etc. En fin, intereses comunes, y también opuestos, que había que conjugar en pocos días dando solución al esfuerzo familiar y empresarial de doce meses. Todo era además de lo laboral, un acontecimiento social. Más allá de la "Fiesta", con la correspondiente elección de reina. La fiesta se vivía en cada lugar de trabajo. Todos nos conocíamos, pero el hecho de reencontrarnos unidos en la misma tarea generaba un clima de convivencia y confraternidad, irrepetible fuera de ese ámbito. Cuando la cola de camiones se hacía muy larga, y como en cada uno de ellos venían por lo menos dos hombres, para aliviar la espera se formaban grupos. Naipes, pelota, o ayudar al que venía solo, era lo habitual. En la bodega, atender las máquinas, arreglar los desperfectos eléctricos, distribuir la entrada de uva por variedad y por calidad, las mujeres pesando y haciendo los vales, en el laboratorio analizar los mostos para decidir mezclas y agregado de azúcar. En plena tarea un corte de energía eléctrica, o la rotura de una máquina era realmente un problema. Se paralizaba todo y enseguida los que estaban en la cola venían a preguntar:¿Qué pasó? ¿Cuánto demora? A veces podíamos nosotros arreglar, a veces había que soldar bronce y dependíamos de que viniera un mecánico especializado en el tema. Era conocido y muy buena persona, pero en ese momento estaba requerido de varias bodegas a la vez, lo que generaba la consiguiente demora y todo lo demás… A veces quedaban camiones para descargar al otro día, en ese caso se comenzaba antes de la hora habitual. Siempre se trataba de comprender a todos, y todos así lo sentían. Si había urgencia en la utilización del camión se le bajaba la carga sin molerla en el momento, cosa que se hacía posteriormente pesando la uva ¡con o sin la presencia del viticultor! Nunca hubo un problema. Por las noches no se molía, se trasegaba, se descubaba, se remontaba, se batuqueaba, se lavaba, se acondicionaban las máquinas. Siempre había que disponer espacio para la molienda del siguiente día. Si llegaba algún camión, esperaba para el otro día.                                                                                                                                             Rómulo Guerrini

  

 

Bodegas   (lll)

 

En anterior nota sobre este tema, vimos cómo era en general, la distribución de tareas, quiénes trabajaban y cómo se trabajaba. Hoy incursionaremos sobre la planta física y sobre las distintas vocaciones, que pueden, en ese ámbito, encontrar su realización.

Se comenzaba con el rancho en el cual se afincaba el inmigrante, en medianería o comprándolo luego de combinar esfuerzo y ahorro (daba resultado). Allí trabajaba su tierra día y noche, sin otro almanaque que las fases de la luna, que guiaban sus cosechas. Poco a poco iba creciendo y luego los hijos le daban otro impulso, se hacía la nueva casa y el rancho quedaba como depósito. La bodeguita se iba transformando en bodega. A  medida que crecía se le iban agregando aleros, después paredes y después portones, y así en forma irregular, por supuesto sin ninguna habilitación, ni permiso, ni nada, (¿De qué estamos hablando?), al final nos encontramos con una superficie techada de mil o mil quinientos metros cuadrados en medio de un viñedo, funcionando como planta física de una empresa familiar productora de vinos.

Inicialmente para fermentación, conservación y hasta para distribución, sólo se usaban recipientes de madera. Los hubo de distintos tamaños y de diferentes procedencias. Los más pequeños en general eran importados pues venían con vino que una vez consumido, el envase se comercializaba  y era reutilizado. Los más grandes se fabricaban en Uruguay por artesanos especializados llamados toneleros. En la actualidad no conocemos ninguna persona que tenga ese oficio. En nuestra zona quiénes construían y reparaban esos envases eran los señores Plácido Do Reis y Elías Berretta (Popó). Según el tamaño se les llamaba pipas, cuarterolas, bordelesas, bocoyes, toneles y tinas. Los volúmenes iban desde los 100 a los 10 mil litros. Los mayores de 2000 litros contaban con puerta y tapa por las cuales podíamos introducirnos para lavarlos, curarlos, o quitar el orujo, si en ellos se había fermentado. Respecto a la forma de identificarlos debo decirles que no había opinión unánime; esto que les conté era la denominación habitual en nuestro país, en otras partes un mismo recipiente recibe distintos nombres  según donde haya sido construido. Podemos decir que todos eran barriles, definiendo al mismo como una vasija de diferentes tamaños y hechuras que sirve para guardar y transportar licores y otros géneros. En la Edad Media se hacían por lo común de maderas consideradas preciosas como ciprés, peral, abedul y arce, siendo solo estos materiales los que les  estaba  permitido emplear a los barrileros que formaban una corporación en Paris. Los hubo muy pequeños que provistos de una correa eran llevados colgados del hombro por los frailes para pedir la limosna (vino o aceite), los hubo de mesa montados sobre soportes de cobre o de plata, estando cerrados con un candado los destinados a los príncipes.  Podemos decir entonces que un tonel es una cuba grande en que se echa el vino. Su fabricación es un arte pues depende sobre todo del tonelero que lo hace. El ajuste de las duelas, fondo y aros que lo componen, es  sobre todo un arte, pues ajustar todas esas piezas y lograr que no se pierda una gota de su contenido no es tarea fácil. (Duela se le llama a cada una de las tablas curvas que forman las paredes del barril). De la construcción de estos recipientes se originó el dicho “a ojo de buen cubero” pues sólo los que manejaban ese oficio podían lograr los volúmenes deseados. Estos recipientes según el tamaño se acomodaban en filas dentro de los galpones, manteniendo la suficiente altura desde el piso para poder trabajar en la puerta del mismo, y distancia del  techo para poder también trabajar en la tapa, dando “batuque” con los palos en punta de cruz, antes que fueran sustituidos por los compresores.

Es interesante recordar que aquellos barriles se construían uniendo las duelas unas con otras en número de treinta y dos por recipiente. Las juntas se calafateaban con paja brava. Para que se mantuvieran apretadas, se usaban aros de metal que se ajustaban con una herramienta en forma de cuña llamada “chazo”.

La madera es muy linda, muy pintoresca, es cálida y le da sabor al vino estacionado, pero como inconveniente ocupa mucho lugar, hay que hacerle mantenimiento permanente, no puede quedar vacía mucho tiempo, y si un vino se enferma en un recipiente de madera para poder reutilizarlo lleva mucho trabajo. Por estas y otras muchas razones poco a poco y sobre todo en las décadas del 50 y del 60 fue siendo desplazada por el hormigón. Se vio que las piletas construidas con hormigón armado y revocadas con portland lustrado eran eficientes y competían en forma ventajosa con la madera. Tenían un alto costo inicial pero no necesitaban mantenimiento y a su vez servían como piso para agrandar el establecimiento. Quienes decidían la construcción de nuevos lagares ya preveían los volúmenes para hacer los trabajos, cortes, desborres, etc., haciendo por ejemplo baterías de 10 mil litros cada una, otras de 20 mil y otras de 40 mil que agregado a los toneles de 5 mil permitían un más fácil manejo de los volúmenes en el quehacer diario.

El tiempo con su costumbre de seguir pasando veía como algunas familias crecían en su emprendimiento y otras no. Naturalmente ello dependía de las circunstancias de cada grupo familiar. No era lo mismo a esos efectos contar con 3 o 4 hijos (peones baratos) que con hijas, (por más peones que trajeran) y tampoco era lo mismo no tener hijos y hacer todo con personal por más bueno que este fuera. Y así se fue dando que muchas familias construyeron su bodega estando hasta hoy algunas de ellas en el mercado y otras que fueron quedando por el camino.

Después del hormigón vinieron las piletas “redondas” que se construían a la intemperie y después vino el acero inoxidable, algo impensable en los inicios.

Cada cual construía y ampliaba de acuerdo a su leal saber y entender. Como hemos mencionado no existía permiso de construcción, habilitación municipal, bromatología, bomberos, UTE ni nada…… actualmente todo ha cambiado. Todo está normalizado y hay que tener las habilitaciones necesarias para cada actividad.

Podríamos seguir con las plantas físicas agregando detalles técnicos que aburrirían a la mayoría pero para terminar este aspecto debemos decir que aquella postal hoy cambió. La nueva foto nos muestra que el molino perdió algunas aspas o sencillamente no las tiene, que las paredes adquirieron el color del tiempo, que algunas cabreadas cayeron vencidas y que aquellos perfumados viñedos hoy son pujantes chircales. No obstante como resistiendo los embates del tiempo y de otros entornos, quedan en la zona cinco o seis emprendimientos a los cuales admiramos y les deseamos larga vida por el bien de ellos  y de todos.

Queridos amigos. ¿Aburridos? Para quienes esto vivieron no dije nada nuevo. Para otros, de repente les interesa conocer todo lo que hubo detrás de una botella para que ella llegara a la góndola.  No llegó allí por casualidad, para que eso sucediera hubo un largo proceso previo que muchas veces arrancó en la decisión tomada por alguien en Europa hace más de 100 años,  empujado por la fantasía de probar suerte en América.

 Creo que muchas veces la rutina y el apuro nos hacen pasar al lado de las cosas sin darles el verdadero valor que ellas tienen. ¿Y saben algo? ¿Quién puede con ese hecho? ¿Las cosas? ¡No! Los que tienen que poder somos nosotros, que vivimos y llegamos al momento final como autómatas sin haber apreciado para nuestro regocijo, cuanto valor intrínseco tienen acumulado, y que como las tenemos allí al alcance de la mano o a  cambio del vil metal, no las valoramos.

Pues bien, luego de esta pequeña digresión seguimos con nuestras bodegas.

Siempre admiré y admiro esa industria y en lo que me tocó vivir lo hice intensamente y fui feliz allí. Les comento por qué lo considero una actividad completa, perfecta y sana. Sin entrar en lo místico, el solo hecho que las mismas manos que labraron la tierra e implantaron la estaca, al final alcen la copa para brindar y beber esa sangre de Cristo en un gesto de amor y amistad, justifica todos los esfuerzos y nos llena de una sana alegría, en comunión con la naturaleza verdadera madre de todos nosotros. 

Con esto sería suficiente pero alguien puede pensar que “es muy volado” por lo tanto vamos a buscarle la parte práctica al tema. ¿Vieron aquello de “las vocaciones” y vieron aquello de “hacer lo que te guste”? Quien esté al frente de un establecimiento de granja y bodega no se va a sentir frustrado pues difícilmente no halle en ese entorno una actividad que lo gratifique. Es tan sencillo que sólo se explica. Quien tenga vocación por las tareas agrícolas puede especializarse y no tiene límite en la profundización del conocimiento. Si le gusta la administración tiene sobrada tarea en la correcta organización de la empresa en sus diferentes rubros y en sus vínculos con otras empresas, con la banca o el Estado. Si le gusta la química más que más, pues hoy por hoy para manejar una bodega hay que saber además de química, microbiología y hasta genética. ¡Qué lejos de lo que hacíamos!

No voy a detallar todos los rubros pero sí les mencionaré  algunos como ser, mecánico, electricista, carpintero, camionero, albañil, galponero, vendedor, etc., todo se puede. Desde estar trasegando borra o paleando escobajo hasta estar conversando con el gerente de un banco o con el profesor de biología. Múltiples posibilidades. ¿Quién no va a encontrar un lugar en un establecimiento de este tipo? ¿No les parece?

Queridos amigos: Llegados a este punto todos nos dimos cuenta que el tema “bodegas” iba a requerir más espacio.

Dos son las razones. Una es que realmente fue una actividad emblemática en nuestra zona que ocupó a muchas familias amigas, vecinas y conocidas.

Otra razón es mi vínculo con las mismas, que me permite poseer información que de otro modo no hubiera sido posible y que mucho me place poder a ustedes ofrecerla.

Seguimos rescatando la memoria, afianzando el vínculo entre La Prensa de la zona Oeste y sus apreciados lectores.

Nos vemos……..

Especial agradecimiento a la Sra. Rita Berretta, y al Sr. Dilermando Do Reis, con quienes compartí gratos momentos recordando el oficio de sus respectivos padres.

                                                                                                                                             Rómulo Guerrini

 

 

Las bodegas (ll)

 

El sacrificado pero reconfortante

trabajo de la familia vitivinicultora

 

Era común que los hijos varones siguieran con la profesión de los padres, y nosotros no escapamos a ello.

 

Los varones rápidamente se integraban al mundo laboral. Se terminaba la escuela, y ya se conseguía algún trabajito. Los que concurrimos al Liceo (obligado por mi madre) a su vez trabajábamos en la empresa familiar. Por supuesto que gratis, pero nada nos faltaba, y algún pesito los fines de semana a veces había, pero diciendo en qué se iba a utilizar. En esas circunstancias, poco a poco, insensiblemente, nos fuimos adueñando de la situación y con muy poca edad fuimos quedando al frente de la parte de bodega y nuestro padre ocupándose de la granja que era lo que realmente le gustaba. Mi hermano trabajó un tiempo en la empresa productora del refresco “Coca-Cola”, manejando aquellos Chevrolet “52” amarillos (¿se acuerdan?) como repartidor, lo que le dio mucha experiencia comercial. Después renunció y se dedicó a la empresa familiar. A mí me encantaba la mecánica y la electricidad, así que fui a estudiar a la U.T.U. central, también la química así que hice un curso de enólogo ¡por correspondencia! Con esa base de conocimientos, con una empresa familiar funcionando, y con una enorme capacidad de trabajo, mi hermano y yo nos largamos a la aventura.

Por supuesto que él trabajaba en la planta física, y por supuesto que yo repartía y acarreaba vino a granel, borras, orujos, etc., pero a lo largo de esa experiencia la idea era: de la tranquera para adentro me ocupo yo, y de la tranquera para afuera, se ocupa mi hermano. Yo recibía un cajón de uva y tenía que entregar una botella con vino etiquetada y de aceptable calidad. Todo lo vinculado con la calle no era mi tema. ¿Qué fácil verdad? Pero no tanto. A veces se daba una situación que hasta ahora cuando me acuerdo me viene “dolor de barriga” Resulta que el vino no me quedaba siempre igual, (múltiples razones) y ello generaba quejas de los clientes. Mi hermano naturalmente me las transmitía, pero además me decía: “andá a arreglar”. Eso sí que no me gustaba. Escuchar toda la perorata del comerciante, que luego de hacerte esperar media hora, en general arrancaba de mal modo y con un sinfín de quejas asociadas contra mí y contra el mundo: que las damajuanas no contienen los diez litros que paga (eso a veces era cierto, había damajuanas más chicas), que los canastos están rotos, que fulano me da más crédito, que hace borra, que raspa la garganta, que quema las tripas ,que me da diabetes, que mancha el piso, etc. ,etc.. Como siempre el infaltable  ”Aaah…,con tu padre era otra cosa”. De una forma u otra al final terminábamos en el clásico “saludos por tu casa” y…seguir en la lucha. Les puedo decir que no hubo muchos, pero el entripado me duraba meses.

Esto que les conté aquí ahora, es a propósito de la división de tareas. Ordenando un poco las ideas, les digo que estamos intentando rescatar de la memoria una etapa de nuestra historia ubicada medio siglo atrás, en la cual muchas familias tenían su granja y bodega, siendo parte del mercado o integrantes del rubro en ese momento. Hoy muy poco queda de aquello.

Hemos comentado el origen común de todas ellas, inmigrantes o hijos de inmigrantes. También cómo se va pasando la tradición y el trabajo de padres a hijos, y por último un modelo de funcionamiento cuando toma la posta la gente más joven. Les diría que sumado a las consideraciones iniciales sobre la ley y la moral, recién ahora estamos ubicados en el tema. Continuaremos abordando diferentes aspectos de ese quehacer, veremos quiénes trabajaban, cómo se trabajaba, la planta física, los vínculos con otras empresas, con los proveedores, los temas legales, también los no legales, problemas comerciales, la evolución, etc.

 

Quiénes trabajaban

 

En la familia todos. No se escapaba ni el gato. Hombres y mujeres, cada uno haciendo tareas acorde a su sexo y condición física. Las mujeres pegaban etiquetas, lavaban envases, recibían la uva, cuidaban las bombas (aparato que traslada el vino de un recipiente a otro), trabajos administrativos, por supuesto hacer la comida para la familia y para los peones cuyo salario incluía casa y comida. Los hombres toda la tarea pesada, acarreo de damajuanas, casilleros, máquinas, mangueras, filtros, etc. En invierno empujar camiones que no querían arrancar, coordinando la colocación de fuego o éter en la admisión, con la lingada o culatazo de otro camión. Además de los integrantes de la familia había empleados. Unos efectivos, fijos, inscriptos en la Seguridad Social, y otros que se integraban por pequeños períodos para hacer trabajos suplementarios como por ejemplo en la vendimia o en la construcción de algún galpón.       

 

Cómo se trabajaba

 

Para entender cómo se trabajaba, hagan abstracción de su entorno, cierren los ojos, e imaginen que están en otro planeta. Normalmente el día comenzaba a las siete de la mañana. El ruido de los portones que se abrían a esa hora marcaba el inicio de la jornada. Era como un estímulo al “¿Qué hay que hacer?”. Rápidamente distribución de tareas, y todos en movimiento. Algunos seguían trabajos iniciados el día anterior, otros a cargar el camión para el reparto, a preparar pedidos de último momento, las mujeres con las planillas y el teléfono. Todos tenían un solo objetivo: trabajar: lograr que todo se haga lo mejor posible. Era con alegría. Era un himno al trabajo que se entonaba todos los días. Cuando por fin se veía salir el camión cargado con su mercadería, era sentir la íntima satisfacción del deber cumplido. Una vez ido él, o los camiones, según el día, los que quedaban se ocupaban de las tareas propias de la bodega, mantenimiento, trasiegos, cortes, y por supuesto ir preparando la carga para el próximo día.

Algunos peones vivían en el mismo establecimiento, incluyendo en su salario como ya mencionamos, casa y comida. Eran en general inmigrantes centroeuropeos, venidos en el período de entreguerras. Solteros, se integraban a la familia como uno más de la misma. Se les daba las cuatro comidas diarias, en algunos casos compartían la mesa familiar, en otros se les servía en mesa aparte. Si la granja era grande, y estaban trabajando lejos, a las doce y a las dieciséis se tocaba una campana, para el almuerzo y el té. A las ocho y a las veinte ya se sentaban en la mesa aunque no fueran llamados. La anécdota es que había un niño que le gustaba más comer con ellos que en la mesa familiar, pues el churrasco con huevo frito, era más rico del plato de los peones que el servido por su madre. (En realidad era más rico, pues lo acompañaban con ese ají de la mala palabra, y lo blanqueaban en sal).

 

La alegría de hacer y ver la tarea cumplida

 

Entonces, se comenzaba a las siete, se terminaba…cuando el trabajo lo permitía. El sábado era un día normal, se trabajaba también de tarde. Los domingos se descansaba siempre y cuando no hubiera trabajos extras que realizar. Aguinaldo, vacacional, hora extra, no existía. Licencia sí existía, pero era como que no. Había distintas edades, y teníamos un grupo de cuatro “niños” (de dieciocho a veintiún años) que frente a una nueva tarea decíamos “¡supervelociclo!” todos a la vez, era nuestro grito de guerra, y con él acometíamos la tarea que fuera, hasta terminarla. La meta era derrotar la tarea. Ese era el desafío. No nos dábamos cuenta que a través de ese trabajar jugando, lo que estábamos haciendo era forjar caracteres de férrea voluntad, que tanto bien nos haría más adelante. Si intentamos resumir el “cómo se trabajaba”, podríamos decir que la que la meta era esa: trabajar.  

Contábamos con un “núcleo duro” como se dice ahora, fiel, correcto, capaz, y con ganas, con muchas ganas de hacer, porque en el fondo lo que se traducía era la alegría de vivir, la alegría de compartir, la alegría de hacer y ver la tarea cumplida. ¿Con gente como esa qué empresa no va a ser competitiva? Ahora pueden abrir los ojos. Gracias por compartir este paseo. Nos volvemos a la Tierra 2014.

 

Hemos comentado quiénes y cómo trabajaban. Ya que hemos vuelto a la Tierra, les voy a contar cómo eran las plantas físicas de las numerosas bodegas esparcidas por el área rural de Montevideo.

En otra oportunidad cuando hablábamos del paisaje de un lugar, diferenciábamos del creado por la naturaleza, el resultante de la actividad del hombre, y decíamos que ese paisaje reflejaba la cultura del lugar refiriéndome a costumbres, no a conocimientos. El Montevideo periférico se veía como una gran huerta con un muy alto porcentaje ocupado por viñedos, y entre ellos, como sembrados por una mágica mano, los techos que guarecían a quienes cultivaban esa tierra.

La postal mostraba viñedo, casa, galpón y molino a viento, clásica estampa de los años cuarenta y cincuenta. Vivimos el Rincón del Cerro, pero Melilla, Peñarol Viejo, Manga, todo era así.

¿Cómo se fueron construyendo? De a poco.

Como ya sucedió en la anterior entrega, por razones de espacio nos detendremos por aquí. Deseo que estos días pasen pronto para poder en el grato reencuentro, seguir contándole a la familia de “La Prensa de la Zona Oeste” lo que era “el mundo” de las bodegas medio siglo atrás.

                                                                                                             Rómulo Guerrini

 

 

 

AL RESCATE DE LA MEMORIA

 

LAS BODEGAS (I)

 

Queridos lectores: no sé si aburro o no con esta serie de notas vinculadas al quehacer del oeste montevideano, varias décadas atrás.  Me gusta hacerlo. Todo surgió a partir de una charla casual con nuestra redactora responsable Myriam Villasante a propósito de un evento en Santiago Vázquez (la Fiesta del Río) en la cual había que publicar algún comentario sobre el tranvía a la Barra. Ella, sabiendo mi afición por el medio ferroviario me lo pide. El artículo fue largo y su impresión necesitó más de una edición.  Por la información que tenía gustó, y entonces Myriam me dice: “¿por qué no escribís algo sobre Paso de la Arena?” Accedí, y siempre supervisado por ella fueron sucediéndose una serie de notas que se prolongó hasta el día de hoy. 

Hemos tocado diferentes temas, en algunos de los cuales yo era protagonista y en otros espectador. Varias veces conté con la invalorable colaboración de amigos sin la cual algunas notas no se hubieran hecho.

Después de publicadas siempre me llegaban de distintas personas, generalmente añosas, (¿por qué será?) críticas constructivas, también “cachadas” (y por qué no pusiste “aquello”…) y también nuevas y valiosas informaciones que guardamos para agregar en otro momento. O sea, se fue generando una muy interesante interrelación entre “LA PRENSA DE LA ZONA OESTE” y sus lectores.

El tema que hoy vamos a abordar es diametralmente diferente. No va a tener el “eco” habitual.   Más bien generará un “¡mirá vos!” de sorpresa y no sé si de estupor en algunas personas. Habrá unos  pocos lectores que dirán  “¡cuánta verdad en todo esto!”.

Me permitiré hacer el relato en primera persona porque aquí, sí fui protagonista,  porque además va a ser más fácil su comprensión, y porque al fin y al cabo son hechos reales que acontecieron aquí, en nuestra zona. Son parte de la historia, y como tales, merecen estar en “Al rescate de la memoria”.

Sé que están curiosos por saber cuál será el tema.

La historia es un devenir de acontecimientos, todos ligados unos con otros; el tiempo va pasando y ella, como una gran rueda gigante va avanzando, y a su paso va dejando huellas más o menos marcadas, que el propio tiempo intentará borrar.

Hechos, entornos, situaciones, contextos, generan conductas, que vistas en perspectiva, nos pueden parecer francamente inapropiadas pues las mismas, transcurren en el filo de la navaja entre la ilegalidad y la inmoralidad. Podemos preguntarnos qué es legal y qué es ilegal. También qué es moral y qué es inmoral. A primera vista la respuesta es muy clara y no parecería haber dos opiniones. Pero si a esas preguntas las pasamos por el cernidor del tiempo es probable que ya no exista  tanto acuerdo en las respuestas. Hechos hoy penados por las leyes escritas en el Parlamento, ayer no lo eran, y viceversa: hechos hoy aceptados en nuestra sociedad como “normales” horrorizarían a nuestros abuelos.

¿Y por qué este preámbulo? Ya se darán cuenta. ¿Y cuál es el tema? El mismo versa sobre la industria vitivinícola en nuestra zona en las décadas del 60’ y del 70’ período en el cual junto con mi hermano, estuvimos al frente de un emprendimiento comercial, familiar, en el ramo de granja y bodega.

 

Orígenes

 

Nuevamente aclaro, que la redacción en primera persona es para que se entienda mejor  y es una forma fácil de hacer el relato. Además en este caso, soy yo, pero represento lo que era la industria en ese momento. Lo que como bodeguero tenía que hacer, todos mis amigos bodegueros lo hacían. Cuento mí experiencia, para no dar otros nombres, pero de esta manera ustedes conocerán la industria vitivinícola de esa época.

No sé si lo saben, pero siempre digo que nací dentro de un repollo y me crie dentro de un barril. El haber nacido en un lugar periférico a Montevideo, en una zona en aquel momento netamente campesina,  crecí  y viví de lo producido por la madre tierra; me dieron una identificación con todo ese mundo que hasta hoy conservo en toda su plenitud.

No había mercado, mercadito, ni súper, ni híper, ni shopping, nada. A gatas un almacén de barrio, en este caso el  del gallego Ourens y doña Yuly, al  cual poco se le compraba. En la granja había fruta todo el año y verduras en abundancia, (lo que sobraba era para las vacas y los caballos). Por supuesto pollos, gallinas, patos y huevos, muchos huevos!.

Siempre manteca y queso; la leche que sobraba era para vender o para los perros. Frente a la puerta de la cocina no faltaban las especies: tomillo, orégano, romero, también cedrón, palma imperial, ajenjo y ruda. Si enero venía muy seco se regaba con el agua de un manantial que nunca se secó y que hasta hoy sigue potable. Insisto en que esta situación se repetía, por supuesto con matices, en todas las familias de nuestra zona que tenían una pequeña extensión de terreno  y un pozo manantial.  Se vivía de la tierra, se comercializaba lo que se podía, y allí se envejecía y se moría, como parte de un todo, como si fuéramos un árbol más.

Además de trabajar la granja muchas familias con la uva cosechada,  hacían vino para comercializar, y así fue como en determinado momento hubo una gran cantidad de bodegas denominadas, la mayoría de ellas con el apellido de la familia. Nuestro caso fue uno de ellos.

 

 600 bodegas inscriptas producían

120 millones de litros de vino por año

 

Les recuerdo que por esos años habían alrededor de 600 bodegas inscriptas y se registraba la producción de alrededor de 120 millones de litros de vino por año. Hoy el número de bodegas no llega a 200 y la producción está alrededor de 80 millones de litros anuales.

Mi abuelo, inmigrante italiano, llega a América a la República Argentina en 1882. En 1895 viene a vivir a Paso de la Arena, a la casa de la familia Schiaffino, quienes le dieron protección (techo y comida). En 1899 habiendo ya nacido mi padre, adquiere un solar de terreno en el llamado Camino del Cerro al Paso de la Arena (hoy Camino Cibils) frente a la chacra La Selva fundada por don Tomás Tomkinson. En ese lugar construye un rancho y se viene a vivir con toda su familia.  Allí crecen los hermanos, van a la vieja escuela y los varones comienzan a trabajar a los 10-12 años. Las mujeres por supuesto no trabajaban, ocupándose de las tareas domésticas y atendiendo a los hermanos menores, mientras esperaban el “príncipe azul”.

Mi señor padre aprende el oficio de mi abuelo (podador e injertador), trabaja en diferentes chacras, luego en el recién creado Frigorífico Nacional, y en 1930 ingresa como empleado en la granja y bodega del señor José Secchi situada a la altura de la Estación Llamas del Ferrocarril del Norte (hoy Cno. El Tapir y Eduardo Cayota). El salario incluía casa y comida. Aprende lo que es la elaboración y comercialización del vino y en 1935 contrae matrimonio con Rosa Antonia Ballabio y se instala como comerciante minorista (fraccionador) de vinos en el predio familiar de camino Cibils.  Previo a ello, con los ahorros de su trabajo en la granja Secchi había construido la que sería su casa, (actual edificio donde funciona el CCZ 18).

Mucho trabajo, mucho esfuerzo, va logrando formar su propia granja y bodega. De su matrimonio nacen 3 hijos. Matilde, doctora en Medicina hoy retirada gozando de su muy merecida jubilación y una preciosa familia. Jorge y quien esto escribe que fueron quienes, a partir de 1964 “tomaron la posta” dejada por don Rómulo y que serán de ahora en más los protagonistas de este relato.

Como es imposible publicar esta historia en una sola edición, preferimos suspender por aquí  y reencontrarnos en la próxima. Nos vemos.

            

                                                                                                                         Rómulo Guerrini

 

 

 

 

 

TELETIPOS,  CHANCHOS Y  BICICLETAS

¡Título de locos! ¿Qué tendrá que ver una cosa con otra? En principio nada;  a menos que me llegue por teletipo la noticia que vieron un chancho andando en bicicleta.

En la fantasía podría darse ese evento pero en la realidad que queremos transmitir, ello no será posible. Pero hay otras realidades que fueron y que son, y ello sí vale la pena saberse.

El teletipo es un aparato que transforma el estímulo de impulsos electromagnéticos en mensajes escritos, con caracteres tipográficos. O sea, es una herramienta que nos permite leer lo que alguien nos quiere decir desde algún punto remoto.

En cuanto a chancho a todos alguna vez nos dijeron “no seas chancho”, equivalente a sucio o desaseado.  Pero hoy en realidad lo que queremos es referirnos al chancho animal, o sea al cerdo, sabiendo que los machos son los verracos, las hembras las marranas y las crías los lechones.

Sobre la bicicleta sabemos que es un velocípedo de dos ruedas que por el efecto giroscópico de las mismas,  se mantiene vertical durante la marcha. Apareció en el siglo XIX y tomó su forma definitiva en los inicios del siglo XX.  Desde el punto de vista mecánico se considera la máquina más rentable, en  relación del trabajo realizado  sobre el consumo de energía.

Muy interesante todo esto, pero seguimos sin saber cómo está relacionada  una cosa con otra.

Hay un dicho: “qué tiene que ver tocino con velocidad”; también hay otro: “qué tiene que ver chorizo con bicicleta”;  ambas expresiones son utilizadas cuando queremos aludir a cosas que nadan tienen que ver entre sí.  Parece que estaríamos en esa situación. Pues no. Y ahora van a entender el porqué del título y el porqué de todo este relato. 

Lo único que les pido  es que olviden que estamos en el  2014, y recuerden que me acompañan en un paseo por el oeste montevideano en algún domingo de la década del 50.

Es muy fácil.  Vengan conmigo hasta la central de teletipos que hubo en nuestro barrio y  detengámonos en la puerta. No piensen. Sólo escuchen y miren.  Desde allí van a escuchar el incesante golpeteo de los tipos en el papel; van a escuchar el desgarrador chillido de uno, dos o tres chanchos que en ese momento en granjas cercanas  están siendo sacrificados; y por último van a escuchar y ver pasar frente a sus ojos,  una de las carreras de bicicletas tradicionales convocadas por el club de la zona.  

Sí, todo a la vez. Sí, así era. Sí, eso podía verse y de ello doy fe porque así lo viví.  Ahora, viendo otra vez el título ya nos parece más coherente, ¿verdad?.

En efecto, todos sonidos “escuchables” en el mismo momento; eso nos recuerda, una vez más,

sonidos que ya no están, sonidos que hoy, al evocarlos, sirven para que le pueda transmitir a Ud. querido lector, imágenes que recrean cómo se vivía en aquel tiempo.

Como en otra nota. ya  hemos hecho referencia a los teletipos, hoy les contaré algo de lo que era tradición, o sea las carneadas y las carreras de bicicletas. Tanto en un tema, como en el otro. nunca fuimos partícipes, sólo espectadores.

En cuanto a las bicicletas, los domingos por la mañana el silencioso Cibils se transformaba. Escuchábamos un frecuente sonido de motos, y ello nos anunciaba que “hoy hay carreras”.   Cuando ello sucedía corríamos hasta la tranquera y las veíamos pasar. Por el número de personas que se apiñaban al borde de la calle, sabíamos si ya había pasado o estaba por venir “el pelotón”. Como niños todo nos llamaba la atención. Aquellas motos con varias ruedas de bicicleta a cada lado del acompañante, con su marcha para nosotros majestuosa por el medio de la calle, era  un desfile que no queríamos perder. El grito de la gente dando estímulo al que venía escapado, la mezcla de gritos del público y  de los participantes en el “¡dale dale!” o “¡aguante!” o “¡cuidado cuidado!”, todo ello en un encandilante caleidoscopio de colores era, para nosotros  niños, una inolvidable fiesta.

No eran muy frecuentes y no se prolongaron por mucho tiempo, pero marcaron una época que más de uno recordará con justificada nostalgia.

El circuito tenía una extensión de 20 kilómetros y se recorría 4 veces en cada competencia. Comprendía camino Cibils, camino Tomkinson, camino Manuel Ma. Flores, Camino Sanguinetti, camino Pajas Blancas  y camino Sanfuentes, hasta Cibils.  En 1948 en una vivienda ubicada en  la esquina de camino Cibils y calle Costanera, frente al quiosco policial que allí hubo, nació el club Tomkinson encargado de promocionar y organizar tales eventos. Sus fundadores fueron los hermanos Romero (Tito y Aníbal) y los hermanos Scarzella (Luis y Carlos).

Varios clubes participaban de las carreras enviando a sus representantes. Uno de ellos era el Centro Melilla. uno de cuyos corredores falleció en un accidente durante una de las carreras al chocar contra la baranda del puente sobre la cañada Bellaca en camino Cibils. A partir de entonces el circuito pasó a llevar su nombre: Ramón Danieluk. 

Nuestro actual presidente, señor José Mujica, también participaba en esas competencias defendiendo los colores del club Universal de Canelones. Había diferentes categorías de corredores que iban desde novicio absoluto, hasta primera categoría.  Hubo una carrera llamada “la Intersocial” en la cual compitieron El Tomkinson y La Lira. En ella corrió nuestro recordado vecino y amigo Ricardo Vázquez, ganándola por más de 10 minutos. El club General Hornos organizaba una competencia llamada “Granjas del noroeste”. El recorrido de la misma comenzaba en Melilla y terminaba en la fortaleza del Cerro, utilizando para ello parte del circuito “Ramón Danieluk”.

 

El presidente Mujica  fue uno de los

que participó del ciclismo en la zona

 

Hubo otro club (Paso de la Arena) cuya base estaba inicialmente en la Estación de Servicio de la familia Otero ubicada en las actuales Luis Batlle Berres y Tomkinson. Por supuesto que uno de sus corredores era Carlos Alberto Otero,  a quien solíamos ver hasta no hace mucho  con su equipo y con algún compañero pedaleando con mucho entusiasmo. No olvidar que Carlos Alberto, tiene una afición muy  particular por el tema carreras, pues además fue en 1963 campeón nacional de automovilismo, habiendo también ocupado en varias oportunidades los primeros puestos en la categoría  “fuerza limitada”  con el coche preparado por su hermano Héctor. Los 1° de mayo de cada año se organizaba una bicicleteada (porque no era carrera)  que partía desde ese lugar y en la cual participaba todo el que así lo quisiera, ya que en realidad más que una competencia era un paseo barrial. Se recorría determinado circuito cercano y corto, y con la colaboración de los comercios de la zona se adquirían premios  que luego se sorteaban entre los concurrentes. Posteriormente, el Club Ciclista Paso de la Arena pasó a reunirse en el local del Club social y Deportivo Paso de la Arena, quién le cedió un espacio para esos fines.

Las competencias organizadas desde ese lugar se denominaban Leandro Noly, en homenaje a quien fue el ganador de la primera Vuelta Ciclista del Uruguay. Este señor una vez retirado de las carreras fue varias veces acompañante del destacado corredor Walter Moyano. Por último fue instructor en preparación de bicicletas de competencia, en el Velódromo Municipal.

En este club Paso de la Arena, militaron además de Carlos Alberto: Walter Tardáguila, Juan Vázquez, Mario Carlotto, José “Pepe” Sabbatini, y Do Reis. Las camisetas de este club ciclista, reflejando un hermoso sentimiento de confraternidad barrial, tenían los siguientes colores: amarillo, verde, blanco, rojo y azul. Sí, los colores de los Clubes Huracán y de Paso de la Arena juntos en una misma camiseta.  Pioneros, soñadores, hacedores de ideales que algún día se concretarán.

Como en todo lo humano, no faltan las anécdotas. En este caso ella se refiere al vínculo entre dos corredores: Do Reis y Mujica.  Cuando el primero iba a la casa del segundo a buscarlo para salir a andar en bicicleta doña Lucy, (la madre de Mujica) le decía invariablemente: “no está”, aunque él estuviera. Otra anécdota es que en la casa de venta y  reparación de bicicletas  de Luis Modesto Soler, donde trabajaba Do Reis se armó la primera  bicicleta con freno hidráulico en nuestro país. ¿Se imaginan?  ¡Una bicicleta con freno hidráulico!  Es como tener una moto con aire acondicionado… 

Por último y para terminar con los vehículos de dos ruedas, les cuento que por estos circuitos en los diferentes períodos fueron pasando destacadas figuras de renombre nacional  e internacional, tales como Luis Ángel de los Santos, Virgilio Pereira, Atilio Francois, Juan Ramón de Armas, Dante Sudatti y Aníbal Donato. Estos dos últimos defendían los colores de Peñarol, y se hicieron tan amigos del grupo organizador, que en ocasión de la enfermedad del padre de uno de los corredores donaron sangre para su restablecimiento, como la mejor muestra de afecto que en ese momento podía ofrecerse.

 

Chanchos y carneadas

 

Mencionados los teletipos y comentadas la carreras nos ocuparemos ahora de los chanchos y obviamente las carneadas.

En cuanto a este tema como ya mencioné también fui más espectador que protagonista. Todas las familias de una u otra manera, estaban vinculadas a la tradición de la carneada. Muchas de ellas descendientes de italianos o portugueses, con varias hectáreas de campo, tenían la infaltable bodega en la cual  elaboraban vino para el consumo o para la venta, y el infaltable chiquero en donde se criaban los cerdos para la carneada.  En la zona más urbanizada muchas viviendas que tenían un pedazo de tierra también estaban provistas del clásico lugar donde criar la chancha para la carneada y los chanchitos para el fin de año. La alimentación básica era con restos  de comida, y por supuesto se les compraba maíz, ración, etc. También las familias que  tenían  les daban frutos del suelo y verduras espigadas. En las conversaciones entre vecinos y parientes era común el tema: “fulano tiene una chancha que pesa tanto”, “sultana le regaló tal factura a mengano”, “la chancha de perengano era tan gorda que se le cayó del aparejo y salió corriendo con el puñal clavado…” etc.  Era tema común que la cultura imponía. Hoy ya nadie habla de las chanchas, más bien se habla de las “chanchadas”… Es como dice la canción: “cambia, todo cambia”.

En efecto, la carneada más allá del trabajo en sí, y más allá de lo económico, era un evento social.  Ya se sabía por supuesto quiénes  iban a concurrir y quiénes no, pues en general se seguía la tradición de años anteriores. Las familias y vecinos formaban todos una gran comunidad e, identificados en la meta, trabajaban con tesón para que no se desperdiciara nada de la pobre bestia pues, desde las orejas hasta el rabo, todo se aprovechaba. El grupo además de trabajar se divertía, siendo el pobre chancho motivo de la confluencia de todos, para también intercambiar noticias, cantar, comer y beber. Sí, beber, pero sobre todo al finalizar, como para festejar por la tarea cumplida. Es así que terminando el día había muchos “adobados” (chorizos y concurrentes).

El evento era tarea de mayores pero los niños ahí andábamos mezclados entre tanta gente aprendiendo a socializarnos y aprendiendo la tarea. Para el sacrificio había que tener en cuenta la luna y el mismo debía darse en los 3 o 4 primeros días de la luna nueva. A la bestia condenada no se le daba comida el día anterior para que las tripas estuvieran limpias.  La tarea empezaba temprano encendiendo el fuego para que el agua llegara a estar tan caliente  como “para pelar chanchos”. Había vecinos expertos en la tarea, quienes conocían todos los secretos de porcentajes de carnes, de calidad y cantidad de adobo, de sal, etc. Eran artesanos que sabían perfectamente preparar jamón, panceta, chorizos, morcillas, juntar también la grasa para después usarla en frituras, etc. Los chorizos se hacían de diferente calidad según la cantidad de carne de cerdo o de vaca que se les  agregaba. Esta gente experta eran en general personas mayores que gozaban del reconocimiento de la comunidad. Uno de ellos era un señor de apellido Salvático, buscado por todos por la calidad de su trabajo.

Una manera de sacrificar el animal era acostado. La filosa daga entraba entre las costillas en un rápido y certero puntazo que le partía el corazón. Había que juntar la mayor cantidad de sangre para hacer la mayor cantidad de morcillas. Lo que se obtenía iba a ser acondicionado para consumirse en las semanas y meses siguientes. Una parte ya era repartida entre los concurrentes, como para retribuir de alguna forma su colaboración. Al domingo siguiente se daba seguramente la situación inversa: quien había ofrecido era luego quien recibía por colaborar, esta vez en otra carneada.

Lo producido se acondicionaba en algún lugar de la casa ya previsto para ello. Lo primero que se podía comer eran las morcillas, luego los chorizos, y de los 30 días en adelante los salchichones. Los jamones eran primero tratados con sal y luego se dejaban asentar 1 o 2 meses. La panceta se ahumaba con humo de laurel. Una parte de los chorizos se conservaba en la misma grasa del animal: se hervían a los 10 o 12 días de la carneada,  se acomodaban en una lata de 20 litros de las que usaba el frigorífico Frigonal  y se cubrían con la grasa que se sacaba de los chicharrones.  El unto sin sal se hacía con una parte de la panza del cerdo que cubría las tripas y se conservaba colgado en un lugar fresco. Se usaba para curar enfermos de las vías respiratorias  aplicándolo sobre el pecho con un papel de estraza caliente. Es la misma parte que hoy se usa para hacer el hígado a la tela.

No quiero olvidar contarles que nunca faltaba un gracioso.  Una de las bromas que hacía consistía en agregar granos enteros de maíz al relleno de los chorizos, generando el correspondiente asco en quién los comía, al creer que las tripas no habían sido  adecuadamente lavadas. 

 Llegando a esta altura del tema creo que la parte “del chancho” por aquí se va terminando.

En lo social me falta agregar que, además de los vecinos y parientes, era frecuente que por la tarde viniera algún político vinculado  de una u otra manera  a la familia responsable de la faena.  En este caso adjuntamos una foto en la cual están presentes don Luis Moro, fundador de la empresa por todos conocida y don César Mayo Gutiérrez, destacado político de entonces que no necesita presentación. También concurría frecuentemente a estos eventos antes de acceder a la presidencia de la República, don Tomás Berretta.

Bueno, amigos, ahora sí. El título de teletipos, chanchos y bicicletas ya no suena tan incoherente.  Ahora sí entendemos por qué esas palabras estaban juntas. Fue un momento, fue un instante en la historia, pero coincidieron. Así yo lo vi y así se los conté.  

 

Nuestro especial agradecimiento a los señores Del Pino, Do Reis, y Otero, sin la colaboración de los cuales hubiera sido imposible la preparación de esta nota.

 

                                                                                                       Rómulo Guerrini

 

   

  

 

 

 


 

Últimos días de diciembre. No hay tiempo, no tengo

 

tiempo, no llego, no voy a poder…

Estas situaciones son las que dominan nuestras vidas en estos momentos.

El no tener tiempo para redactar una nota que por un lado me da mucho placer y por otro me compromete con ustedes, parece ser una incongruencia. Tal vez lo sea, pero así son las cosas. ¡Si se pudiera comprar tiempo! A veces vemos como alguien "lo tira" o lo desperdicia, y uno piensa ¡qué dolor!, ¡cuánto se podría hacer en ese tiempo perdido! El enojo de mi señora que me recrimina "haces las cosas apurado y no te van a quedar bien". Sin duda tiene razón. Al final no le hago caso y contando con su ayuda, "sale" una nota como ésta, que gustará o no, pero no tengo otra opción. Como suele decirse: "es lo que hay, valor".

Si miran el título solamente, nada van a entender. Si se toman el trabajo de leer hasta el final dirán: "¡mirá vos!".

Sí, esta nota va orientada hacia el recuerdo de otro de los sonidos que ya no están, que nos abandonó y que estoy seguro no va a volver. Asu vez intentamos recrear una vez más, cómo se vivía en estos lares, seis décadas atrás la relación entre familias, vecinos y amigos.En cuanto al sonido que nos abandonó está relacionado a una estación transmisora de ondas de radio que estuvo ubicada en la calle Tomkinson, esquina Manuel Flores. Lo de las vivencias se vincula a la historia de un niño que vivía en su casa con sus padres y hermanos, pero que a su vez tenía como referentes externos a la familia, por así decirlo, a dos personas amigas de su casa que en aquel momento tendrían veinte años. O sea, referentes de veinte años de edad…Sí, veinte años, y ya irradiaban seguridad, liderazgo, lo que ahora se llamaría buena onda, capacidad de trabajo, iniciativa, etc. Ese niño no se equivocó en sus referentes, pues fueron y son ejemplo de vida los dos.

Vamos a la historia

Todos hemos oído hablar de la palabra onda, de la palabra radio, y del concepto "onda corta". Se acuerdan de "…Cayó la flor al río, y los temblorosos círculos concéntricos…" (de nuestro Tabaré), pues bien esos círculos son las ondas, así se propagan. En lo que nos ocupa el generador de la onda, no es una flor que cae en el agua, es una carga eléctrica en movimiento que genera un campo electromagnético que sí, se propaga igual que las ondas en el agua. En cuanto a la palabra radio, no nos referimos ni al hueso de nuestro brazo, ni a la distancia del centro al borde de un círculo. Por extensión así se le llama a aparatos receptores de ondas electromagnéticas transformadas por ellos en sonidos. Radio viene del latín y quiere decir "rayo de luz".

El uso de las ondas electromagnéticas es infinito, de eso no sabemos y no es lo que nos ocupa. Dicho esto es más fácil entender lo que sigue. Hubo en la mencionada esquina, donde hoy funciona

una empresa de transportes, múltiples antenas para emitir ondas de radio. Yendo de Paso de la Arena hacia Pajas Blancas, llegando "allí´, a la izquierda se veía el espeso monte que quedaba de lo que fue la chacra La Selva, y a la derecha, pasando Flores veíamos un viñedo y en medio de él, múltiples columnas de madera, para nosotros muy altas, con riendas y a su vez con alambres que iban de una punta a la otra y que oficiaban de antenas. En medio del terreno había una precaria casilla con techo de fibrocemento, en la cual estaban instalados los aparatos transmisores. Estos eran cajas de metal tipo ropero, llenas de llaves, botones, luces, y agujas indicadoras, siempre con un zumbido de fondo, siempre mucho calor, y siempre con ese olor particular a la cosa eléctrica funcionando. .Imagínense ustedes la fascinación de un niño entrando a ese lugar en donde además, los operadores lo atendían y le hacían escuchar sonidos, y voces en otros idiomas que para él venían de un mundo fantástico, que sólo cabía en su imaginación.

¿Qué era y para qué servía todo eso? Era una planta transmisora de ondas de radio instalada por una empresa norteamericana de nombre Press Wireles, (para nosotros la "Presguay") que recibía y retransmitía ondas entre Estados Unidos y Europa ya que en aquel momento era difícil hacerlo directamente, por las circunstancias de la guerra y sus consecuencias. Había otra planta similar sólo receptora que estaba ubicada en Tomkinson y Sanfuentes en lo que fue la quinta del Sr. Segundo Carle.

En las Flores había una planta

transmisora de ondas de radio

instalada por una empresa

norteamericana

¿Cómo funcionaban? Durante la guerra esta empresa tenía instalado en el frente occidental un equipo transmisor móvil. Desde allí enviaba señales a Pajas Blancas, las que una vez captadas, se enviaban vía telefónica a la planta que hemos descripto y desde allí se reenviaban a distintas partes del mundo.

Desde el punto de vistas técnico al principio había un transmisor de 1 kilowatt para comunicarse con Nueva York. En 1952 y 53 la planta fue ampliada con nuevos transmisores de 2.5 kilowatts y otro de 10 kilowatts, que fue fabricado en Uruguay por la empresa CRUL. Este último, también se utilizaba para enviar noticias a Moscú a través de la agencia Tass.

¿Cuál era el negocio? Las noticias de primera mano enviadas desde el móvil eran vendidas a diferentes empresas periodísticas de nuestro país y agencias internacionales (UPI, Franc Press, United Press, ANSA). El auge de este sistema fue después de la guerra durante la llamada "guerra fría". Después al aparecer otros métodos de comunicación, poco a poco fue cediendo terreno

y al quedar obsoleto desapareció. El móvil que enviaba las señales desde Europa una vez terminado el conflicto, fue traído a Paso de la Arena y estuvo hasta el final, al lado de la casilla primitiva. Era un tráiler enorme de color gris con una escalerilla para subir y lleno de aparatos.

Un verdadero paraíso para cualquier niño.

A pesar del relativo poco tiempo que el servicio funcionó, también en él se produjeron cambios técnicos. Inicialmente un operador recibía las noticias en clave Morse y era el encargado de traducirlas. Hubo un señor de apellido Quiroga, que tenía tanta práctica que sin leer, sólo escuchando la emisión de la clave Morse iba escribiendo la noticia a medida que llegaba. La tecnología avanza y el Morse y don Quiroga quedan atrás (¿lo habrán echado?) ¡Aparecen los teletipos! Sí señores, eso es lo que les quería decir. ¡Teletipos en Paso de la Arena! Funcionaba día y noche. Una máquina de escribir, que escribía sola. ¡No puede ser!

Color oscuro casi negro, enorme, puesta en el piso, y de la altura de una persona. Lo fascinante era el ruido de los tipos contra el papel, era como si una persona muy diestra estuviera allí, invisible, en algún lado, apretando teclas. Aquel interminable rollo de papel que una vez escrito se adueñaba del piso, leer cientos de noticias, una tras otra, la misma a veces dicha de distintas maneras. Ver alguna de esas noticias en la noche o al otro día en los diarios de nuestro país. Todo un mundo de Gulliver, en el país de los gigantes.

Cerrando esta parte quiero decirles que ese, es otro de los sonidos que nos abandonaron. Nunca más ese teletipo (hoy chatarra fundida) volverá a transmitirnos su irregular golpeteo, mensajero de cosas que alguien dice y que otro alguien, quiere saber.Después vino la telefoto o radiofoto que en los diarios de nuestro país se utilizaba como gran novedad y abajo, en cada una de ellas en letra chiquita se podía leer Press Wireles.

Accidente laboral

Cada uno de los encargados del funcionamiento de la planta tuvo en algún momento un accidente laboral.

Uno de ellos por un malentendido recibió una descarga eléctrica, y nos cuenta que en ese momento, mientras no podía "desprenderse" pensaba en su madre y en cómo recibiría ella la noticia de su muerte. Ese pensamiento le dio tal fuerza que al final y sin saber cómo, con un supremo esfuerzo logra "despegarse". Hoy lo cuenta con los ojos tan vivaces como en aquellos veinte años, pero empañados por la emoción del recuerdo. El otro no tuvo riesgo de vida pero sí de lesión en la vista, al caer una pieza de metal entre dos polos de corriente y formarse un arco voltaico frente a sus ojos sin ninguna protección. A veces se cortaba el suministro de energía eléctrica.

Imagínense el problema; con velas aquello no funcionaba.

La empresa decide colocar un grupo electrógeno y así lo hace. Lo que pasó es que colocaron un enorme motor diesel pegado a la casilla y cuando se encendía nadie podía entender lo que el otro decía. Gracias al motor, las noticias volaban por el mundo, pero también gracias a él, allí dentro la comunicación era imposible.

Ya les conté lo del sonido que se fue.

Ahora brevemente la otra parte

Cuando uno es niño tiene sus referentes, que son como líderes que se imitan y de los cuales aprende. En la familia por supuesto los padres o algún hermano mayor cuando lo hay. Pero también fuera de la familia se buscan y se encuentran personas que lleven un liderazgo y que ese niño admira y sigue. Hoy los vemos con la camiseta de Messi o de Suárez y eso marca un vínculo.

En mi época queríamos ser Hobberg, porque le empató a Hungría, y eso es normal.

Les mencioné el tema del teletipo. Al frente de esa planta había dos muchachos muy jóvenes y que con todo lo dicho ustedes entenderán que para nosotros eran ídolos.

Los padres de ambos adquirieron solares rematados en 1932, de lo que fue la quinta de Tomkinson. Ellos más o menos de la misma edad y en el mismo barrio, se hicieron amigos. Inteligentes y sumamente ambiciosos en lo que es un proyecto de vida, vigente aún para ambos.

Con uno de ellos tuve más vínculo, pues venía a mi casa y se encargaba de arreglar todo lo concerniente a electricidad. Una vez habiendo comprado un auto "Ford 36" y me invita a ir de mi casa a la estación transmisora.

Llegando a la calle Tomkinson me dice: "¿querés manejar?". Por supuesto dije que sí y allí me acomodé con la dirección a la derecha y las delgadas piernas llegando al acelerador. Sucedió que al arrancar, él me hizo el cambio, y yo acelero, y acelero, y acelero… tomando el vehículo tal velocidad que él se asustó y me grita: "¡pará, pará, pará…!". Yo seguía. Todo terminó bien. El hecho fue que yo había manejado y que él se llevó un susto de novela con aquel auto en marcha desenfrenada y fuera de su dominio. ¿Habrá aprendido?

Estos dos muchachos eran muy inteligentes y en todo se destacaban; cuando mi hermana mayor no podía resolver los problemas de física en sus estudios mi madre decía: "llamá a fulano", quien con su santa paciencia venía y encontraba la solución.El primer televisor que hubo en Paso de la Arena, antes que Saeta comenzara a emitir captaba canal 7 de Buenos Aires, fue armado por uno de ellos.

No pude dejar de mencionar a estas personas que como ustedes se habrán dado cuenta son parte medular en la esencia de este relato. La intención de fondo una vez más, es transmitirle a las actuales generaciones que si se quiere, sí se puede. Estos muchachos con veinte años no conjugaban el verbo "estoy cansado" "estoy aburrido" "yo no puedo". Todo lo contrario. Hoy son personas que han vivido, que han concretado un proyecto de vida y que siendo ejemplo, sin saberlo fueron referentes para un niño que hasta hoy (algo crecidito) los admira. Sus nombres son: Valentino Anilionis, César Cuello

Rómulo Guerrini


LO QUE NO LLEGÓ A DECIRSE…
Días atrás, el 23 de octubre, se realizó en el local de la Sociedad de Fomento y Defensa Agraria, una sesión de la Junta Departamental de Montevideo en homenaje a nuestro barrio conmemorando  precisamente ese día como el “Día del Paso de la Arena”.
Además de los integrantes de la propia Junta asistieron la Intendente de Montevideo Prof. Ana Olivera y el Presidente de la República José Mujica.
Participó del evento nutrida concurrencia de vecinos, e hicieron uso de la palabra la Presidenta del Concejo Vecinal, Mirtha Villasante, Ediles representantes de los diferentes partidos políticos constitutivos del legislativo comunal, por supuesto, la Sra. Intendente y el Sr. Presidente.
Además de ello se invitó a dos vecinos para que “hablaran” sobre Paso de la Arena. Uno de ellos fue la Sra. Sandra Etcheverry,  y el otro quien ésto escribe.
Aquí comienza el problema. Días previos se me avisó que la Junta Departamental iba a sesionar en Paso de la Arena y que estaba invitado a decir “unas palabras” sobre nuestro barrio. Imaginarán ustedes que la primera reacción fue de susto, y de “yo no”. ¿Qué puedo decir yo, de Paso de la Arena frente a un público calificado y atento? En mi negativa, me comunico con quienes me participaron y me insisten en que debo hacerlo por el hecho de ser un vecino nacido, criado, y “vivido” en la zona y que además la quiere. Esas eran  las condiciones. Pero… ¿qué tengo que decir? Esa fue mi pregunta. Nada, lo que te parezca, esa fue la respuesta. ¿Y en cuánto tiempo?  Dispones de siete minutos. Ahora el ataque que me dio fue de risa y de estupor. ¿Qué se puede decir en siete minutos, aparte de presentarse y los saludos de rigor?
En fin, al final acepté y con gran miedo ese día concurrí. Llegué en hora y me senté entre el público, por suerte mi esposa pudo acompañarme, era como que no estaba solo. Cuando los organizadores me ven, me dicen que en ese lugar no, que tengo que ir a sentarme en la primera fila. (¡Uff, qué manera de transpirar!).
Comienza la sesión y van desfilando los diferentes oradores. Cuando veo que alguno de ellos dice lo que yo iba a decir, me domina la desesperación y pienso: ¿qué digo ahora? Escucho mi nombre por el altoparlante y no queda otra que pararse e ir. Miro al público sin ver a nadie, y trato de ser coherente. Agradecimiento, saludos de rigor, y tratar de encarar el tema. No falles, no hagas papelones me decía a mí mismo. Al final cumplí. Cumplí con la invitación, y realmente debo decir que agradezco a quienes me propusieron pues fue un momento muy importante, muy disfrutado y del cual nunca me olvidaré.
Ustedes lectores, es este momento se estarán preguntando ¿y toda esta cháchara por qué?
Sucede que se me invitó para contar la historia de Paso de la Arena vinculada a la gesta artiguista, cosa que en el tiempo ofrecido es imposible. El esquema que me había propuesto se hizo mil pedazos, y casi nada se pudo decir. Por eso el título de hoy “lo que no llegó a decirse”. Lo consulté con nuestra Jefa de redacción y nos pareció buena la idea de, a modo de homenaje a la concurrencia y  también a quienes no pudieron estar presentes, ofrecerles lo que tenía pensado decir para cumplir con tremendo compromiso. Y eso es lo que hoy les voy a contar.
Recordar que yo no soy historiador. Ustedes mi profesión ya la conocen. Sí, me interesa la Historia. Sí, me interesa saber. Leyendo Historia se entiende lo que hoy sucede. Los procesos históricos se repiten, cambian las fechas, cambia el entorno, cambian los rostros, pero el fenómeno histórico es el mismo. La razón es muy sencilla: la esencia del ser humano es la misma a través de los siglos, y ello se ve reflejado en su comportamiento, el cual leemos en los libros, o nos lo transmiten nuestros mayores.
No se podrá hablar de Paso de la Arena y su vínculo con Artigas, sin hacer referencia a su contexto. Para entender el porqué de la Redota, habrá que saber de los vínculos de Artigas con Buenos Aires. Habrá que saber de los vínculos de Artigas con representantes de la joven nación llamada hoy Estados Unidos, de donde tomó su idea federalista. Habrá que saber de los orígenes de Artigas, proveniente de una familia de terratenientes, de su crianza, de su trabajo al servicio de la Corona española como Blandengue, también de su carisma para entender y entenderse con el pobrerío, con los indios, con los negros. Todo tiene que ver con todo, nada es aislado y nada es por casualidad.
Para terminar esta segunda introducción les recuerdo que todo lo que podamos decir sobre Artigas y el Paso de la Arena es algo repetido, es algo leído porque ya está escrito por otros. Mi padre decía tal vez exagerando, “la Historia la hace el historiador”; no sé cuánto habrá de verdad en ello, pero les puedo contar que no todos opinaron igual de nuestro prócer. Primero denostado (Pueyrredón, Sarratea, Mitre, el mismo Sarmiento). Poco a poco reconocido (Rivera en su primer gobierno lo invita a volver)  Hoy admirado en toda América creemos que ocupa el lugar definitivo (Isidoro de María, Francisco Bauzá, Damasceno, e historiadores contemporáneos).
Bueno, queridos y pacientes lectores, ahora sí. Luego de estos indispensables preámbulos los invito a que soporten lo que tenía pensado decir y que no pude el día de mi gran susto.
Otra vez digo: imposible hablar de Paso de la Arena y su vínculo con Artigas en poco tiempo, y ahora en poco espacio. De lo que sabemos haremos un pequeño resumen dividido en cuatro partes.
A)  Paso de la Arena: el porqué de su nombre.
B) ubicación en el tiempo.
C) orígenes de la titulación.
D) vínculo artiguista.
Nada más sencillo que explicar su nombre. Si hoy intentáramos encontrar el lugar físico Paso de la Arena tal cual fue, no lo lograríamos. Sí, sabemos que allí hubo hace años, un puente de madera y hay hoy un puente de cemento sobre el cual pasa la actual avenida Luis Batlle Berres. Ese nombre viene desde tiempos que no podemos precisar. Si observamos el curso del arroyo Pantanoso vemos que desde su nacimiento viene encajado entre pequeñas lomas y áreas pedregosas; llegado aquí y luego que recibe en su margen derecha a la cañada Bellaca se transforma su curso en zona de bañados e inmensos pajonales, o sea que si algún lugar había para cruzarlo era precisamente aquí. Este era el lugar de paso para seguir hacia gran parte de lo que se llamaba la ESTANCIA del Rey, cuyos límites describiremos más adelante. Un lugar areno-so y llano permitía el paso de caballos, bueyes y carretas, sin mayor problema.
De los Toros, del Borracho, de los Novillos, Pache, Manuel Díaz, y muchos Pasos de la Arena en todo nuestro país, son testigos de la misma historia (lugares de paso).
Y así fue quedando; pasó el tiempo y a nadie se le ocurrió, (por suerte diría yo) bautizarlo de otra forma y hoy, al igual que Paso del Molino, conserva su nombre vinculado a sus orígenes.
No cumpliríamos  a conciencia con este encargo, si no ubicamos en un contexto de tiempo lo que hoy es nuestra vida en este lugar.  Si nos preguntan qué es el Paso de la Arena hoy, no dudaremos en describirlo con sus instituciones, comercios, producción granjera, servicios, calles principales, semáforos, ómnibus, camiones, contenedores, motos, motos, motos, muchas motos…etc.  Muy bien ¿pero…y cómo se llegó a esto?
Haremos una rápida recorrida en el tiempo, y llegaremos al hoy aquí reunidos. Sabemos que calificados antropólogos han hallado rastros de vida humana en estos lugares datados en 10.000 años. Los arroyos y ríos eran muy similares a hoy pero los campos eran diferentes, pues estaban cubiertos de tupida vegetación.
Se encontraron cerámicas de hace 4.000 años y hay datos que permiten opinar que hace 700 años se cultivaba la tierra. Ya estamos más cerca.
Allá por 1512 y luego en 1516 a Juan Díaz de Solís, se le ocurre explorar aquel estuario de agua dulce y, por un error de sus intérpretes, cuando desembarca en Punta Gorda (donde nace el Río de la Plata) es muerto por los nativos del lugar.
Allí podemos decir que comienzan los tres siglos de dominación española, que terminan con la entrega de Montevideo a Alvear por parte del Gobernador español Vigodet, en 1814.  Se superpone en parte, de 1811 a 1820, con la Gesta Artiguista, semilla de la identidad nacional.
Luego vendrá  la ocupación portuguesa y brasilera, la gesta de los 33 Orientales, con la Declaratoria de la Independencia, en la Piedra Alta el 25 de Agosto de 1825; Jurada la Constitución el 18 de julio de 1830 y comienza con altibajos la vida republicana. Es aquí en estos últimos 183 años que se ha ido construyendo nuestro país, tal cual hoy lo conocemos.
Nuestra zona, inyectada con el flujo humano de distintas corrientes inmigratorias, formó parte de ese proceso y también pasó de una tupida vegetación a lo que describíamos al inicio.
Algunos nativos como dijimos cultivaban la tierra, sobre todo guaraníes más al norte, pero la mayoría de ellos vivían en tolderías, de la recolección, de la caza y de la pesca. Hoy todavía quedan muchos que viven “de la caza y de la pesca” ¿serán descendientes?
En fin, rápidamente hicimos un paseo por el tiempo, necesario para saber por qué hoy 23 de octubre de 2013, estamos aquí.
Hemos comentado sobre el nombre y sobre el tiempo. Creo que ahora debemos dar datos de cómo se produjo el reparto de tierras en estos lugares, y como es que hoy cada propiedad está identificada con un número, en un registro llamado Catastro, cuyo nombre proviene de la contribución real que se pagaba por poseer rentas, fincas, u otros bienes. (siempre lo mismo).
Para llegar a entender lo anterior tenemos que ir hacia atrás, pero no se asusten, no iremos doce mil años, tan sólo escasos doscientos. No hay otra posibilidad que ubicarse en el contexto del llamado mundo occidental a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Los diferentes imperios, (Inglaterra, Francia, Holanda, Portugal, España) tenían el mundo repartido y pugnaba cada uno de ellos, por tener más (Sencillamente, era la expresión de la idiosincrasia del ser humano, a través del poder). Voy a ser lo más breve posible, pero es tan interesante todo esto que es una lástima omitir más datos.
Napoleón se encontraba en la cumbre del poder y en franco expansionismo territorial. Inglaterra refugiada en su metrópoli era la reina de los mares. España estaba viviendo un momento de decadencia por múltiples razones, que no es del caso analizar ahora. Napoleón, no conforme con lo que había logrado, se proponía invadir a Inglaterra, pero el gran obstáculo era el mar. Para neutralizar a la marina inglesa crea una alianza con España, (a la que después invadiría) y juntas conforman una gran escuadra que supuestamente vencería el poder naval inglés. ¡Cuánto aprendemos con la historia! Fíjense que ahora venimos a darnos cuenta que dicho emperador tenía problemas con sus empleados. Pues sí. El comandante general de la flota franco-española, era francés, y desobedece la orden de Napoleón, de dirigirse al puerto de Brest, en el norte de Francia. En vez de ello frente al cabo de Trafalgar, en el sur de España, cerca de Gibraltar, creyéndose seguro de la victoria, enfrenta a los ingleses del almirante Nelson, y sufre la más catastrófica derrota. A partir de ese momento, queda Inglaterra dueña del poderío marítimo por más de un siglo. ¡Cómo no va a llamarse la principal plaza de Londres “Trafalgar Square”!
¿Qué tendrá que ver todo ésto con el número de padrón de este local en el cual estamos reunidos? Como más adelante verán: muchísimo. Si no hubiera sido por lo que acabo de contarles, de repente hoy hablábamos francés.
No se aburran que falta menos. Seguimos.
Al quedar ese imperio dueño absoluto de los  mares, lo primero que se le ocurre es seguir creciendo, y era el Río de la Plata un buen lugar para aumentar su botín de guerra. William Beresford es quien comanda la flota que protagonizará lo que fue el episodio de las invasiones inglesas a nuestra patria. No entraremos en detalles, al final todo termina en que los ingleses son expulsados, más por la firme resistencia de la población, que por las fuerzas de la corona española inerme. Ello despertaría el sentimiento de patriotismo, y encendería la mecha de la revolución.
Siguiendo con lo nuestro: cuando los ingleses asediaban Montevideo por mar y por tierra, el gobierno español de la ciudad decide salir a combatir a campo abierto, y así lo hace produciéndose la batalla de “El Cardal”, en la zona de lo que hoy es “El Cordón”. Este enfrentamiento termina en total derrota para los realistas y en él, muere Maciel. Continuando con el asedio, los rubios del norte cañonean la muralla hasta abrir una brecha que llevará a la posterior rendición de la ciudadela. En estos dos eventos bélicos tuvo una muy destacada actuación, un señor de nombre Francisco Xavier de Viana. Hijo del primer gobernador de Montevideo y de María Francisca de Alzaybar, y que casualmente nació el mismo año que nuestro prócer.
Siete años después de estos acontecimientos, el gobernador de las provincias unidas del Río de la Plata Don Juan Larrea, le da en propiedad, otorgándole el correspondiente título, todas las tierras comprendidas en el llamado Rincón del Rey. Este lugar era usado por los realistas para mantener las caballadas, elemento indispensable, en aquellos momentos. Tan así es ésto, que previo a la batalla de Las Piedras, el capataz real encargado del cuidado de tan valioso elemento arrea gran cantidad de las nobles bestias hasta el campamento de Artigas, que estaba acampando al sur del Río Santa Lucía. Desde ese momento Otorgués, que así se llamaba siguió luchando junto con los patriotas.
Los límites del Rincón del Rey, son muy fáciles de recordar. Comenzando en la desembocadura del arroyo Pantanoso, seguimos su margen derecha hasta su vertiente, opuesta a la del arroyo de Las Piedras. Allí seguimos por la margen izquierda del mismo, hasta su desembocadura en el Río Santa Lucía. Por la margen izquierda de este otro río hasta el De la Plata, y desde allí hasta el punto de partida. ¡Pavadita de campo!, ¿no?  Es que si veo a algún inglés por ahí, salgo a pelearlo, de repente me hago de alguna parcelita.
Ahora sí, podemos ir cerrando y entendiendo. Con ese título se da inicio a la propiedad privada en estos lugares. La decisión se tomó en Buenos Aires. Con este hecho arranca el catastro de la mencionada área, o sea que el puntapié inicial de los títulos de propiedad de este Paso de la Arena que hoy estamos homenajeando, tiene su origen en las Provincias Unidas del Río de la Plata. Uruguay no existía tal como hoy lo conocemos. Sencillamente era una provincia más, la Banda Oriental. También podemos ahora entender el papel de las distintas potencias imperiales y, como en definitiva le debemos esto a aquél almirante francés que desobedeció a Napoleón.
A los pocos años Francisco Javier de Viana, fallece y sus herederos hacen lo que hacen en general todos los herederos: ¡Venden!  Progresivas subdivisiones nos llevan a la situación actual. Anaya, Lecocq, Tomkinson, tuvieron su parcela. Piria remató algunas otras.
Dicho todo lo anterior, tendríamos que hacer ahora mención a Artigas y su vínculo con Paso de la Arena. Como ya dijimos al referirnos a quienes se ocupan de la historia, aquí se da igual situación.
Hay varias versiones sobre este tema. Primero nos ubicaremos en la historia, y luego les voy a contar lo que a mí me parece, como vecino del lugar.
Artigas, blandengue al servicio de la Corona, se incorpora a la causa revolucionaria después del Grito de Asencio. El dieciocho de mayo de 1811, derrota a los españoles en Las Piedras, y pone sitio a Montevideo. En sendas Asambleas en la Quinta de la Paraguaya, y en la Panadería de Vidal, es nombrado Jefe de los Orientales. En octubre, Buenos Aires (La Junta), firma armisticio con los españoles sitiados, desconociendo a Artigas. Inmediatamente éste se retira del sitio, y se inicia el Éxodo del Pueblo Oriental, La Redota. Ese mismo pueblo que adora a Artigas, no quiere ser súbdito de nadie, y lo acompaña en su derrota hasta, El Ayuí.
A grandes rasgos ésto es lo que pasó desde el punto de vista histórico propiamente dicho.
¿Y el Paso de la Arena, qué tiene que ver? Como vecino les contesto que, como ustedes se imaginarán, no tengo la menor idea pero. . . .hay cosas que merecen ser tenidas en cuenta.  
Cuando el río suena… Es real que hay gente que dice que sí, y otra que dice que no, que el prócer no acampó aquí. Nada de eso podemos discutir pero, ¿Se menciona algún otro lugar que reivindique ese hecho? No. Y…. como el que calla otorga...
No es muy válido esto, pero como vecino me sirve.
Po otro lado, vemos que la centralidad de nuestro barrio tiene en su nomenclátor varios nombres de familiares de Artigas, y también que en el barrio Los Bulevares, apéndice del nuestro, todas las calles tienen nombres vinculados a la gesta artiguista. Uno deduce que no es casualidad que ésto así sea; sabemos que la gente encargada del nomenclátor es muy seria y capacitada y le gusta lo que hace, por lo tanto si ellos deciden colocar esos nombres seguramente tienen los suficientes fundamentos históricos como para hacerlo. Además desde 1950 hay un monolito ubicado sobre la avenida Luis Batlle Berres, a doscientos metros del arroyo Pantanoso, que conmemora el centenario de la muerte del prócer. También nuestro hoy fallecido amigo, “Ruso” Auddifred, logró el consenso como para instalar las estelas recordatorias del lugar histórico. Hubo sobre la margen izquierda del arroyo Pantanoso pasando el puente, una construcción que tenía también estelas recordatorias referidas al campamento en ese lugar (en la edición del diario El País del 5 de abril de este año se publicó una nota haciendo referencia a la demolición de ese edificio).
En fin, un conjunto de elementos que, como vecino, me inducen a convencerme que, efectivamente, nuestro prócer ocupó, pasó, pernoctó, acampó…. o “algo”, en este lugar.
P.D.: En textos de Historia al alcance de todos, se pueden encontrar datos acerca del vínculo Paso de la Arena- Pantanoso con diferentes eventos de nuestra lucha por la independencia y  la posterior Guerra Grande.
Francisco Bauzá, Flavio García, Isidoro de María, Eduardo Acevedo,  Damasceno, Eduardo Thomas, boletines 77 y 78 del Departamento de Estudios históricos del Ejército.
Agradecemos al Sr. Hernán Tilve  y al Sr. Enrique Gudynas por sus valiosos aportes de datos para la confección de esta nota.
Agradecimiento además a mi hijo Daniel, que con su infinita paciencia logra disimular mi ignorancia informática.        

 Rómulo Guerrini


Los sonidos que nos abandonaron
El tañir de la campana
de la Capilla Schaffino
¿Qué tal?  ¿Cómo están? Yo aquí…con deseos de disfrutar una nueva comunicación con ustedes.
Nada nuevo  en lo que estamos haciendo.  Sí, algo nuevo es lo que hoy nos ocupa. Hemos hecho alguna nota sobre sonidos habituales en otra época y que, en forma imperceptible, fueron desapareciendo quedando sólo en la memoria de quienes los escucharon. Hoy evocamos otro de ellos y no vamos a generar la curiosidad de ¿cuál será? Ya desde el comienzo les digo, que se trata del tañir de la campana de la capilla sede de los servicios religiosos en el Paso de la Arena, desde fines del siglo XIX  hasta muy entrado el siglo XX.                                              
Capilla: “pieza en forma de capucha cogida al cuello de las capas o gabanes que sirve para cubrir y resguardar la cabeza”. También puede definirse como “parte del hábito que visten los religiosos de varias órdenes y sirve para cubrir la cabeza”.
¿Y qué tiene que ver esto con las campanas? En realidad nada.
Intentemos otra vez. Capilla: “edificio pequeño dentro de algunas iglesias, con altar y advocación particular”  

“Llámase también así a las que se encuentran separadas de las iglesias”.
Ilustrativamente: “para los oficios divinos levantó (Juan el Ermitaño) en un peñol, una capilla con advocación de San Juan Bautista”.
Las capillas primitivas fueron cámaras subterráneas, abiertas en las paredes de las catacumbas para las ceremonias del culto cristiano, donde a su vez daban sepultura a sus muertos. Cuando los emperadores romanos dejaron de perseguir a los cristianos, aparecieron capillas por todos lados; o en memoria de los mártires, o para preservar sus reliquias, o en la tumba de alguien.
El emperador romano que dió la libertad a los cristianos fue Constantino, alrededor del 400 después de Cristo. No fue por convicción religiosa como podía pensarse; en realidad los cristianos eran una fuerza nueva, por muchos años oprimida, y perseguida, que al liberarla, Constantino aprovechó en su favor para consolidarse en el poder.  
¡Eepa chee!! Que nos fuimos de tema! No tanto. Estamos hoy con la historia de la primer capilla asentada en Paso de la Arena, y es bueno saber de dónde proviene la palabra y la costumbre.
Dejo esto aquí, porque de lo contrario me van a poner “en capilla“, a mí.
Sin querer volamos del Paso de la Arena a Roma. Parece mentira el vínculo de las cosas. Quién hubiera pensado aun remotamente, qué nuestra humilde capilla tal vez no hubiera existido, si no fuera por Constantino.
Aclarado el tema de la capilla, ahora nos surge otra pregunta: ¿y por qué aquí en el Paso de la Arena?
Para entender esto, tenemos que ubicarnos 130 años atrás. Era la época del militarismo, cuando ya había pasado el gobierno de Latorre. El Uruguay intentaba modernizarse alambrando campos, limitando propiedades y alejando el matreraje. A su vez iban apareciendo en la ciudad de Montevideo, familias que pertenecían a una nueva clase “acomodada”. Todas ellas descendientes de, o inmigrantes propiamente dichos, que generaban fortunas a partir sobre todo, del comercio y la importación.

“Casita de veraneo”
De la misma manera que nosotros vivimos la moda de la “casita en la playa” en un momento de prosperidad de nuestro país, ellos, también seres humanos, se construían su “casita de descanso” o “casita de veraneo”.
El concepto era el mismo, las que no eran iguales eran las “casitas”. En general buscaban lugares próximos a una corriente de agua, cerca de Montevideo y de fácil acceso. Se construyeron varias en las márgenes del Miguelete.
La que hoy nos ocupa, se construyó en la margen izquierda del Pantanoso y hubo otra más en Paso de la Arena, de muy similares características, construída en la margen izquierda de la cañada Bellaca de la cual ya nos ocupamos y que perteneció a don Tomás Tomkinson.  No olvidar que aquel arroyo no era el de hoy.
Para ilustrarlos con un ejemplo, les cuento que en su trayecto antes de cruzar avenida Lezica, en su margen derecha, se había construido un edificio de madera que era salón de té, no sé si hotel pero si sé que tenía un pequeño muelle, desde el cual salían los botes para pasear a las damas por el arroyo. Tuvo su auge con la llegada del tranvía y fue decayendo en las primeras décadas del siglo XX.
Para terminar con la explicación concluímos que nada es casualidad. La construcción de esas casas, fue la consecuencia de una situación socio-económica vivida en nuestro país en aquel tiempo, en la cual naturalmente, las familias pudientes formaban un sub-grupo, una nueva clase: las que tenían su casa de veraneo.
Recapitulando: sabemos por qué se construyó esa casa, sabemos el por qué, del lugar y sabemos lo que es una capilla. Creo que vamos bien. Ahora tendríamos que saber por qué, esa casa tenía incluída una capilla.
Vamos a intentarlo. Naturalmente, conociendo a la familia Schiaffino y el contexto socio cultural del momento, la explicación no se hará esperar.
La población de Montevideo estaba constituída, como ya dijimos, en un altísimo porcentaje por inmigrantes o descendientes de los mismos, y el mayor porcentaje correspondía a nativos italianos. Por lo tanto, junto con ellos, venía la religión, expresada en este caso, en la Fe católica.
No hacía mucho tiempo que los registros, (nacimientos, casamientos, defunciones) habían pasado a ser responsabilidad del Estado, pero la costumbre del vínculo con la Iglesia, se mantenía incólume. Era bien visto en este tipo de familias, tener un miembro vinculado a la Iglesia o de lo contrario cumplir con todos los ritos que la misma dictaba. Esta familia no escapaba a ello y cumplía a la perfección, lo que imponía su devoción.
Pudimos rescatar que la capilla fue fundada por José G. Schiaffino y  Amelia Ruano de Schiaffino en 1890 y que estaba dedicada a, Santo Domingo de Guzmán. El padre de su fundador fue un naviero italiano, llamado Agustín.
La casa principal de esta familia que vivía del comercio, estaba en la actual Ciudad Vieja en el cruce de las calles Buenos Aires y Colón. En ella vivían muchos hermanos que destacaron en diferentes actividades.
Uno de ellos de nombre Rafael, eminente profesional médico de muy vasta trayectoria, inicialmente era seminarista y luego, al ver las consecuencias de la epidemia de fiebre amarilla que azotó Montevideo, optó por la medicina.
Francisco Bauzá, cónyuge de una Schiaffino, letrado historiador que no precisa presentación, fue además, fundador y primer presidente del Círculo Católico de Obreros del Uruguay en 1885. También fue padrino de la iglesia de Tapes, en la cual contrajo matrimonio nuestra insigne poetisa Juana de Ibarbourou.
Amelia Ruano, fundó el actual “Hogar Schiaffino” en una hermosa casona cerca del arroyo Miguelete la cual le fue comprada a Francisco Piria, quien la había adquirido de su primer dueño el señor Piñeyrúa, dueño de un saladero y gestor del nombre del famoso premio turfístico. Hoy viven en él más de 100 ancianos, muchos respaldados por el BPS. Esta casona está abierta a todo público el día del Patrimonio.

En la Comunión se repartía estampitas
firmadas por las hermanas Schiaffino
Como vemos gente muy vinculada a la Iglesia y en un lugar como el Paso de la Arena, virgen aún, (pues nada había antes) decide construír anexa a su casa de veraneo una capilla.
Esto se está poniendo interesante porque ahora que sabemos por qué esa casa tiene capilla, nos gustaría saber cómo funcionaba, y de qué manera ellos expresaban su Fe hacia la comunidad.
Lo que hemos podido rescatar es lo que sigue. Se oficiaba misa allí los domingos, con un sacerdote que venía desde Belvedere. También se realizaba la ceremonia de la Primera Comunión; a esos niños se les repartía estampitas firmadas por las hermanas Schiaffino. La misa no comenzaba, hasta que por una puerta lateral entraban Sara y Lola Schiaffino. De la concurrencia a la celebración religiosa se destacaba siempre en primera fila y del lado izquierdo, la presencia de doña “Chiquina” Piano de Berretta, que con su mantilla negra, observaba el desempeño del monaguillo, “Popó” Berretta, su hijo.
Como todo lo humano siempre se da la posibilidad de generar anécdotas, y aquí también las hubo. En la época en que se hacían las novenas, se repartían folletos para seguir la misa. Pues había una querida vecina del lugar, que solemnemente seguía la misa mirando el folleto…al revés!! Sería analfabeta, pero Fe le sobraba!! Que en definitiva es lo que importa.

En la capilla de Schiaffino se casó uno de
los hijos del presidente, Luis Batlle Berres

Agregamos que en 1940 cuando se festejó el Cincuentenario, se hizo una gran celebración con una nutrida concurrencia. En esta capilla se casó uno de los hijos del entonces presidente, Luis Batlle Berres. En ese casamiento la música de la ceremonia estuvo a cargo de la distinguida concertista Nibia Mariño.
Alrededor de 1936 la responsabilidad de la catequesis, estaba repartida por sexos.  A los varones los instruía la Sra. Piano de Berretta y a las niñas las señoritas Schiaffino. Cuando alguien no tenía la ropa adecuada para determinada ceremonia, las hermanas Schiaffino se la proveían sin costo. Es de destacar que estas hermanas hacían además, visitas de caridad a los enfermos y a los más necesitados de la zona. También colaboraba con el catecismo, Margarita Cabrera, quien lo enseñaba en la casa de su cuñado, Mauro Sosa, en donde hoy se instaló la nueva Seccional 23.
La muchachada –varones- tomaba la comunión con un sacerdote que venía de la iglesia de los Capuchinos de Nuevo París, y las mujeres con un sacerdote que venía de Belvedere, del actual santuario de la Hna. Francisca Rubatto. A propósito destacamos que ésta religiosa, hoy Beata, concurría frecuentemente a ésta capilla. Falleció en 1904.
Terminando volvemos al inicio. Esta vez sin misterios. Uno más de los sonidos que ya no están es precisamente el tañir de la campana de esta capilla. Todos los domingos alrededor de la hora nueve, sonaba, sonaba, y sonaba…y nosotros sabíamos de qué se trataba. Eran tres series de campanadas que iban anunciando a los fieles la proximidad del comienzo de la misa. Nunca concurrimos a esa ceremonia y nunca vimos esa capilla en funciones. Sí sé que iban personas de toda la zona y que por muchos años, fue “la iglesia del  Paso de la Arena”. Sólo quedan silenciosas y con las marcas del tiempo, su estructura y la vieja casona, que se mantienen como pidiendo perdón por existir arrodilladas frente a la “piqueta fatal del progreso”.
Decimos con alegría que la campana que tantas veces oímos, se salvó del vandalismo y rescatada, hoy puede verse en el museo del santuario de la Hna. Rubatto, en Belvedere.
La propiedad fue adquirida por la compañía C.O.U.S.A. y hoy el área está toda cercada por un muro que impide el acceso a la misma.
Cerramos mencionando un hecho que no es menor. En esa casona se daba protección, (techo y comida) a inmigrantes coterráneos recién llegados a Uruguay.  De esto doy absoluta fe, pues uno de esos beneficiados junto con su esposa e hijos mayores, fue mi abuelo paterno.
Agradecemos a: Sra. Gladys Galli, Hermanas Capuchinas de Belvedere, Sr. Robert Rosella, y Sra. Cristina Spikerman, por sus aportes en esta historia, sin la cual esta nota no hubiera sido posible.  
 Rómulo  Guerrini
               
LA CHATA, LA PELOTA, LOS LADRONES, Y EL JUDAS…

Cómo dice Joan Manuel Serrat:
¿Dónde se fue nuestra niñez?,
creo que entonces … yo era feliz


“El Cucho”, “el Licho”, “el Tito”, “el Nebio”,  “el Walter”,  “el Aníbal”, “el Atilio”.  Le pido  disculpas amable lector, por estos apodos y nombres que para usted nada significan. Si  se toma el trabajo de leer toda esta nota y cuando termine de hacerlo entendió porqué así empecé, habré logrado mi propósito.

El rescate de la memoria pretende trasladar a través del papel, hechos, costumbres, experiencias, del pasado. ¿Y para qué? Sencillamente, para ubicarnos en el tiempo, para que tomemos conciencia que la rueda de la vida sigue girando, que las fotos del día al día, sumadas, van haciendo una película, película en la cual los personajes van envejeciendo y los paisajes van cambiando.

¡Lindo saber de dónde venimos, para intentar saber a dónde vamos! El día a día nos domina, vale más el tener, que el ser. Y si bien, todos llevamos dentro gratos recuerdos de la infancia, no tenemos el tiempo para trasmitírselo a nuestra descendencia.
Muchas veces nuestros niños crecen, creyendo que sus mayores no tuvieron infancia. Lo que no tenemos hoy, es tiempo para contárselos.

Pues bien; intentaremos contarles cómo vivíamos por aquella época, en el tramo de Camino Cibils, comprendido entre las actuales calles Tomkinson y Costanera. Aquel tramo de calle que era de todos, que era nuestro. El mismo que hoy no es de nadie, y por el que da miedo transitar. ¡Tanto cambio, en tan poco tiempo!
Aclaro, que estos relatos son una experiencia personal. Las cosas que tiene la vida me han permitido que hoy sea yo el que la cuente, -nunca imagine que además del amor por la medicina, hubiera en mí está veta escondida, la de escritor-  pero es la misma que vivió toda la muchachada de la época, y las que sin duda muchos volverán a recordar a leer estás líneas.

¿Por qué los nombres? Porque son los nombres de quienes vivimos y crecimos allí, en ése momento. Fue en camino Cibils, podría haber sido cualquier otro lugar.
¿Por qué los nombres? Porque es el homenaje a aquellos muchachos, toda buena gente, que hoy encanecidos y algo encorvados, son todos buenos abuelos.
¿Qué es lo que no unía? No lo sé, tal vez nada, tal vez todo. No sé analizarlo. La respuesta es única y clara, nos unía un sentimiento, no era pensado, era sentido. Era volver de la escuela, o terminar los deberes, y ya sabíamos que contábamos con el permiso para ir a la casa de…… y así se hacía. Un día a la casa de uno, otro día a la de otro, otro día en la nuestra. Las madres parecían una sola, todas eran madre de todos y nosotros parecíamos todos hermanos. En cada casa no había lugares vedados, cocina, dormitorios, o el baño, todo era nuestro y en todo lugar nos sentíamos cómodos.
En lo de Aníbal  y Atilio en la parte de atrás de la casa, las canchas para jugar a la bolita con los hoyos preferenciales; en lo de Cucho y Licho, tratar de andar en la pesada bicicleta de su padre; en lo de Tito y Nebio, los ataques de risa. Sí, a veces íbamos de nochecita y sin saber por qué con Teresa (su hermana) y ellos, nos mirábamos y nos empezábamos a reír sin parar. Bien como gurises “abombados” pero cuánta sana alegría, tan necesaria y tan escasa hoy. Por supuesto, en los cumpleaños, el clásico chocolate y la torta, nunca faltaban.
Teníamos además juegos en común, algunos violentos. Mi casa era una granja, y por lo tanto había vacas y caballos. Había depósitos de fardos de paja de trigo, para la cama de los animales y de alfalfa para su comida. Entre todos luchábamos entre los fardos, para mantenernos en el lugar más alto, o también en la alfalfa, que era acolchonada hasta lograr que el contrincante dijera: ¡me rindo! El problema era el enojo de mi padre, cuando al otro día encontraba los fardos desordenados y la alfalfa aplastada y deshojada. Había que soportar el consabido rezongo. En la lucha, levantábamos un polvo que casi no permitía vernos, y ¿saben una cosa? Nadie tenía asma, ni alergias, ni nada. ¡Otros tiempos!

Arcos, flechas y dardos

Otro juego que teníamos, era con arcos, flechas y dardos. Con gruesas varas de mimbre, y chaura, hacíamos los arcos. La flecha se hacía con una caña seca, de unos ochenta centímetros, con un clavo en la punta y tres o cuatro plumas en el otro extremo. Hacíamos concurso de distancia de tiro al blanco y de altura. En éste último, nunca nos poníamos de acuerdo. En este juego, el enojo era de mi madre, pues teníamos a todos los gallos desplumados para hacer flechas. Conservo la imagen de un robusto gallo rojo, corriendo por el campo, con una flecha clavada en un costado; no recuerdo quién le había disparado.

Otra anécdota es que en una de las pruebas de altura, mi hermano disparó la flecha y cuando venía en bajada, “el Cucho” comenzó a correr y estando de chancletas o zapatillas, no sé, el hecho es que cuando levanta el pie en su corrida, la flecha se le clava en el talón de la zapatilla. Gran susto de todos, y a cuidarse. Los dardos, los hacíamos con palos de escoba de unos veinticinco centímetros, también con un clavo en la punta y plumas en el otro extremo para mantener la dirección (¡pobres gallos!). Con los dardos también hacíamos concurso de tiro al blanco o de destreza, para clavarlos en los eucaliptos o en los sauces, que bordeaban la cañada.  Era tentador tirarlos contra el portón de madera de la herrería; pero quedaba marcado el agujero del clavo, y otra vez el enojo de nuestro padre, que “no podía con nosotros”.

Los vaqueros de lejano Oeste

También, jugábamos a “los ladrones”. En realidad le llamábamos así, pero era más un juego  de vaqueros, pues llegaban a nuestro país, revistas de origen norteamericano, con historias de vaqueros. (Roy Rogers, Hopalong Cassidy,  El Llanero Solitario, etc.) y por supuesto, nosotros los imitábamos. Hacíamos escopetas de madera, cuyo caño era un palo de escoba. El proyectil era una piedra, coquitos de paraíso o de eucalipto. Lanzados por una especie de onda, acoplada en la punta. Las gomas para esta escopeta, las conseguíamos (en aquel entonces, la recientemente inaugurada estación de servicio de don Pedro Alejandro Bossio). Jugábamos seguros de nuestra arma.

Bajando por Cibils desde Tomkinson, a mano izquierda, la cuneta era muy profunda, la cortina de eucaliptos estaba completa y había un cerco de taranjales muy tupido que se extendía a lo largo del frente de todas las viviendas. Pues allí, era el escenario donde se desarrollaban, las más épicas batallas de vaqueros que se hayan dado en el lejano Oeste de Montevideo. Con audacia y sigilo, nos arrastrábamos por la cuneta (recordar que solo tenía pasto y hojas secas de eucalipto) y cuando sorprendíamos “al enemigo”, le hacíamos una cruz en la espalda. Quien tenía “la cruz hecha” salía del juego, y el equipo que se quedaba sin ladrones, perdía.

Jugábamos con “la de trapo”

Todos los juegos nos unían, pero el que juntaba a la mayoría de muchachos, era la pelota. Cuando en 1932 se fracciona la chacra “La Selva”, en la esquina de Cibils y Tomkinson, quedó un espacio libre en forma de ochava. Además, ya quedó con arcos, pues hacia el sur, dos hermosos eucaliptos oficiaban de tal. Y al norte, un enorme pino y una columna cumplían la misma función.

Les puedo decir que se jugaron allí los más encarnizados partidos, a veces con pelotas hechas de trapo, a veces conseguíamos una de cuero, y a veces era mi primo Ernesto, que traía una pelota de goma roja que era ideal, pues nos permitía hacer campeonatos “de cabeza”. Nada más democrático que esos partidos de fútbol. Si llegabas y ya estaban jugando, era preguntar: “¿para qué lado tiro?” y según el número y la calidad de los que ya estaban jugando, te sumabas para uno, u otro lado, siguiendo el juego. Más que alguna bronca, nunca nos peleamos. Esta cancha tenía hacia Cibils, una diferencia de altura importante, casi como una barranca, lo mismo en la parte posterior, limitada por un profundo cañadón lleno de “uña de gato”. Cuando la pelota allí caía, nadie quería ir a buscarla. Este lugar fue usado como obrador cuando se construyeron los hormigones de Cibils hasta Luis Batlle Berres, de Juan José Ortiz, y de Cosme Agullo.

Había además, otras dos canchas de mejor pasto. Una de ellas, en diagonal con la mencionada; donde hoy hay unos locales comerciales y Aexalpa. Y otra cancha por Cibils, unos metros más hacia el Cerro donde hoy reside la familia del señor Néstor Torres Mognaschi. En esta última cancha nació “el Siré” un cuadrito hecho por nosotros, con camisetas color naranjo, que habían conseguido Aníbal y Atilio. De los juegos en estas tres canchas se generó un cuadro que representaba la zona de Paso de la Arena, situada a la izquierda de la actual Luis Batlle Berres (ex Simón Martínez). Este cuadro se enfrentó un día con otro que representaba la otra mitad del barrio, o sea, el área situada a la derecha de la mencionada vía de tránsito. El encuentro fue en la recién inaugurada cancha del Club Atlético y Deportivo  Paso de la Arena. En nuestro cuadro, del cual yo era golero, teníamos a Aníbal, con una increíble capacidad dribleadora, que era quién hacía los goles y a Nebio, que con su físico ya consolidado, era un back derecho impasable. ¡Cuánta seguridad me daban!

También de esto tenemos varias anécdotas, e aquí una: Sucedió que se llegó a los noventa minutos e íbamos ganando dos a uno y la gente reclamaba el “tiempo cumplido”. El juez, que era el padre de un jugador del lado derecho, y que vivía de ese lado, no tuvo mejor idea que inventar un penal en nuestra contra. Me lo tiraron alto, a la derecha y “no la vi”, sólo me quedé clavado en el medio del arco. ¡Gooooooooool! Y terminó el partido. No recuerdo muy bien las palabras de la hinchada, pero me consta que no eran ni de agradecimiento, ni de loas a la actuación arbitral. Así fue como se jugó el primer partido de baby football en nuestra zona.


“Construíamos nuestro
vehículo propio, La Chata”

Otro juego que nos unía era el de “la chata”. Cibils era un hormigón lizo, sin grietas y tentador para deslizarse en esa marcada pendiente sobre cuatro rulemanes, rumbo al cerro. Todo comenzaba con la construcción de la misma. Había que conseguir una tabla adecuada y los famosos rulemanes. En aquellos años, los camiones de reparto de vino llevaban una caja común con un sobrepiso de tablas que se colocaba, o no, según la necesidad de la carga. La mercadería iba a la vista y al alcance de todos, de allí se agarraba y se descargaba. No era necesario tener camiones con cajas cerradas y con un cartel que diga: “llaves en la empresa”. De esas tablas del piso de los camiones, siempre se conseguía alguna; y eran ideales para nuestro propósito. En la granja, había un taller herrería, y allí nos dedicábamos a construir el vehículo de nuestros amores: “La Chata”. Teniendo la tabla y los rulemanes, lo demás era trabajo e ingenio. La dirección la manejábamos desde arriba, con dos cuerditas que pasaban hacia abajo por dos hendiduras hechas en el borde de la tabla. Con un mecanismo de palos y alambres le colocábamos freno, que accionaba las ruedas traseras con mucha eficacia para nuestro beneplácito. Una vez construída, allí íbamos con ella hacia la calle. Ponerla en el hormigón y sentir cómo se desplazaba con aquellos aceitados rulemanes, era un placer, todavía hoy irrepetible. Era nuestro auto que funcionaba, e imponía su magnífica presencia en el desolado Cibils. Íbamos hasta Tomkinson, allí subíamos todos los que podíamos y con empujón o sin él comenzaba la aventura de la bajada. Tomaba mucha velocidad y el riesgo era perder el dominio y caerse, generando raspones y rotura de ropa. La aguantábamos con el freno, pero a veces la inevitable caída se producía. Consecuencia: chata atravesada, gurises desparramados, pantalones y rodillas rotos o rasgados. La consecuente pelea: “que no sabés manejar”, “no, que vos me moviste” etc. Nada de eso evitaba que al instante, otra vez estuviéramos disfrutando de la inercia en una nueva bajada. ¿Y el tránsito? ¿Qué tránsito?. No había tránsito: autos, motos, ómnibus, camiones. No existían. Cibils era nuestra. A veces algún jinete, o algún ciclista al cual saludábamos desde nuestro vehículo, en aquella explosión de alegría que nos daba el uso del juguete propio, hecho con nuestras manos.

Todos jugábamos, pero además, siendo niños teníamos ya el concepto, de que hay que trabajar. En nuestra escuela muchos compañeros no hicieron sexto año, porque empezaron a trabajar. Al terminar sexto, la maestra preguntó a cada uno qué iba a hacer.  Entre los varones, muchos de ellos contestaron: “voy a trabajar”, muchos eligieron la escuela industrial (mecánico tornero) y algunos el liceo.  Nuestros padres nos hacían trabajar, o permitían que ayudáramos en tareas, en las casa de nuestros amigos.

No olvido mi enojo, cuando en oportunidad que nuevos amigos de primero de liceo, vinieron de “la ciudad” a jugar a mi casa, mi padre nos mandó a los tres, a entrar damajuanas del lavadero al galpón, no sé cuántas eran, pero eran muchas. Yo me sentía mal, esa no era manera de atender a la visita. Lo cierto es que las damajuanas se entraron y luego todo mejoró con un buen café con leche.

-Les cuento una anécdota vinculada al trabajo. Alrededor de 1950, estando en ejercicio de la presidencia, Luis Batlle Berres, se decide la construcción de un barrio obrero en el Paso de la Arena. Para ello se expropian diversas propiedades, y entre ellas una parte de la granja de mi familia. En ese lugar, se construyen una serie de viviendas que dan sobre la calle Alfredo Moreno, costado sur.  Como consecuencia de la construcción y de la colocación de alambrados, quedan en el terreno muchos residuos sólidos que entorpecen el laboreo. Allí se plantaban papas, boniatos y alfalfa. Un día, luego de una guerrilla con fruta caída, se nos manda a juntar esos residuos, ofreciéndonos una paga, que yo entendí de veinte centésimos el kilo de material entregado. Eran aquellas moneditas de plata con una espiga de trigo en el reverso. Allá fuimos todos con latas, cajones, cajas, carretillas, a juntar restos de materiales, pedazos de ladrillo, etc. En poco rato tuvimos una montaña de ello frente a la balanza. Sumaba una cifra que superaba el salario mensual de un obrero. En ese momento mi padre me dice que no era 20 centésimos el kilo, que era o por cajón, o por hora, o qué se yo. El hecho es que todo aquel gran entusiasmo inicial, se convirtió en desazón, porque alguien había entendido mal. Se entregó lo juntado, se pagó lo que se pagó, pero allí terminó el negocio. Quedaron más piedras en el campo, pero también más piedras en mi garganta, pues nunca sabré qué fue lo que pasó, o quién entendió mal. Jamás dudaré de la palabra de mi padre, pero yo había entendido otra cosa, y así se  lo había trasmitido a mis amigos.

“Un vintén p’al Juda”

El calor de diciembre y la fragancia de los jazmines, eran quienes nos recordaban que teníamos que comenzar la construcción del “Judas”. Les pedíamos a nuestras madres cualquier pantalón o saco que estuviera fuera de uso. Si conseguíamos alguna bufanda, sombrero, y hasta un par de lentes, el vestuario estaba completo. Rellenarlo con pasto seco,  paja de trigo, y diarios viejos, era todo un trabajo artesanal, pues había que hacer bien las costuras y no tenía que verse el relleno.

Una vez hecho el tal muñeco se llevaba a la vereda y comenzaba la tarea de pedir “un vintén p’al Juda”. La mayoría de los pocos transeúntes, eran conocidos y siempre nos daban algo la primera vez. Sucede que cuando pasaban nuevamente no se hacía esperar la respuesta: “ya te dí ayer”. De todos modos persistíamos en el empeño y algo se recaudaba. El dinero era para comprar los cohetes que colocábamos en el cuerpo del Judas para que la noche del 24, en Noche Buena, al quemarlo, estallaran dándole más efectividad a la fiesta. Como la recaudación era magra, o a veces en vez de cohetes se compraban golosinas, llegado el momento teníamos muy pocos explosivos. Frente a esto lo que se hacía, era suplirlos por sal gruesa y trozos de cañas cortadas de un largo cerco, del cuál quedan aún restos bordeando el actual CCZ 18.

Desde mucho antes de las 12 de la noche, ya lo teníamos colgado de un alambre. Prenderlo fuego, verlo arder y escuchar las explosiones, era para todos nosotros una inolvidable fiesta, que aún hoy, perdura con toda claridad en la memoria de quienes lo vivimos.

El sonido que provocaba la quema de los Judas, es también sin duda, otro de los sonidos que nos abandonaron.


Hermanos de la vida
“El Cucho”, “el Licho”, “el Tito”, “el Nebio”,  “el Walter”,  “el Aníbal”, “el Atilio”, amigos, hermanos de la vida, tuvimos la suerte de reunirnos hace unos años. (Está la foto como testimonio).

Una historia de barrio. Una historia de infancia feliz. Nunca enfermábamos, los doctores no existían. Los psicólogos tampoco. Todas familias normalmente constituídas, con un padre que trabajaba y traía el sustento, y una madre que administraba y cuidaba a sus hijos. ¡Otros tiempos! Si mejores o peores, queda a su juicio, estimado lector.

Lo hasta aquí escrito, puede parecer y es, un relato muy personal y muy puntual, de un grupo y de un lugar. Cierto que así es. Pero es lo que tengo para usar de ejemplo, para poder trasmitirles lo que quiero. Que las nuevas generaciones vean cómo crecíamos medio siglo atrás, que vean que la trama social era diferente y los vínculos eran distintos, que vean cuál era la base estructural de nuestra sociedad sobre la cual se construyó el país que tuvimos; éramos niños amigables, fieles a nuestros compañeros, pero por sobre todas las cosas éramos felices, con muy poco. No podemos seguir tolerando con indiferencia, la desintegración social y pérdida de valores fundamentales, que hoy padecemos. Unámonos en el esfuerzo. En eso estamos.
P.D. ¡Ahhhhh!! ¿pensaron qué me olvidaba? ¿Leyendo esta nota no notaron nada? Tal vez no se dieron cuenta. Pero aquí tuvimos otro de los sonidos que nos abandonaron. El sonido de los rulemanes deslizándose por el hormigón. Típico sonido de la hora de la siesta. Para nosotros, música celestial. Ya no hay muchachos que fabriquen chatas. Ya no los vemos en las calles. Tampoco está el lugar para andar con ellas, como supimos  hacerlo. Por lo tanto, es un nuevo ejemplo para nuestro rescate de la memoria.
Agradezco a la vida, que con la excusa de armar esta nota tuve una larga y  agradable charla con mi amigo Newton  Cabral, (el Tito), y su esposa Mirta  De León Suárez

Rómulo Guerrini

  Hopa!, hopa!, hopa!

Los sonidos de los gauchos y las tropas
¿Será éste el sonido que intentamos evocar? ¿Será lo que escuchábamos hace cinco décadas en nuestro querido Oeste? ¿O será que escuché este tema interpretado por Gardel y sirvió como detonador para una tremenda explosión de recuerdos?. No lo sé, tal vez sea todo.
Lo cierto es que el “hopa! hopa! hopa!” viene acompañado de multitud de otras cosas. Cosas todas ellas, que signaron una época, un paisaje, una costumbre y un modo de vida. Tan natural y tan lindo todo aquello, era una penetración del campo profundo en nuestra zona Oeste. Era el campo desparramando su fecundo producto hacia el oeste montevideano, una marea de olores y sonidos que nos invadía, dándole a la zona vida y un color particular.

Sí, me voy a referir a la Tablada Nacional, al Camino de las Tropas, a los troperos, todo un mundo muy vivo, muy dinámico, muy emblemático, que hoy… ya no está. Sólo el mágico recuerdo en quienes lo vivieron.

Siendo Presidente de la República el Gral. Arq. Alfredo Baldomir, el 24 /07/1942 por el Decreto Ley 10.200 se crea la Tablada Nacional, para: “las operaciones de compra y venta de haciendas para la exportación y el consumo de Montevideo”. Administrativamente dependía del M.G.A. Los peones encargados de la recepción y transporte de los animales estaban vinculados a una bolsa de trabajo organizada por la propia Tablada Nacional.

Previo a esta formalidad,  desde 1876 en la  zona se efectuaba la compra-venta de ganado para los mismos fines. Era una extensión de campo abierto, en uno de los parajes más altos de Montevideo, rodeado de pastoreos para el estacionamiento provisorio de las majadas, (Julio C. Romero).

Entre 1925 y 1926 el Municipio construye el edificio central del Hotel de la Tablada para administración, y alojamiento de gente vinculada a la tarea. Tuvimos la suerte de conocer sus instalaciones en pleno funcionamiento, pues desde 1954 a 1960 acompañaba a mi padre cuando le vendía vino a la cantina del mismo. En 1916 se inauguró el ferrocarril a la Tablada, llegando el primer tren arrastrado por la locomotora N° 25 a cargo del maquinista Sr. Pedro Irigain. Los trenes estaban constituídos por numerosos vagones para ganado vacuno, y ovino,  dobles y sencillos y como vagón de cola llevaban el denominado “breque”, en el cual viajaban los responsables de los animales transportados.

En todas partes del mundo el desarrollo de lo que es el sustento de los pueblos, va modelando  el paisaje y las costumbres en los diferentes lugares.

Viajando vimos lugares en los cuales el principal sustento, o el único, es la minería.  Allí se ve claramente lo que podemos denominar el paisaje geográfico, y otro que es el paisaje cultural, adaptados ambos a lo que en definitiva es la fuente de mantenimiento de esa población.  Lo mismo en lugares costeros en los cuales se vive de la explotación pesquera.  Y también en nuestro caso, que vivimos de la ganadería.

En efecto, el Uruguay del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX vivió básicamente de la explotación extensiva pecuaria. Ello generó, “nuestro paisaje”.  Potreros, alambrados, tablada,  arreos de tropas, troperos, frigoríficos, etc., toda una infraestructura paisajística y cultural vinculada a la explotación ganadera.

Dentro de esa gran estructura hubo muchas cosas que hoy no están. Algunas se perdieron totalmente, otras quedan en el recuerdo, y otras quedan como restos fosilizados de una época esplendorosa.

Resumiendo: como consecuencia de la explotación ganadera se formó en el oeste de Monte-video todo un sistema de recepción y clasificación en la tablada, de transporte en el Camino de las Tropas y de faena en los frigoríficos Nacional, Swift y Armour, que le dieron a esta zona un matiz particular, propio de esa industria.

Muchas veces parece como que me voy de tema, pero no, no es así. Yo quería hoy sumar otra nota vinculada a los sonidos que nos abandonaron.  Es muy difícil  escribir y poder llevar la pluma  por donde quiero.  Más bien va por donde ella quiere, y tiene razón! No puedo mencionar tal o cual sonido desaparecido sin dar una idea del contexto. El problema es dónde ponemos el límite para “pintar el entorno”.

En fin, aclarado lo anterior iremos ahora hacia los queridos sonidos que deseo mencionarles. Son varios. Insisto en que trataré de ser breve.

Los troperos partían para su trabajo a eso de las 3 o 4 de la mañana y volvían a la 1 o a las 2 de la tarde. Varios de ellos vivían en Paso de la Arena.  “El gaucho Espinel”, “El Tique”, “El Poncho Piola”, “el Garibaldi Olivera”, (este último, descendiente directo de Leonardo Olivera, héroe nacional en su lucha contra el invasor lusitano).

Los que vivían en Paso de la Arena, volvían de su trabajo por camino Cibils. Un camino muy particular: hormigón nuevo, todo campo; después de mediodía mirando desde camino Tomkinson, y hasta donde daba la vista, no veíamos una sola persona. Cuando aparecían los troperos lo único que veíamos era sus figuras. Venían en tandas de 3 o 4, a veces alguno solo. En general con el clásico poncho que lo cubría todo, inclusive la montura hasta la cola. Parecía como que hombre y caballo eran la misma cosa, no podíamos imaginarlos separados. A veces alguno venía con un perro que caminaba increíblemente debajo, entre las patas del caballo, una destreza de circo que para nosotros era vista como muy natural. En estos casos hombre caballo y perro, también formaban una unidad inseparable.

Pasaban lentamente en un trote sostenido. Pasaban frente a nosotros, algunos saludaban. Los que no, parecía como que estaban en otro mundo, ajenos a su entorno, con una mirada perdida, en un rostro inexpresivo, esperando que la noble bestia los depositara en el destino. Algunos iban derecho a sus domicilios. Otros hacían una escala “técnica” en el bar situado en Luis Batlle Berres  y Tomkinson. Probablemente para orinar, pero sin probablemente para cargar combustible: alcohol para el tropero y alfalfa para el caballo. Efectivamente, en ese lugar también paraban los alfalferos del Rincón del Cerro y allí se les vendía el producto a los troperos.

Cuando dije que los depositaban en sus destinos es cierto. Uno de los troperos mencionados cuando recibía la paga cargaba su combustible, pero en cantidad tal, que cuando el caballo llegaba al domicilio se detenía quedando parado frente al mismo, con su gaucho arriba. La esposa, que conocía el paño, enviaba a sus hijas: “vayan a bajar a su padre”.  Las niñas cumplían y sin mediar palabra nuestro amigo pasaba del caballo a la cama. Como tenía muchas monedas en el cinto y como aparentemente de nada se daba cuenta, una de las hijas toma una moneda para ella. Qué sorpresa al otro día cuando el padre vuelto otra vez del trabajo (sobrio) les reclama la moneda!

Pues bien, estos troperos signaron una época. Su presencia para nosotros imponente, su paso como en un desfile, sus figuras integradas al paisaje, ¡y también su sonido!.  El rítmico y repetido golpeteo de las herraduras en el pulcro hormigón, marcaba la hora y el lugar. Golpeteo a trote lento que a veces imitamos con los dedos, pero que no fue grabado y nunca se repetirá. Pasarán tal vez otros caballos, pero aquellos y su entorno ya son historia.


Ese es uno de los sonidos que les quería rescatar.
El otro está por supuesto vinculado a lo que a continuación haremos referencia.
Tablada, Camino de Las Tropas y frigoríficos
Como ustedes saben, Camino de Las Tropas hay muchos. El que nos ocupa hoy, es el del Oeste montevideano, el que se construyó desde la Tablada Nacional, hasta el Frigorífico Nacional.

No hasta la misma planta, sino hasta la entrada a los corrales al pie del Cerro de Montevideo. Fue el único empedrado con adoquines en toda su extensión (mejor dicho adoquinado). Estaba perfectamente alambrado y había obreros cuyo trabajo permanente era ser alambrador del Camino de Las Tropas.
A lo largo de su recorrido había lugares elevados desde los cuáles se podía visualizar un largo trayecto del mismo.

Impresionante el recuerdo de ver el desplazamiento de las compactas tropas que según el color de los animales, formaban una cinta marrón, blanca, negra, en movimiento. Las majadas eran separaban unas de otras, por troperos colocados al inicio y al final de las mismas. Viéndolos pasar parecían el portaestandarte al frente de un desfile.

El problema se producía en el cruce con Simón Martínez, (hoy Luis Batlle Berres). En ese lugar viajando en el “27” de las 7.30 hs. en el cual íbamos colgados, nos bajábamos y esperábamos a que los tropas dieran lugar. Eran los troperos quienes decidían cuándo dejar pasar el tráfico. Nunca hubo conflictos. A veces alguna res, se escapaba del camino y disfrutábamos de ver el maravilloso trabajo del perro, del caballo, y del hombre, todo el equipo para lograr que la desobediente volviera a la tropa. Aquel gaucho que en Cibils era una impertérrita estatua ecuestre, en este caso era una maravilla en movimiento, mostrando su plasticidad en cada giro, coordinando con ambos fieles ayudantes, todas las acciones para lograr su cometido.  Ejemplo de dedicación de quienes estaban orgullosos de su tarea cumpliéndola a la perfección.

Todo ésto no era en silencio, no era cine mudo. Las pezuñas en el empedrado, el resoplar de las húmedas narices, también el golpe de las herraduras, el ladrido del perro y el oportuno “hopa!  hopa!  hopa!”, componían un concierto, un canto a la vida, que hoy traemos al rescate de la memoria.


Anécdotas de nuestros mayores


Bandadas de pavos también
marchaban al frigorífico

Llegados a este punto, podríamos estar conformes por haberles transmitido la idea de otros sonidos ya perdidos. Pero cometería una falta, para mí muy importante, si no menciono lo que me contó una señora de 92 años que conoció todo lo relatado y que además me agregó algo que yo nunca supe y tal vez ustedes tampoco saben.
Lo que ahora les voy a contar no es una pavada, si pensamos en la pavada juego de niños o en la pavada tontería.  Pero sí,  es una pavada, porque se trata de un conjunto de pavos!!

Sí señores, por nuestro querido Camino de las Tropas en  los  años 1932 y 1933  transitaban bandadas de pavos también rumbo a los frigoríficos.  Eran miles. Delante de ellos iba un muchacho tirando maíz sobre los adoquines, y las aves también en forma de tropas y en grupos lo seguían detrás de su alimento. No podían pensar que iban a la muerte.
En los oídos de Pura Salvático Ferreccio, resuena aún hoy muy vivo el sonido producido por esas aves pasando por miles, frente a su casa en un último desfile. No pudo trasmitírmelo,  traté de entenderla, sueño que lo logré. Quisiera que ustedes también soñaran.


Hasta la próxima, amigos.

Agradecemos la colaboración de la Sra. Teléfora Olivera.
Rómulo Guerrini

Hermoso domingo de invierno

Cuando se me ocurrió la idea de evocar sonidos que ya no están, me vinieron a la memoria dos o tres de ellos. Pasando los días, otros se fueron sumando, y hoy son tantos que tendría para escribir un libro. Tengo miedo de equivocarme y salirme del carril de lo que debe ser nuestra sección. Frecuentemente le pregunto a nuestra redactora responsable acerca de mis dudas y ella me dice “está bien, seguí así”.

Con ese estímulo así lo hago, y ahora les traigo sonidos que algunos casi no están, y otros han desaparecido en forma definitiva. De entrada les digo que se trata de aviones y avionetas que surcaron nuestro cielo.  En la década del cincuenta era absolutamente normal  ver en nuestro cielo, los domingos,  cuatro o cinco avionetas a la vez, volando en forma independiente (quiero decir no coordinadas) que iban y venían, daban vueltas, volvían a pasar, desaparecían y al rato las veíamos nuevamente. Las conocíamos por los colores. No percibíamos diferencias en el sonido de sus motores. Desde la mañana a la tardecita formaban parte del paisaje. Tal vez fue una moda. Actualmente sabemos que se usan para tareas específicas (transporte, fumigaciones, etc.). Decolan en Melilla y viajan fundamentalmente hacia el Norte; pero aquella costumbre de volar por volar, dar vueltas y vueltas en esta zona, definitivamente no está más. Personas vinculadas al tema me han informado que lo que sucede es que se emitió una orden que prohíbe a esas naves volar sobre zonas urbanas. Evidentemente esa orden se ajusta a la realidad porque estos lugares hace sesenta años eran mayoritariamente todo campo. Lo que se extraña es el sonido permanente de uno o más motores encima de nuestras cabezas, aumentando o disminuyendo sus revoluciones por minuto, y que hoy son silencio.

Esto sucedía fundamentalmente los domingos y feriados; eran muchas avionetas y no las identificábamos.

“La avioneta de Pichaco”, sí era diferente
No sé si los domingos, pero sí los días de semana, había otra avioneta que sí la conocíamos. Por su sonido, por su color, por las cosas que hacía, porque su piloto nos saludaba respondiendo a nuestras señas y gritos, y esa era “la avioneta de Pichaco”. ¿Quién era Pichaco? Un personaje!! Un chiquilín grande, siempre alegre, con su mirada clara, vivaz, desconocía la maldad.  Pues bien, era una de esas personas que como se dice, la hicieron y se destruyó el molde. Para nosotros, niños, tenía el encanto de la vivacidad y la ocurrencia, un físico privilegiado, siempre en movimiento. Siempre haciendo cosas que nos atraían, mecánica, ambulancias de la guerra, inventos para espantar pájaros, etc. Siempre dispuesto a arreglar lo que fuere. Compaginaba con su tremenda fuerza una calidez envolvente indescriptible.

Cuando volaba por esta zona sabíamos que era él por el conocido ruido de su motor. Salíamos a campo abierto y lo veíamos dando vueltas en círculos sobre nuestras cabezas o, de repente, subir y subir y cuando casi no se veía, apagar el motor y en silencio desplomarse en tirabuzón, con nuestro pánico porque lo veíamos ya muerto. En el último momento enderezaba su máquina y en vuelo rasante nos saludaba pasando sobre nuestras cabezas. ¿Qué niño puede olvidar eso? Recuerdo, tal vez sería la primera vez, viéndolo caer, corro a avisarle a mi madre “mamá se cae un avión” y su inmediata respuesta,” no, no, es Pichaco”.

El sonido de esa avioneta, si hoy se repitiera lo reconoceríamos entre mil. Pero ni él, ni su pájaro de acero volverán a pasar. Él partió en su viaje sin retorno, en su vuelo eterno. Ese niño también lo seguirá saludando eternamente.

El avión se llamaba “El Pionero”.

Como se imaginarán, para nosotros un ídolo, todos queríamos ser Pichaco. Su padre, el Sr. Joaquín Peyrá, había incursionado en la aviación y tuvo un accidente muy grave cuando su avión capotó en San José. El motor de esa nave durmió durante décadas y era motivo de admiración en el taller de su hijo. Su marca era Daimler, proveniente de Alemania, de las fábricas que posteriormente fusionadas dieron origen a la firma Mercedes Benz, (el nombre Mercedes se colocó en honor a la hija de unos de los directores de la empresa).

Ya que de sonidos que se fueron se trata, y ya que de aviones estamos hablando me gustaría contarles algo que también era cotidiano, y que por la circunstancia que fuere no creo que volvamos a vivirlo.

Pocos se acuerdan de ello. Sucedió durante unos cuantos años, y como todas las cosas un buen día desapareció. Me refiero a los, en aquel entonces famosos hidroaviones, que hacían el servicio Montevideo-Buenos Aires, y se les llamaba, “El avión de la carrera”. Partían de nuestro puerto y llegaban al puerto de Buenos Aires aproximadamente en una hora. La empresa se llamaba “Causa” y tenía sus oficinas en la plaza Independencia.

Era un emprendimiento privado encabezado por el Ing. Supervielle, como inicialmente lo fue Pluna, por los hermanos Baeza, a quienes tuvimos el gusto de conocer en su casa de la calle 19 de abril.

“El avión de la Carrera”

“Causa” inicia sus actividades con aviones alemanes que habían sido construídos para transporte en la Segunda Guerra Mundial. Posteriormente usan enormes cuadrimotores a hélice fabricados en Inglaterra. La parte inferior del fuselaje de los aviones tenía forma de quilla y bajo cada ala llevaba un enorme flotador. Para el ascenso y descenso de pasajeros se estacionaban en las aguas de nuestro puerto y se llegaba a ellos en un barquito. Había que tener habilidad para pasar hacia y desde el avión, sobre todo si las aguas estaban agitadas.  A veces una ola salpicaba y se hacía el viaje mojado. No había opción.  No se les ocurra pensar en cabinas presurizadas, oxígeno, equipos de seguridad, etc. Lo único que había era encima de la cabeza de cada pasajero un cañito de goma que se podía usar para recibir aire fresco. En realidad era más o menos como subirse al “127” y hacer el viaje de la Aduana a la Barra del Santa Lucía.

Nunca viajé en él.  Los que sí lo hicieron me cuentan que era el medio alternativo al “Vapor de la Carrera”; y que, como la altura del vuelo no era mucha, por las ventanillas se podía apreciar claramente el trayecto realizado.  Siempre iba y venía recorriendo la costa uruguaya, se internaba en el Río de la Plata sólo para hacer el cruce hacia y desde Buenos Aires. Tenía capacidad para treinta o cuarenta pasajeros.

Recuerdo claramente su partida, de mañana y de tarde.  Lo primero que oíamos era un sonido atronador.  Era producido por sus cuatro potentes motores al máximo de fuerza para empezar a deslizarse por la bahía, tomar velocidad y así, al superar los 125 kph levantar vuelo. Ese era el momento en que sin cansarnos de ver siempre la misma imagen mirábamos al Cerro y esperábamos verlo aparecer, lenta y majestuosamente atrás de la fortaleza, elevando altura y apuntando hacia la vecina Buenos Aires. No nos aburríamos de verlo.  Al contrario, al escuchar el sonido de sus motores en el momento del despegue, corríamos hasta un lugar apropiado, porque sabíamos que enseguida lo veíamos aparecer como ya dijimos.

A la vuelta, algo similar. Su imponente mole gris pasaba sobre nuestras cabezas y al mirarla veíamos claramente sus letras de identificación escritas en las alas.  No olvido al “CX-ANA”. Nunca supimos de accidentes, aunque los hubo en 1955 y 1956 sin consecuencias fatales.

Era costumbre en familias de nuestra zona ir de paseo al puerto para ver el despegue o llegada de estos aviones.  Los niños de aquella época (hoy algo creciditos) nos cuentan de su ilusión ante la promesa de su madre  que  “cuando pueda los llevo a ver el avión”.  Ver subir los pasajeros, verlo tomar potencia, dejar la blanca estela y lentamente levantar vuelo era más que suficiente para hacer felices a aquellos niños, volando su fantasía seguramente más lejos que el propio avión.

En otra nota hablamos de los pitos de las fábricas y de la referencia de horario que ellos significaban. Pues debo decirles que en Punta Espinillo y Rincón del Cerro, lo que se utilizaba con el mismo fin era el paso del avión. Más de una madre le decía a sus hijos en la previa a la escuela: “apúrense que pasó el avión”.

Por último les doy algún dato que contribuye al conocimiento: la empresa “Causa” funcionó desde 1938 hasta 1967. Los primeros aviones se llamaban: “El Uruguayo” y “El Argentino”; otros se llamaron “Artigas” y “Boizo Lanza”. Los hidroaviones dejaron de funcionar en mayo de 1962. Como dijimos, eran de origen inglés y fueron usados en la II Guerra Mundial, para contrarrestar a los submarinos alemanes. La velocidad crucero era de 285 kph.

Estas máquinas pasaban todos los días sobre nuestras cabezas. ¿Usted querido lector, se acuerda? Si me dice que sí es, o porque peina muchas canas o peina nada. Si me dice que no, pues me alegro, porque habré contribuido con usted para que sepa algo más de la tierra en que vivimos.

El avión más grande del mundo
había llegado aquí a nuestra casa

Acercándonos al final queremos contarles una anécdota que si bien fue un hecho luctuoso por sus características, podría haber sido la mayor tragedia aérea en la historia de nuestro país.

En verdad no es de nuestra zona Oeste, pero es tan interesante y como está vinculado a los aviones, en poquitas palabras para no aburrir se los cuento.

Una fecha: 31/10/1945. Una empresa: Air France. Un nombre: Lionel de Marmier. ¿Qué es esto? Pues bien, terminada la II Guerra Mundial, la mencionada empresa puso en el mercado vuelos transatlánticos de gran lujo, “los vapores del aire”. Enormes aviones (para la época) de los cuales se fabricaron siete, en ese momento los más grandes del mundo, tenían seis motores a hélice y llevaban hasta setenta pasajeros. Uno de ellos se llamaba así en honor a un brillante piloto francés. Este aparato volando de Río de Janeiro a Buenos Aires, pasando sobre Rocha rompe las aspas de uno de sus motores, las cuales atravesando el fuselaje abren un enorme orificio matando a dos pasajeros. Ante la emergencia el piloto acuatiza en la laguna de Rocha. Quien dirigió el operativo de salvamento y rescate fue quien posteriormente sería presidente de la república el Gral. Oscar D. Gestido.  Reparado en parte voló y acuatizó en nuestra bahía para una mejor reparación. Fue todo un acontecimiento de la época. El avión más grande del mundo había llegado aquí a nuestra casa. Algunos se acordarán de ese hecho.

Como los niños del paseo nosotros también dimos vuelo a nuestras fantasías, basadas en realidades, las tuvimos, soñamos. ¿Es que fabulamos?  No. Sencillamente recordamos la niñez tan feliz y su fantasía.  El soñar que aquel avión que volaba tan bajo nos trajera el triciclo que a gritos le pedíamos en medio del florecido alfalfar. También soñar que nuestra pesada cometa hecha con caña verde sería la más linda y la más alta. ¿Y por qué no? En la ilusión del niño todo puede ser.

Queridos amigos no vamos a decir que a vuelo de pájaro, pero sí a vuelo de avión, hemos hecho un pequeño recorrido evocando aquellos sonidos que nos abandonaron.

Agradecemos los aportes de: Héctor Otero, Blanca Tealdo y Josefina Cabral.

Rómulo Guerrini

AL RESCATE DE LA MEMORIA

Siempre intentamos transmitirles recuerdos, vivencias, anécdotas. Como hemos dicho, hubo sonidos que nos acompañaron y que en forma imperceptible fueron desapareciendo. Hemos hecho algún comentario sobre el sonido emitido por el pito de una conocida fábrica de nuestra zona. Ya que de pitos estamos hablando debemos hacer referencia a un hermano mayor (porque estaba antes) del mencionado.
No tenía tanta personalidad, parecía triste y aburrido, pero allí estaba, haciéndose oír todos los días menos los feriados. También era a vapor como el otro, pero sin dudas de una caldera más pequeña. Pitazo corto y sin gracia que indicaba cambio de horario en la entonces fábrica

de conserva de tomates propiedad del Señor Morixe ubicada en el cruce de Camino Cibils con la cañada Bellaca. Como tal habrá funcionado unos diez años. Su nombre era “La C.A.R.U.” Cierra, y en sus abandonadas instalaciones luego se instalan y dan trabajo a muchos obreros, dos curtiembres “Vistal” y “Piel D’oro”. Estas dos curtiembres mejoraron y ampliaron toda la infraestructura construyendo grandes galpones en los terrenos que fueron propiedad de la familia Cabrera. Félix, Felipe, Toribio, Gapo y Sara. (Felicia falleció muy joven ahogada en una crecida de la cañada Bellaca) No siendo el primero, todos solteros y sin hijos. Inmigrantes canarios. Su rancho de paja y terrón estaba construído justo frente a la desembocadura de la calle Costanera en el Camino Cibils. Su sustento lo lograban cultivando la tierra.

Sara elaboraba exquisita cerveza que guardaba fresca en el aljibe y por la cual íbamos “de visita” a ver si por ahí nos invitaba con ella. Por supuesto escapados de casa, pero daba resultado. La carreta de ellos con dos enormes bueyes manejados por Toribio estaba al servicio de todos los vecinos. Grabado a fuego quedó en mi memoria la angustia y lágrimas de mi padre en el momento que alguien le comunicó que Sara había muerto. Visto lo anterior parece como que estoy mezclando los pitos con otras cosas. Pues sí. Así es. Esos sonidos no estaban aislados en la nada. Formaban parte de un todo. Formaban parte de una cotidianeidad en la que fuimos creciendo y por eso es cada sonido y su entorno. Siguiendo con los pitos tenemos otro que en lo único que se parece a los anteriores es que era producido por el vapor. No es fijo, es móvil, no tiene horario, no tiene día y no es siempre el mismo. Es producido por diferentes calderas y por lo tanto se escuchaban diferentes tonos, también de diferente duración e intensidad. Además variaba con el viento. Pero entonces ¿Qué fábrica es ésta? ¿Dónde está? Todo tiene su explicación, no es ninguna fábrica. Como sabemos y nos enseñaron en la escuela, desde la época de Hernandarias la Banda Oriental es un inmenso pastoreo. Ello dio lugar a que sin mucho esfuerzo se fuera generando una riqueza ganadera que llegó a convertirse en el soporte económico de nuestro país. Capitales extranjeros ven la posibilidad de explotar esa riqueza e instalan en Montevideo varias plantas frigoríficas. Había que trasladar esa riqueza desde todo el país a esas factorías. El ferrocarril también extranjero, se encarga de ello y construye un ramal que se desprende de la vía principal a la altura de la calle Edison terminando en la zona de la Tablada. En ese lugar se edifica un hotel (Hotel de la Tablada) y una gran playa de maniobra de trenes, cuyas vías embocaban en interminables tubos de madera (tablada) por los cuales pasaba toda la riqueza ganadera del país.

Señores, los pitos mencionados eran de las distintas locomotoras que traían la preciosa carga que daba de comer a extranjeros y uruguayos. Se oían claramente, pues la distancia recta no excede los tres mil metros. Todo esto también desapareció con el cierre de los frigoríficos, con el auge del camión y con la decadencia de Afe

Siempre que podemos agregamos una anécdota referente al tema que estamos comentando. Hoy vinculado a los trenes de La Tablada y sus sonidos nos viene a la memoria, un hecho que sucedió y que podía haber terminado en tragedia.

Fue en el año 1954, ocurrió en el cruce del actual camino Lecocq con la vía. Debo decirles que el paisaje era totalmente diferente al que hoy conocemos. Lecocq era angosta y de pedregullo. Desde el arroyito hacia la vía no era casi plano como ahora, sino que era una muy empinada subida en la cual si el vehículo se detenía le era muy difícil retomar la marcha sin irse hacia atrás. Al final de esa muy marcada cuesta estaba la vía “de la tablada”. Para cruzarla había que tomar impulso y no era posible visualizar si venían trenes hacia La Tablada, por supuesto que tampoco había barreras ni señales lumínicas o sonoras, simplemente el cartel indicador del cruce. Imagínense un camioncito del año ‘29 con freno mecánico tratando de sortear tal obstáculo. Pues bien, un señor granjero de nuestra zona, viene desde Colón con su pequeño hijo en el destartalado camioncito y se decide a pasar por el difícil cruce. Toma el impulso necesario y casi cuando estaba llegando a la vía, un niño de más o menos 7 u 8 años sale corriendo de una vivienda lateral (aún hoy existe) y con desesperación grita ¡¡¡cuidado el tren!!! Y lo repite¡¡¡cuidado el tren!!! El conductor viendo la desesperación del niño le cree y detiene la marcha. ¡¡Justo a tiempo!! En el mismo momento, desde la izquierda del camioncito aparece un monstruo de hierro, imparable, resoplando humo y vapor, y fue en ese momento que se hace oír con un profundo y largo pitazo.
Qué hubiera quedado de aquel destartalado camioncito y de quienes en él íban si no fuera por el grito salvador de aquel niño.
Su ejemplo de bien perduró por siempre en el seno de la familia salvada de la tragedia.
Por último mencionaremos el Tranvía de La Barra. No era muy fiel con sus horarios. Cuando se aproximaba se hacía sentir con un ronco pitazo, no era a vapor como los otros, funcionaba a aire comprimido pero el sonido era similar, en este caso más ronco como ya dije, pero ello dependía de la longitud y diámetro del tubo de resonancia. Antes de verlo aparecer por la curva de la calle Llupes se oía su sonido. También lo hacía sonar antes de tomar la curva que estaba atrás de la Estación de Servicio de la familia Otero, paralela a la actual calle Pearl Buck. Nos gustaba correrlo en bicicleta hasta el viaducto situado en el cruce con la calle Las Higueritas, donde otra vez se anunciaba antes de pasar. Luego aumentando su velocidad lo veíamos alejarse.
Basta de pitos por hoy. Hubo otros, pero no los identificamos, probablemente de fábricas en La Teja (Bao, Ferrosmalt,etc). Actualmente ninguno se oye. No sólo en nuestra zona, parece que esa modalidad de marcar horario ya pasó, no sé si era mejor o peor que ahora, si sé que existieron y que marcaron una impronta en el concierto de sonidos de aquellos años.

Quisimos recordárselo a quienes los escucharon; y a quienes no, quisimos transmitirles lo que fue.

Vaya ésto como una nueva contribución al rescate de la memoria.
Nuestro particular agradecimiento al Sr. Alvaro Torres Mognaschi por su invalorable aporte de datos.
Rómulo Guerrini


“El pito de las 11”


No es domingo, es martes por la mañana. Tendría que estar atendiendo pacientes, pero no. Este es un martes muy especial pues hoy es Navidad. Fecha muy particular de recogimiento, de reencuentros, tal vez de balances.

Sólo en mi casa, con mi tenaz compañera de lectura y escritura: “la gata Cata”. Mi esposa con sus padres en Tacuarembó, mis hijos cada uno en su casa. Una sensación de orden que da vía libre a los sentimientos, y en ellos retrocediendo décadas, llegamos a encontrarnos en un mundo de sonidos que hoy ya no son tales. En efecto todo cambia, todo es muy dinámico, entre ellas sonidos, que en el hoy, nos son tan familiares, en forma imperceptible van desapareciendo y no tenemos conciencia de ello. Tendrán que pasar muchos años para que en una mirada retrospectiva capitalicemos aquellos recuerdos y podamos ofrecer una especie de “historia auditiva” de nuestra Zona Oeste, cumpliendo cabalmente de esa manera, con el concepto que nos guía de “Rescate de la memoria”.

No hay ningún orden establecido en la presentación de los sonidos que nos abandonaron. Sencillamente a medida que aparecían en el recuerdo los anotaba para no perderlos. Anote mi saber, seguramente el lector tendrá en su experiencia otros sonidos que hoy son historia. Quién quiera rescatar esa vivencia no tiene más que comunicarse con nosotros y de esa manera estará contribuyendo al mantenimiento de la memoria colectiva y de la suya propia.

Que la vida es linda, de eso no hay duda. Que todo depende como se mire, tampoco. Cada cuál la vive como quiere o como puede. Ustedes habrán visto que a través de estos artículos pretendemos rescatar hechos, anécdotas, situaciones, que de otra manera mucha gente no sabría de ellos. No se rían. Pero hasta podemos hacer un paralelismo con el zorzal criollo. ¿Quién no sabe de Gardel?.¿Quién de los mayores no concurrió a una peluquería en la cuál estaba la foto del mago con su eterna sonrisa? Dicen que cada día canta mejor. Otros dicen que cantar después de él es muy difícil. Lo cierto es que opinamos lo mismo que él dice en su entrega “volver”. “El olvido que todo destruye”. Nosotros nos afiliamos a ese sentir y contra ello luchamos, no queremos que eso suceda y sobre todo con vivencias de nuestra querida Zona Oeste. Después dice que “siempre se vuelve al primer amor”. Yo no sé si siempre. Si se refiere a una mujer, generalmente eso no sucede. Pero si es al terruño, al lugar donde crecimos e hicimos nuestros primeros vínculos, eso si que siempre sucede. Ahí no falla, siempre volvemos al primer amor, claro, siempre que podemos.

Cuando dice “con el alma aferrada a un dulce recuerdo”, podemos pensar que eso es cuando no podemos volver y vivimos en la nostalgia. Y si hubiéramos vuelto, o si no nos hubiéramos ido, igual volvemos a la nostalgia, ya no del lugar pero si de cosas, de hechos que nos acompañaban y ya no están.

Hoy vamos a hablar sobre un sonido. Si, un sonido que nos acompañó y que ya no está. El no estar, genera sentimiento de ausencia y nostalgia. Tal vez no por el sonido en sí, si no por el hecho de asociarlo a nuestra niñez y adolescencia que fue cuando nos acompañaba. Viniendo desde Belvedere por la actual Luis Batlle Berres el panorama era muy distinto a lo que hoy vemos. Pasando el Camino de las Tropas (totalmente alambrado a lo largo de su recorrido) estaba a la derecha un quiosco policial igual al de Luis Batlle Berres y Tomkinson y al de Cibils y La Costanera. También el bar que en su momento perteneció a la Familia Pulgar. A la izquierda la vieja casona. Más adelante también a la izquierda ya en plena bajada donde hoy está el Barrio Sarandí, estaba instalada una empresa de transporte de ganado denominada “Transportes Rurales”. La mayoría de sus camiones eran los entonces famosos Aclo “matador”. Desde la ventanilla del 127 donde está el Barrio 3 de abril veíamos una hermosa quinta de frutales y viñedos en medio de los que se destacaba una modesta casita con techo a dos aguas constituyendo una típica granja del Oeste montevideano. Casi en la curva, la Radio Sarandí, con su anterior antena de base cuadrangular y estructura piramidal, con una cruz a media altura, destrozada por un temporal fue repuesta por una más pequeña con riendas. No mencionamos la fábrica de neumáticos de Enrique Ghiringhelli, pues no existía. Fábrica de cartón donde hoy está el Macro Mercado. Lo último antes del arroyo del lado derecho era la estación de servicio Shell de la familia Piodaa, la cual concurríamos en bicicleta a comprar una pila para la locomotora del trencito que no habían dejado los Reyes Magos. Finalizando, lo último antes del arroyo del lado izquierdo y sobre la cabecera del antiguo puente era una dependencia del MTOP de mantenimiento vial. Todo lo demás era campo. Pues bien; contiguo a la margen izquierda del Arroyo Pantanoso antes del puente se instala a fines de la década del 50 una empresa productora de aceite, construyendo un edificio de varios pisos en el cual pinta en su parte más alta un cartel que dice “El Torero” haciendo mención a la marca del aceite allí producido. En la noche iluminado daba gusto verlo.

Después que estamos ubicados en tiempo y espacio les digo el porqué de esta introducción. Si es que de sonidos estamos hablando, una vez que está fábrica empezó a funcionar marcaba el ingreso y salida de sus obreros con un típico pito que para nosotros era parte del paisaje.

Ese sonido era usado como referencia horaria para muchos. “El pito de las 11” no fallaba, era esperado y con él se ajustaban los relojes, a otros les daba la tranquilidad de que “aún es temprano”, a otros la angustia de que “ya tocó el pito”. A nosotros niños simplemente nos gustaba oírlo y era parte del paisaje de sonido que nos acompañaba. Nunca imaginamos en nuestras correrías que algún día íbamos a tener la oportunidad de escribir sobre él. Y así fue “el pito del torero” uno de los sonidos que nos acompañó y guardamos en nuestra memoria.

La anécdota es que no era un pito cualquiera. No señor. Era el tal pito!! No era chirriante, era suave y dulzón. Comenzaba en forma brusca con un aviso corto y luego seguía con un segundo tono que iba aumentando progresivamente su intensidad en forma brusca. Música para nuestros oídos. Un amigo de la niñez. Rómulo Guerrini Inmigrantes yugoeslavos, polacos y griegos   Muchachos solos que una vez llegados ofrecían lo que tenían (sus manos) a cambio de comida Acabamos de leer el mensaje de Dinorah Franco y con ello finalizamos el artículo vinculado a los gallegos en el oeste montevideano. Hemos visualizado el paisaje creado por las diferentes etnias afincadas en estas tierras en las postrimerías del siglo XIX e inicios del XX. Hemos intentado con anécdotas o con relatos puntuales, recrear una época y sus costumbres, para que la pesada rueda del tiempo detenga un poco su girar y no aplaste tanta vivencia precursora de lo que somos.

Comentando estos hechos con amigos italianos (familia Sabbatini) recordamos a inmigrantes provenientes de la Europa central y parte de la península balcánica. Son básicamente yugoeslavos, polacos y también griegos.
Si bien provienen de diferentes países, ellos tienen en general, similar perfil. La razón es que la división política de esa parte de Europa. ha ido variando a través de los años frecuentemente. Existen ciudadanos nacidos en Hungría con nacionalidad polaco, o nacidos en Yugoeslavia con pasaporte húngaro. Los cambios de las fronteras eran muy frecuentes, la inestabilidad política también, y ello una vez más llevaba a la pobreza de la población, que sentía la necesidad de emigrar. Como siempre gente joven y sobre todo campesina, con escaza preparación para otras tareas. Así fue como entre guerras se produjo también desde esos lugares, un importante flujo migratorio a diferentes partes del mundo. América y sobre todo el Río de la Plata, eran como la tierra prometida y un significativo porcentaje de ellos, eligió estos lugares para intentar materializar sus sueños de juventud. Estos grupos se presentaban con un perfil diferente al de los inmigrantes provenientes de otras naciones. Diferente no en cuanto a la causa del abandono del suelo nativo, o a la causa de la búsqueda de otras tierras; diferentes eran ellos. En general eran grupos constituidos por hombres solos. Muy escasas mujeres, y muy escasas familias. Muy pocas historias de “voy primero y luego te mando a buscar”. Eran muchachos solos que una vez llegados a destino ofrecían lo que tenían (sus manos) a cambio de comida.

Efectivamente, había organizaciones que se encargaban de proporcionar a esa muchachada documentación falsa con la cual se desplazaban en tren por Europa rumbo a los puertos del mar del norte, principalmente Rostock y Hamburgo. La consigna era viajar de noche. No sabemos quién lucraba con ese sistema, podrían ser las mismas compañías navieras, u organizaciones independientes que fabricaban los documentos cobrando por ello. Lo cierto, es que el paquete incluía documento, viaje en tren, y viaje en barco hasta América. Por supuesto el comprador no tenía la menor idea de lo que era América (la mayoría hijos de campesinos, sin preparación. No había escuelas. Era normal no ir a la escuela). Nada de camarotes, viajaban en las bodegas entre mercaderías, o en cubierta. Se podían bajar en Santos, Montevideo, o Buenos Aires, el precio era el mismo. Durante el largo viaje se formaban “comandillas” o pequeños grupos que luego tomaban decisiones en común (donde nos bajamos, que hacemos…). Esos vínculos así formados fueron el origen de amistades que perduraron toda la vida.


Andaban en grupos caminando entre
las quintas ofreciendo su trabajo

Algunos de estos muchachos formaron familia. Muchos de ellos se integraron a familias campesinas del cinturón granjero de Montevideo y vivieron toda su vida allí con ellos, como un integrante más. No hicieron su familia, fueron adoptados por una ya hecha, generalmente también de inmigrantes, italianos o portugueses. Eran mano de obra que se ofrecía a cambio de un techo y la comida. Andaban en grupos caminando entre las quintas ofreciendo su trabajo. Eran aceptados, sabían trabajar. Se trabajaba de sol a sol. Domingos hasta medio día. La paga la fijaba el patrón, siempre era aceptada y hasta con humilde agradecimiento.

Así se fueron integrando y va quedando al final allá por la década del cincuenta, un paisaje constituído por muchas quintas con su infaltable o más de uno, el ruso, el polaco, etc.

En época de vendimia cuando en las bodegas se formaban largas colas de camiones esperando que la lenta “Garolla” tragara el tesoro sacado de la tierra por sus propias manos, ellos se juntaban y siendo ya mayores, igualmente jugaban y se hacían bromas hablando en su idioma que nadie entendía ni una palabra.

En sus fornidos brazos vimos por primera vez y con la forma de una “sirena” lo que después aprendimos que se llamaba tatuaje, y debo decir que nuestros mayores no aprobaban esa práctica, que por supuesto venía de Europa, pues aquí no se hacía. Parecería ser que quien tenía tatuajes también tendría ciertos hábitos o costumbres que no eran los deseados para generar confianza en esa persona. Con los años el tiempo implacable fue haciendo su obra y ellos imperceptiblemente uno a uno fueron partiendo pero en otro viaje, en el que no tiene retorno.

Gran porcentaje no tuvo hijos. Vinieron, marcaron una época,  hicieron lo suyo, hoy son historia.

No hemos hablado de su tierra natal. Lo que sucede, como hemos dicho, es que no vienen de un solo país, sino de una región que fue invadida y arrasada múltiples veces, a través de los siglos. Por allí desfilaron fenicios, griegos, romanos, venecianos, otomanos,  austrohúngaros, nacional socialistas, soviéticos, etc. Y cada conquistador dejó su impronta. Todos ellos pasaron y ninguno pudo cambiar ni llevarse la hermosura de esas tierras. La transparencia del Adriático, los bosques y lagos de la macedonia, las colinas de la Dalmacia, el internacional Danubio. En estos lugares se asentaron los pueblos eslavos del sur, de ahí el nombre de Yugoeslavia con que se denominó a la nación creada en 1918 por la unión de los pueblos serbios, croatas y eslovenos. Lo que pasó después con el Mariscal Tito y últimamente con la guerra de los Balcanes es otra historia.


El Hotel de los Inmigrantes estaba en
el puerto y daba comida y alojamiento

Queridos lectores, creo que la idea de lo que fue este otro grupo de inmigrantes está dada. Yo les pido permiso para contarles la historia de uno de ellos. Les va a servir para comprender más aún, lo que fue esta hermosa gente que nos acompañó en alguna etapa de nuestra vida. Es una de tantas. Y su historia es representativa de lo que fueron.

Nacido el 6 de enero de 1903 en las campesinas llanuras ucranianas de la Rusia blanca. En la zona denominada Tarnopol, cerca de Lvov a orillas del Dniester, río que vuelca sus aguas en el Mar Negro cerca de Odesa. Crece en el campo con su familia de la que nunca habló una palabra.

Como ya mencionamos, consigue documentación comprada, incluído el pasaje a América,  y luego de viajar tres noches en tren llega a Rostock donde es embarcado. Viajó en las condiciones que dijimos y al llegar a Santos bajó con sus amigos, como no le gustó vaya a saber qué, se reembarca y sigue a Montevideo.

Aquí, en la década del 30, existía una institución que se llamaba hotel de los inmigrantes. No sé quién lo financiaba. El hecho es que estaba en el puerto y daba comida y alojamiento por unos días hasta que el recién llegado consiguiera un lugar dónde estar. Más que suficiente “gancho” para que nuestros amigos allí se quedaran. El barco sigue viaje, ahora sin ellos. No era buen momento en Uruguay, pues aquí se estaba viviendo lo que después se llamó la “depresión del 30”. De todos modos para pequeños emprendimientos, o tareas rurales, o manufactura, quién quería tener mano de obra barata iba al puerto y en el hotel de los inmigrantes allí la encontraba. Tal vez no calificada, pero sí barata y abundante.


José Recus Ianchesky, permaneció
en Paso de la Arena hasta su muerte

Un pequeño empresario que quería construír un galpón con sótano necesita obreros y decide ir al puerto. Una vez en el lugar surge la infranqueable barrera del idioma, pero como todos sabían lo que querían unos y otros, bastó hacer señas con las manos indicando “10” y rápidamente el endeble camioncito desapareció bajo una masa de ansiosos candidatos. Vuelta la seña del “10” y poco a poco sin ganas se fueron bajando hasta quedar diez. Después de media hora de viaje con su preciosa carga, llega el camioncito a destino y al hacer el primer recuento de presentación resulta que eran once!! Enojo del flamante patrón (31 años) y actitud de “perdón por lo hecho” de los once nuevos empleados. Lo que sucedió es que nuestro amigo se acostó en el piso y al contar inicialmente, no fue visto. Destacamos el hecho de que en ese momento nadie lo denunció, y luego todos acataron la culpa por igual.
La obra duró seis meses, se les dio casa, comida y una pequeña paga. Terminada la construcción se termina el trabajo y todos se van.

Un año después dos de ellos vuelven al lugar y le piden a aquel que fue su enojado patrón volver a trabajar. Se los toma nuevamente con casa, comida y pequeña paga. Y de esta manera se inicia el crecimiento de lo que después fue un establecimiento granjero y vitivinícola.

Diez años después, uno de ellos se va y prospera en otros trabajos formando familia y llegando a vivir de renta los últimos años de su vida. El que queda va a acompañar a su patrón hasta la muerte de éste en 1985.

No encuentro palabras en el diccionario castellano que puedan sintetizar la suma de humildad, respeto, fidelidad, y dignidad de este ucraniano venido al Paso de la Arena. Su analfabetismo no menoscababa en nada su don de gente. Eterno amigo. Paseaba con extrema paciencia en la rastra tirada por un caballo bayo a los muchachos del barrio, los cargaba en los bueyes o en lo alto de la parva de alfalfa de la carreta de Toribio. El sonido de su guadaña cegando alfalfa sigue siendo música en los oídos de quienes lo escucharon, al igual que su voz acompañando las óperas rusas en la radio. Una vez el hijo del patrón cae de un sauce al arroyo con grandes posibilidades de ahogarse, él, que estaba juntando avena corre hacia el lugar, evitando lo que podía haber sido una tragedia. Más de una vez asumió calladamente culpas por travesuras hechas por los varones menores de la casa. En fin, cientos de anécdotas que van a seguir ilustrando lo que era esta persona, muy representativa de lo que fueron aquellos inmigrantes.
Por último les cuento que convivió con esa familia en el marco de respeto ya mencionado. Compartió tristezas y alegrías. Empujó la cachila del patrón para ir a ver a su novia, para luego pasear a caballo a los nietos de ellos.

Su licor preferido era el de naranja. Lo elaboraba muy fácilmente. Compraba en la farmacia un litro de alcohol, pelaba una naranja cuidadosamente sacando su cáscara en espiral y la introducía en la botella llena. Al poco rato estaba pronto su “licor de naranja”. Sorbito tras sorbito, se lo tomaba. Por supuesto cuando invitaba nadie aceptaba, y él se reía diciéndonos que éramos unos flojos.

Una vez jubilado siguió viviendo en el mismo lugar que trabajó, hasta que un día como no lo veíamos, entramos a su cuarto y estaba en su cama plácidamente dormido, pero para siempre. Luego de 62 años de convivencia se fue tan dignamente como había llegado.

Vivió y murió en una chacra que estuvo en el centro de Paso de la Arena recostada a la cañada Bellaca. Tuvo sus amigos coterráneos y otros del lugar, con quienes frecuentaba por las tardes de domingo en el bar de “Sityes”, en lo de “Torres” o en lo de “Añón”.

Su persona es inolvidable para quienes tuvieron el privilegio de conocerlo.

Su nombre fue José Recus Ianchesky.
De esta forma damos fin a esta entrega vinculada a inmigrantes eslavos.

Rómulo Guerrini


GALLEGOS

en el Barrio Paso de la Arena

El Pueblo Gallego, mantuvo una relación muy importante con América, ya desde su “descubrimiento”. En el correr de los siglos posteriores, se transformó, en un pueblo emigrante, debido a una estructura económica y social de tipo rural, casi medieval, que expulsaba a los jóvenes que no heredaban el único medio de producción que existía, que era la tierra. Aproximadamente el 90% de su población era rural. De tanto en tanto se producían verdaderas oleadas de emigración, debido a coyunturas políticas o de hambrunas producidas por fenómenos climáticos que no permitían que se obtuvieran las cosechas mínimas, para cubrir las necesidades de alimentación para todos. Dos de los alimentos principales de los gallegos, eran las Papas y el Maíz, que fueron llevados desde América de donde eran originarios. Haciendo honor a ese carácter emigrante de los gallegos, nuestros abuelos Paternos, Manuel Núñez y Victorina Noya, comenzaron un periplo que los llevó a Buenos aires, Montevideo y Lisboa, para volver 25 años después, con un hijo argentino, uno uruguayo, nuestro padre Raúl Núñez Noya y un varón y dos niñas portuguesas, a su aldea natal. Raúl decía que en su casa había cuatro banderas. Raúl, fue bautizado en la Iglesia de la Aguada, porque nació y vivió, en la calle Pampas, hoy Francisco Acuña de Figueroa, en Montevideo. (Una increíble coincidencia hizo que desde el balcón del Apartamento en que vivió Irma, nuestra madre, sus últimos años, se veía el inicio de esa calle en Avenida del Libertador.) A sus 20 meses, se fueron a Lisboa, donde a los pocos días nació su hermano Jaime, concebido en Montevideo. Vivieron en Lisboa, una ciudad Capital, aunque pequeña, que les permitió completar su educación primaria y en la primera juventud, trabajar en distintos comercios. En 1932 a sus 22 años, volvieron con toda la familia a su aldea, llamada Alende, del ayuntamiento de Moraña, Provincia de Pontevedra, Galicia. Allí, construyeron una nueva casa, con un comercio en la planta baja, que fue el medio de vida de la Familia. Raúl y Jaime, recorrían las distintas ferias de la zona, con un comercio de telas, que transportaban en bicicleta. Viendo luego, las empinadas subidas y bajadas, por donde tenían que transitar, nos imaginamos el esfuerzo que les significaba. Eran muy parecidos, por lo que les decían los mellizos ó los portugueses. Durante muchos años formaron un equipo que se complementaba a la perfección. Raúl, conoció el trabajo rural gallego, con asada y pico, pero mostrando una de las características que lo acompañaría toda su vida, el hacer las cosas bien, prolijamente, tendiendo a la perfección, aplicaba técnicas desconocidas, como por ejemplo, tirar líneas con hilos, para hacer los surcos derechos, Paralelos y perfectos. Lo más importante es que debido a que su familia volvió a su aldea, Raúl conoció a nuestra madre Irma Blanco, que aún era una adolescente, distinta, alta, hermosa. Irma, era la segunda de cinco hermanos, de una familia muy pobre, por lo que, casi sin darse cuenta desde los cuatro años, se crió en la casa de su tía Helena, que había heredado, todas las tierras de sus padres. Vivió en una casa sin necesidades, pero fue una “niña yuntera” que trabajó como labradora desde esa temprana edad, por lo que no asistió a la escuela regularmente, coincidiendo con los picos de trabajo, siembra, cosecha etc. En contrapartida, la educación de la casa era muy importante y su abuela paterna Dolores, le transmitió todo lo necesario para sobrevivir en ese medio, “con la leche templada” y en las largas conversaciones por las noches ó los días de lluvia en que no se salía al campo. Cuando estalló la guerra civil, Galicia cayó rápidamente en manos de las fuerzas Franquistas, que intentaron alistar a todos los jóvenes para el frente de batalla. Raúl escapó a muchos intentos, demostrando que era uruguayo, hasta que finalmente lo alistaron, 6 meses antes de terminar la guerra. Estuvo en un cuartel, por suerte no tuvo que enfrentarse con nadie, pero el frío del invierno, las condiciones de vida, teniendo que dormir en el suelo, le dejó para siempre problemas lumbares. Terminada la guerra, la situación era de muchas privaciones, pero con el complemento del comercio se manejaba. Raúl e Irma se casaron en 1945, cuando él tenía 34 y ella 25 años. Al principio vivieron en una casita mínima que les cedió su tía y allí nació su primer Hija, Lourdes, que lamentablemente murió a los tres días, sin que el único médico de la zona, pudiera confirmar la causa. También allí nació Manuel, el mayor de nosotros. Irma seguía trabajando las tierras de su tía y Raúl también, pero su fuente de ingresos era su actividad en las ferias con su hermano. Cuando Manuel, tenía cerca de tres años, se mudaron a una casa que les dio la tía Helena, en reconocimiento de tantos años de trabajo, casi derruída y Raúl la reconstruyó a nuevo. Una casa gallega típica, de piedra, dos plantas, abajo el establo de la vaca, la bodega y la cocina tradicional, arriba los cuartos y el baño. Por esos tiempos, en la segunda mitad de la década del 40, la dictadura Franquista, seguramente porque no había podido imponer una política económica exitosa, tomó una serie de medidas, entre las cuales, estableció una congelación de precios. Esto terminó con los ingresos que Raúl aportaba por su actividad en las ferias, dado que cuando iba a comprar mercadería, el costo de los fabricantes era mayor del que podía venderla, por lo que le fue imposible seguir con esa actividad, ahora inviable. Como consecuencia, decidió volver a la tierra que lo vio nacer y comenzó a hacer los trámites en el consulado uruguayo, para conseguir la repatriación. Siguieron su vida trabajando sus pocos terrenos en una economía de subsistencia. En febrero del año 1951, le comunicaron que tenía que embarcarse el 26 de ese mes hacia Montevideo. Era lo que había buscado durante tanto tiempo, pero tuvo que dejar a su mujer, con Manuel con casi 4 años y embarazada de 7 meses. Raúl llegó a Montevideo, luego de 26 días de navegación en un buque mixto, de carga y Pasajeros, siendo recibido por unos primos, Sara y Delmiro. Como Delmiro trabajaba en el Hospital Italiano, trató de conseguirle trabajo en la Salud. Incluso, seguramente con el objetivo de conseguir un voto, lo recibió el Ministro de Salud Pública, que personalmente le explicó que no había posibilidades de cubrir vacantes. En esos días aproximadamente a un mes de haber llegado al Uruguay, tuvo que ser operado de apendicitis. Por suerte este país, al influjo del primer Batllismo, mantenía valores y una protección social, que le permitió operarse sin ningún costo. Cuando vemos algunas cosas que pasan hoy en España, con los inmigrantes, lo valoramos aún más. Como pasaba el tiempo y Delmiro no podía conseguirle el trabajo que pretendía, Raúl le pidió a otro pariente, Arturo, que le consiguiera trabajo en la empresa de la construcción donde él trabajaba. Al otro día, acompañó a Arturo al trabajo y seguramente creyendo que ese día le iban a hacer el trámite de ingreso, llevó su único traje. Cuando llegó ya le asignaron una tarea, por lo que se remangó y comenzó, con otros cinco compañeros nuevos, a hacer cada uno un pozo cúbico de 2 metros de lado, para unos cimientos. Fue el segundo en terminar, pero comentaba con orgullo, que cuando el capataz inspeccionó el trabajo, fue al único que no le hicieron observaciones, para que lo retocara.

El 21de abril de 1951, nació Carlos, el menor de nosotros. En una de las cartas, que enviaba todos los meses, mamá le agregó una foto de Carlos, de pocas semanas, con el siguiente texto: “De José Carlos, para su queridísimo padre, para que lo conozca”. Todavía hoy nos emocionamos, al recordarlo y nos imaginamos las sensaciones encontradas que habrá sentido nuestro padre, sólo, con el único incentivo de buscar un futuro mejor para su familia, tan lejana. El tiempo pasaba y Raúl trabajaba de albañil de día y como sereno de noche. En el año 1953, por aviso de una paisana, Doña María Baliñas, compró a medias con un gallego conocido, también albañil, Constante Silva, un terreno de un fraccionamiento reciente en la calle Nº 7, a tres terrenos de camino Cibils, en Paso de la Arena. El terreno de al lado, lo había comprado Don Pepe Vázquez, que después, los domingos iba con sus hijos, a ver algunos frutales que tenía. Los Hijos, unos muchachos adolescentes, eran Jorge el actual Subsecretario del Ministerio del Interior y nuestro ex presidente, Tabaré Vázquez. Las tierras de ese fraccionamiento habían sido entregadas como una Suerte de Estancia, por el gobierno de Buenos Aires, a Xavier de Viana, por los servicios prestados en la expulsión de los ingleses de Buenos Aires (Por esa ayuda, Montevideo, mereció la denominación de:”La siempre fiel y reconquistadora San Felipe y Santiago de Montevideo”). La suerte de estancia, ocupaba casi todo el suroeste de Montevideo. Después se fue fraccionando en porciones menores, una de las cuales perteneció a Don Tomas Tomkinson, un ciudadano Inglés que introdujo el Eucaliptus en el Uruguay y vivió en una casona en el Parque que lleva su nombre. Ni bien Raúl, pudo construir una pieza, con una cocina y un baño precarios, arreglaron todo para que viajáramos con nuestra madre a Montevideo. Irma, una mujer fuerte, austera y tierna, durante tres años, se ocupó de sus hijos, trabajó todos sus “terrenitos” (Veigas), mantuvo su vaca y su oveja “añiña”, que en esos años, le dio suficiente lana como para rellenar el colchón de dos plazas, que trajo a Montevideo. Se había transformado en una trabajadora y administradora eficiente de sus pocos medios, de manera que no necesitó usar el dinero que Raúl le envió, para el pasaje. El 20 de abril de 1954, llegamos a Montevideo después de 16 días de viaje en el Buque La Etné. Increíblemente ese día, Irma y Raúl cumplían 9 años de casados y Carlos cumplía 3 años, un día después, el 21 de abril. Al descender del barco, Raúl nos esperaba con un viejo Chevrolet que había contratado, porque Irma trajo varias cosas entre ellas la cama matrimonial de Madera de castaño, que mandaron hacer cuando se casaron. En ese momento Raúl y Carlos su hijo menor, se vieron por primera vez. Todo el viaje hasta Paso de la Arena, Carlos vino en los brazos rudos y amorosos de su padre, arrullado con el movimiento del Camioncito descangayado, comenzando así una relación entrañable que se afianzó cada día de sus vidas. El sentimiento de desarraigo de Irma fue muy importante al principio, venía de una casa de piedra de dos plantas, a algo muy precario y sobre todo, cambiaba toda la forma de vida que había mamado desde la niñez. (Padójicamente, cuando en 1982, volvieron a su pueblo en Galicia, Irma extrañaba , su nuevo lugar en el mundo, el barrio “Paso de la Arena”.) Ese desarraigo, fue mitigado por el amor de Raúl y sus hijos y los vecinos que encontramos en aquel barrio en formación, que desde ese momento fueron, parte de una familia grande. No puedo dejar de simbolizar a todos esos vecinos en Doña Idalina y Don Raúl López y en Doña Mercedes y Don Eduardo de la Fuente. Ese apoyo recibido, luego fue recíproco y todos sabían que podían contar con nosotros. Al lunes siguiente de haber llegado, Manuel el mayor de nosotros ya concurría a la escuela Nº 150 de Paso de la Arena. La dictadura Franquista había prohibido que en Galicia se hablara y escribiera en idioma gallego, pero como siempre los hogares pobres son el refugio de las tradiciones culturales y en nuestra casa se hablaba en gallego, mientras que en la escuela en Galicia a Manuel le enseñaban en Español. Cuando comenzó la escuela acá, tuvo algunos problemas con la pronunciación y la escritura, porque escribía como hablaba y mezclaba voces gallegas. Por ejemplo, en una redacción, puso “jaliña” en lugar de gallina. No tenemos conciencia de haber sido discriminados, por nadie, de ninguna forma. Éramos, los hijos de Irma, el gallego y el gallego chico ó Manolo y Manolo chico. Raúl invirtió todos sus sábados en la tarde y domingos, sus vacaciones y toda hora con luz suficiente, para transformar, nuestra “pieza”, en una casita digna. Rápidamente, contamos con un hall de entrada, un comedor, una cocina, un baño y otro cuarto. Todo culminó con uno de los símbolos de la solidaridad de los uruguayos,”la planchada” en que participaban muchos vecinos y terminaba con un asado, pan y vino, en que todos compartían la alegría por el logro concretado. Otra anécdota, pinta el espíritu, la fuerza de voluntad y la constancia con que Raúl, encaraba todo en su vida, se dio cuando en una oportunidad se quemó todo el brazo derecho, con alquitrán caliente, que se usaba para impermeabilizar las azoteas. Vino con un vendaje impresionante del banco de seguros y en ese tiempo en que estuvo inactivo, hizo, sólo con el brazo izquierdo y algo de ayuda nuestra, un pozo de 2 x 3 metros y 2 metros de profundidad, para hacer el pozo negro definitivo. Luego, a medida que crecíamos, cada vez con más ayuda nuestra, vinieron las veredas, el brocal del pozo manantial y el largo camino, hasta el portón de calle. En el entorno de nuestra calle, había muchos inmigrantes de diferentes orígenes, Gallegos y Españoles de otras provincias, Italianos, Portugueses, Alemanes, Yugoslavos, la almacenera era Húngara, doña Yuli, Ingleses, Holandeses, Armenios, un Ucraniano etc. Era un barrio Obrero integrado, con comerciantes y algunos pequeños industriales. Todos íbamos a la misma escuela, jugábamos a la “pelota” en la calle ó en el campito, compartíamos meriendas en la casa en que nos encontraba la hora y en las fiestas, todos probábamos las exquisiteces que elaboraban las distintas madres, yendo casa por casa. También había peleas, recuerdo la primera entre Manuel y Aníbal y que en cuanto pudieron, se metieron Atilio y Carlos, muy chicos aún, a defender a sus respectivos hermanos. Esas peleas afianzaban las amistades y todavía hoy cuando nos vemos las recordamos. Los mayores armaron cuadros se fútbol, para que jugáramos con camiseta y todo, el primero fue el “Peñarolito” en Camino Cibils. Mas tarde el “Siré” en la calle Nº 7. Raúl siguió trabajando en la construcción e Irma, prontamente comenzó a trabajar en la curtiembre del barrio, la PIEL D”ORO donde trabajó hasta jubilarse. Su origen campesino, la había provisto de una fortaleza fuera de lo común. Después de varios años de trabajo, un día, en que Irma trabajaba en la máquina peinadora, colocando los cueros de cordero entre dos superficies cilíndricas con puntas de metal, que se movían en sentido contrario, produciendo el peinado de la lana del cuero, la máquina le agarró la mano y se trancó, con la mano entre los dos cilindros, pero no paró el motor que seguía haciendo presión, por lo que llamaron al electricista, que rápidamente trató de parar la máquina, pero se desmayó, ante el espectáculo. Irma se mantuvo parada y aguantando hasta que de alguna manera pararon la máquina. En el banco se seguros, la atendieron muy bien, hubo que hacerle injertos de piel, pero quedó con una funcionalidad correcta. Por su origen, también había desarrollado una personalidad que recibía estos sufrimientos, naturalmente, como parte de la vida. Raúl salía muy temprano, porque siempre las obras quedaban en Carrasco, Malvin ó Pocitos y muchas veces tenía que tomar dos ómnibus. Irma entraba a las seis de la mañana y nosotros quedábamos con la radio prendida, escuchando, una audición de Gardel, después se sumó otra de Julio Sosa y a las 7, comenzaba en Radio Carve, “Despierte cantando” de Pastor Carrizo, un “Porteño” que se aquerenció en Uruguay y era muy divertido. Recuerdo que a veces, muy temprano venía el Ró (Rómulo Guerrini), entraba, porque en aquel tiempo se dormía con la puerta abierta, abría la ventana de nuestro cuarto y gritaba, “Aire matinaaaaal”. Aveces nos proponía compartir alguna tarea que le habían asignado en la bodega o la quinta, que nosotros tomábamos como un juego. Otras veces venía a ayudarnos en nuestras tareas hogareñas. Uno de los primeros televisores del barrio, lo tuvo el Ró y varios íbamos a ver “televisión” en la tardecita, además jugábamos ordeñando la vaca, trayendo leña para la estufa etc. todo debía hacerse a toda velocidad en los “Reclames” y para incentivarnos, teníamos un grito de guerra: “Super-velocicloooooooo”.

Con el tiempo, trabajamos en la bodega en las vacaciones y finalmente Carlos, durante los cinco años en que cursó Facultad de Veterinaria, trabajó cuatro horas todos los días. Este ejemplo del Ró, resume el de tantos otros amigos del barrio, con los que éramos como hermanos. La mayoría del tiempo, fuimos a la escuela de tarde a partir de las 13 horas, por lo que nos levantábamos hacíamos las camas, barríamos ó si era necesario le pasábamos un trapo al piso y preparábamos la comida para Irma que venía a comer a las 12, en su media hora de descanso. Comíamos con ella y nos preparábamos para ir a la escuela que quedaba a un kilómetro, cortando camino. Hay una anécdota que pinta, cómo Irma nos transmitía, el sentido de la responsabilidad. Un día había una tormenta, que hoy meteorología, definiría como Alerta rojo(oscuro), llovía torrencialmente, había rachas de viento fortísimas y tormenta eléctrica, no tuvo ninguna duda, nos hizo abrigar bien, ponernos botas, un “Pilot” y cada uno con un paraguas gallego, grande, fuerte y de color negro, nos fuimos enfrentando esas condiciones a la escuela. Esa tarde además de nosotros y otros dos alumnos, fueron sólo dos maestras. Pasamos una tarde muy amena, leyendo “El grillito” y conversando entre los seis Después de la escuela y los fines de semana, pelota en la calle, bolitas, trompo, las peleas, etc. hasta que Irma nos llamaba, de la misma manera que llamaba a su oveja en Galicia, cuando pastaba a dos kilómetros de la casa, la oveja reconocía el llamado y volvía corriendo; nosotros hacíamos lo mismo. No podemos nombrar a todos los amigos de aquella infancia y a todos sus padres y madres, que nos aportaron tanto, pero los llevaremos en nuestro corazón, por siempre. En la adolescencia, los sábados había baile en la “Sociedad de Fomento y defensa Agraria”(Los Paperos), jueves, sábados y domingos había cine en el “Centro Social y Deportivo Paso de la Arena” (C.S.y D.P.A), sábados y domingos siempre había partidos de Fútbol, en la cancha de el Paso de la Arena. En Carnaval, había espectáculos en el C.S.y D.P.A y había un corzo vecinal, que terminaba en un gran baile en el Club. El “Paso de la Arena” llegó a jugar en la Extra C y el “Huracán Fútbol Club” llegó a jugar, en aquellos tiempos, en la Extra A. Reafirmamos nuestro sentimiento de pertenencia, no tanto en los triunfos, sino sobre todo en las finales perdidas contra “El Tanque” ó “Rentistas”. Raúl trabajaba los sábados hasta las 12, llegaba a las 13 y 30 y luego de comer en familia iba a la quinta. Tenía tanta variedad de vegetales que prácticamente, comprábamos sólo la carne y la bebida, lo demás salía de la quinta. Además la prolijidad y el mosaico de colores de los cuadros de distintas plantas, eran la admiración de todos. Irma además de trabajar 8 horas ó 16 cuando faltaba gente en el segundo turno, cocinaba y hacía todas las tareas de la casa. Cuando era necesario ayudaba a Raúl en la quinta, aunque Raúl era el que determinaba, qué, cuándo y cómo se plantaba, dándole a la quinta, su impronta de orden y prolijidad. Nosotros ayudábamos algo y sobre todo regábamos con el agua del pozo, sacada por rondana, con cadena y balde de metal. Teníamos gallinas y conejos, criábamos un cerdo todos los años y hacíamos las facturas, en eso Irma era la que lideraba, porque lo había hecho desde su más tierna infancia. Raúl era más introvertido, se saludaba con todos los vecinos, pero no era de conversar, para eso estaba Irma que ejercía las relaciones públicas de la familia. Conocía a todos y todas y se relacionaba con gran facilidad, en el trabajo, con los vecinos, en la feria etc. Por sus características, Irma que estaba más en contacto todo el día con nosotros, nos transmitió a su modo, como lo recibió de su abuela, todos los valores básicos y todo lo que pensaba que necesitábamos en el día a día, para enfrentar la vida. A Raúl, sólo lo “sentíamos” en la mañana cuando se levantaba para ir al trabajo y lo veíamos en la noche cuando volvía, pero en las conversaciones de la cena y los sábados y domingos, nos transmitió los objetivos trascendentes de la vida. Fueron complementarios en todo, incluso en nuestra educación familiar. Tuvieron durante toda su vida un sentido de austeridad, que los llevaba a ir aspirando a tener, sólo lo imprescindible, sin excesos. ¡Cuanto habría que rever en estos tiempos de un consumismo enfermizo! Cuando fuimos creciendo Raúl, nos internalizó el objetivo de estudiar, Manuel fue al Liceo Bauza y Carlos al Liceo Nº 16 y Preparatorios del Bauzá. Nos Recibimos, Manuel de Economista, llegando a ser Senador de la República y Carlos de Veterinario, trabajamos, nos casamos, tuvimos hijos, vivimos siempre guiados por sus valores, esa cultura de trabajo, de solidaridad, de respeto por los demás, que nos va a acompañar, mientras vivamos, ya que está grabada en nuestro inconsciente, porque la recibimos de la mejor manera, con el ejemplo de cada día.

Manuel y Carlos Núñez Blanco.