


París tiene ese no sé qué que la convierte en una experiencia más que en un destino. Es ciudad, es símbolo, es promesa cumplida para quien alguna vez soñó con caminar sus bulevares, cruzar el Sena al atardecer o ver cómo la Torre Eiffel enciende la noche.
A fines del año pasado, luego de haber atravesado momentos complicados de salud, emprendimos un recorrido muy soñado por Europa, visitando algunas de sus ciudades más emblemáticas. París, Estrasburgo, Roma, Sorrento, Positano, Capri, Amalfi, Madrid, Segovia, Bilbao, Sevilla, Córdoba, Granada fueron parte del itinerario, en un viaje que combinó historia, cultura y vivencias inolvidables, y que ahora compartimos con nuestros lectores a través de esta serie de crónicas.
A través nuestro, La Prensa de la Zona Oeste, también dijo presente en estos rincones que han sido testigos de revoluciones, declaraciones de amor y postales eternas. En esta primera entrega, de mi recorrido por Europa, me detengo en la capital francesa: una ciudad que no solo se recorre con los pies, sino también con el alma.
París nos recibe con dos joyas que resumen su elegancia y poder simbólico: el Puente Alejandro III y la Torre Eiffel.
Puente Alejandro III: esplendor imperial sobre el Sena
Inaugurado en 1900 durante la Exposición Universal, el Puente Alejandro III es mucho más que un cruce sobre el Sena: es un manifiesto artístico de la Belle Époque. Con sus esculturas doradas, querubines, ninfas y faroles ornamentales, representa la alianza entre Francia y Rusia, simbolizada en su nombre, en honor al zar Alejandro III.
Sus cuatro pilares, rematados con figuras aladas de bronce dorado, custodian este puente de una sola arcada, uno de los más bajos de París, para no obstaculizar la vista de los edificios emblemáticos que lo rodean, como los Inválidos y el Grand Palais.
Caminar por este puente es como atravesar una galería de arte al aire libre. Cada detalle parece diseñado para impresionar, y lo logra. A un lado, el río y sus embarcaciones; al otro, la ciudad desplegando su perfil clásico. No es raro ver aquí sesiones de fotos, propuestas de matrimonio o simples turistas en silencio, dejando que París les hable al alma.
La Torre Eiffel: el corazón de hierro que late en París
Y claro, hablar de París sin mencionar a su más célebre dama sería un pecado turístico y emocional. La Torre Eiffel, nacida también para la Exposición Universal, pero de 1889, es mucho más que su estructura metálica. Gustave Eiffel la pensó como un desafío técnico, y terminó siendo un emblema emocional.
Al principio, fue resistida por muchos parisinos, que la veían como una monstruosidad de hierro. Hoy, es imposible imaginar la ciudad sin su silueta. La Torre es un faro sin luz, una brújula para el viajero, y un símbolo de la modernidad que todavía asombra. Vista desde lejos o desde sus propias alturas, tiene el poder de emocionar.
La recorrimos al atardecer, y la experiencia fue mágica. Subir sus niveles, mirar cómo el sol se esconde tras los tejados y luego ver cómo, lentamente, se encienden sus luces titilantes, es un espectáculo en sí mismo. Desde lo alto, París se revela en todo su esplendor: ordenada, romántica, eterna.
En próximas ediciones seguiremos mostrando y descubriendo más de la icónica ciudad luz.